El escritor moderno
El autor reflexiona en torno a los incidentes extraliterarios del Festival Internacional de Literatura Santa Cruz de las Letras.
Manuel
Vargas
Tengo
que hablar de cosas feas. O sea, qué macana. Un gato se ha metido en mi
biblioteca, y por querer sacarlo, me ha desordenado los libros, justo en el
rincón de la literatura boliviana. Lo único que espero es que, además, no se
haya hecho pis o cosas peores en algún rincón de mi templo tan querido y
estimado.
Y
esto que les cuento, no es nada simbólico ni con segundas intenciones, señores.
Era un gato real, desconocido, salvaje y sucio como todo gato que se respete.
Bueno,
en realidad, no es de esto de lo que quiero hablar. Pónganlo entre paréntesis y
vamos al grano.
Este
año que acaba, en Bolivia han estado de moda los escritores. Se habla de sus
libros como un producto cultural de importancia, aunque tal vez no tanto como
la música y el baile, que además tienen una importancia económica. ¡Pero los
escritores, especialmente los vivos, están de moda! Publican libros, asisten a
las ferias, reciben premios y reconocimientos. Se reúnen en congresos y se lo
anuncia por los periódicos. Primero fue en Sucre, después en Santa Cruz, adonde
llegaron, inclusive, famosos del extranjero.
O
sea que, es de buen gusto y de buen nivel, invitar a algunas estrellas del
mundo. Da estatus a la ciudad que los alberga y a los anfitriones. Aunque al
final no lleguen todos. Pero sus nombres suenan como campanas. Hasta pueden
haber sido más importantes que un cantante, con masas que les aplauden. A un
escritor que se respete, lo busca gente especial, la amiga de los libros, y
hasta paga sus pesitos para ir a verlo en carne y hueso. Sí, pues, sigo
hablando de Santa Cruz de las Letras, como muy acertadamente se nombró a este
evento.
Si
no hubiera pasado lo que pasó, hasta se habría llegado a la conclusión de que,
¡por fin!, al escritor se le da la importancia que merece. Se le adula, se le
paga y se paga por verlo, pues lo merece. Bolivia está al nivel de cualquier
país culto y no sólo los políticos hacen propaganda de las brillantes obras de
infraestructura como signo de la bonanza económica.
Pero
algo ocurrió que arruinó la fiesta. Que algunos de los escritores invitados
decidieron salirse del libreto: hablar no de los libros y la cultura, sino de
política. Qué cosa más fea. (Eso de comenzar hablando del gato pulguiento
parece que fue intencional, o me viene como anillo al dedo). Y nada menos que
de política internacional, y nada menos que en contra de Cuba. Y dichos autores
eran de Cuba. Gran error de haber invitado a estos escritores, el Imperio se
nos metió por la ventana. Los escritores deben hablar de literatura, así como
la Iglesia debe hablar de la salvación de las almas. Si no, pueden causar
ciertos desequilibrios y confusión entre los fieles y las inocentes palomitas.
Entonces,
ocurrió la censura. En estos tiempos tan modernos y democráticos. Se les dijo,
se les aconsejó, se les señaló a estos aguafiestas que hay temas que pueden
causar malestar o confusión en un medio en que se debe hablar del arte
literario y no de otra cosa.
Pero,
señores, es que estamos mezclados. Es que la realidad es fea, no siempre se
acomoda a nuestros deseos y a los deseos de las instituciones y de quienes
ponen la plata. Un escritor puede meter la pata. Un escritor puede ser un mal
tipo, independientemente de que sea un buen o mal escritor literariamente
hablando. Un escritor puede ser manejado por el Imperio, así como por las
fuerzas del bien. Un escritor no es libre, aunque ya quisiera serlo. Un
escritor es un ser humano como cualquiera. Es un héroe o un pobre diablo.
Cuando
los niños me preguntan por qué quise ser escritor, les respondo diciendo que
“cuando tenía la edad de ustedes me gustaba la idea de viajar y hablar muchas
lenguas”. Y ahora puedo decir que viajé bastante, en términos relativos, me
tomaron fotos que a veces publico, y me gusta escuchar las voces del aire,
aunque no las hable.
Qué
bonito. Pero no, no había sido nada de romántico todo esto. Los escritores,
como todos los seres humanos que pueblan este mundo, además de inteligentes y
buenos tipos, habían sido asimismo personas mezquinas, figuronas, que más que
gustar un libro o un atardecer, prefieren, por ejemplo, salir siempre en la
foto, si no degustar las migajas del poder. Aunque para ello pierdan la
libertad de decir no al mundo. Pues, como tantos, especialmente en este país
inexistente, hemos sido aleccionados para decir siempre sí al poderoso. Y si
dices no, pues te vas, no existes, ya no me simpatizas.
Y
ahora tengo que decir que no soy capaz de ignorar a la gente de mi gremio.
Hasta debo decir que algunos de ellos son mis amigos y no tengo por qué
enojarme, que son unos tales por cuales, pero no hay por qué guardarnos rencor.
Y debemos saludarnos amablemente, pues finalmente ¿quién soy yo para sentirme
diferente?
Tengo
que decir que no pasa nada. Nada importa. Se acabaron los santos y los
profetas. Lo importante es escribir la obra y ser profesional y viajar y
asistir a los congresos y relacionarse con el mundo y decir sí. Es decir,
callarse, no opinar de esas feas cuestiones de política que pueden causarnos
molestias en el camino del éxito.
Que
se quemen unos cuantos, que opinen los que están obligados a hacerlo. Que
Homero y Ramón defiendan su posición, y los demás miramos de palco. Seguramente
tenemos nuestra opinión, ¿pero para qué hablar de cosas tan pedestres? ¿Y qué
importa lo que diga o deje de decir un escritor, que nunca ha tenido una real
parte en este negocio, ni le interesa?
Sin
embargo, como ya lo dijo una comentarista de Santa Cruz, Maggy Talavera, ha
quedado una molestia y una preocupación. Que nuestra sociedad acepte como
normal la existencia de la censura. (“La censura se nos está metiendo en los
genes”, escribió en el periódico El Deber). Como parece asimismo normal, o
invisible –el añadido es mío–, el inmenso negocio del narcotráfico y del
contrabando, la violencia y la pobreza, o la costumbre de no hacer caso a las
leyes y la poca vergüenza de los nuevos poderosos.
Mientras
tanto, nosotros escribimos cuentitos, puros, delicados y correctamente escritos.
A la moda. Vivimos otros tiempos. Tenemos que conquistar los mercados del
exterior. Tenemos que ser escritores profesionales y modernos para estar a la
altura de las grandes capitales de la cultura. ¿Para qué volver al pasado
pesado, a las “preocupaciones sociales” superadas, cuando los escritores se
dedicaban a perorar y quejarse del mal del mundo? O sea, qué macana.
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