Nunca llegar a Luribay
Un conmovedor ajuste de cuentas consigo mismo. Un texto íntimo, autorreferencial que el autor paceño leyó en la mesa en la que participó en el Festival Santa Cruz de las Letras.
Rodrigo Urquiola Flores
a la Guacamaya
A menudo me han preguntado por qué escribo o
cómo es que terminé escribiendo o por qué continuaré haciéndolo y nunca he
sabido qué responder: “porque me gusta leer”, he dicho a veces, y asumo que eso
es lo que más se aproxima a la verdad.
Pero, invariablemente, cuando pienso en eso,
termino recordando una imagen que me ha perseguido desde siempre, desde que
escucho las historias de los mayores, desde que leo, desde que aprendí que
pueden existir muchas diferencias probables entre las palabras ver, mirar
y observar. Y, ahora que estamos
hablando de literatura latinoamericana, pienso en esa misma imagen. ¿Cómo no
hacerlo?
Hay una niña de 13 años en esa imagen. También
hay un pueblo. Santiago de Taca es el nombre del pueblo, un lugar que está en
la linde del altiplano paceño con el valle yungueño.
La niña está huyendo de casa. Su madre, hace
algunos años, se ha casado en segundas nupcias y ha tenido otros hijos. Y ella
huye de los golpes del padrastro, de los golpes de su propia madre. Se ha
escondido entre la hierba, ha cubierto su cuerpo detrás de alguna piedra
gigante, detrás de algunos arbustos y no ha hecho más que esperar la llegada de
la noche.
La niña sabe que pronto, como suele suceder
en días como estos, pasará por este camino una comitiva de viajeros
comerciantes que se dirigen a alguna hacienda en Luribay. Cuando ve la
comitiva, tímida, se aproxima a ellos. No quiere que noten su presencia, teme
que decidan devolverla a casa. Y ya es tarde para ello.
La niña sigue a la comitiva en silencio
durante algunas horas, escondiéndose, hasta que la descubren los perros. Se
escuchan sus ladridos perforando la noche, espantando a los zorros y
advirtiendo a los pumas que este no es un camino expedito: váyanse a cazar a
otra parte.
Se adhiere a la comitiva. Alguien, una
señora, le pregunta de dónde viene y adónde va, ella responde y otra vez el
silencio. No es necesario hablar más, es necesario continuar caminando.
Alguien, sin quebrar con su voz la hipnosis del recorrido, le invita algo de
comer y la niña come.
¿Cuánto falta para llegar a Luribay? Eso no
importa. Tampoco importa el dolor que sube, a través de los huesos, desde la
planta de los pies. La niña camina sobre abarcas y no lleva medias. Viste una
falda larga y ha cubierto su espalda con una manta. Sopla el viento. Es todo.
Esa es la imagen.
Esa niña es mi abuelita materna, Justina, la
única abuela que conocí, una de las dos mujeres que me ha enseñado casi todo lo
que sé. La otra es mi madre.
Justina trabajó recolectando café, sembrando,
cosechando, como niñera, como empleada doméstica, desde aquella hacienda cerca de
Luribay y también cuando llegó a La Paz. Fundó la familia a la que pertenezco. Nunca
retornó a Santiago de Taca, tampoco cuando hace un par de años se enterara de
la muerte de su madre. Fin de la historia.
Siempre he pensado en la literatura como eso.
Estás escapando de algún lugar al que nunca volverás. Y, así como no interesa el
principio del camino, el motivo primigenio, como tampoco nos interesa, ahora
que estamos todos nosotros reunidos aquí, el génesis bíblico ni el génesis
darwiniano, tampoco interesa el final, el apocalipsis, eso nunca, lo único que
importa es que se está recorriendo un camino.
Importa lo que sucede en el camino, lo que
uno llega a ver o a mirar o a observar. Importa el dolor en la planta de los
pies. Importa el frío de la noche, la sequedad del sol, las peripecias del
viento. Eso. El viaje es lo único que uno tiene.
Pienso, de esta misma manera, que la
literatura latinoamericana ha ido viajando -no sé si escapando de algo o
queriéndose acercar a ello: ¿el recuerdo del invasor europeo, tal vez?, ¿el
recuerdo de algún invasor algo más actual?, ¿un tipo de identidad que en algún
momento se nos ha extraviado?, ¿la violencia nuestra de cada día?, ¿el narco?–desde
un espacio que podríamos denominar como espacio
rural rumbo a algún espacio citadino.
Pareciera que en las ciudades es más fácil
vivir, tienes Coca Cola y pollo frito al alcance de la mano, y no tienes que
pensar en las granizadas que destrozarán tu sembradío ni en los carnívoros que
te roban ganado. Pero, igual, lo que interesa, también, en este punto, creo yo,
es el viaje.
Si es que uno escribe es porque uno ama leer.
Y existen tantas distintas maneras de leer que a veces los libros no se bastan
a sí mismos, o eso queremos creer. Y es, quizás, en ese preciso momento, cuando
uno, tal vez un poco engañado por sí mismo, se pone a escribir.
Has viajado a los libros que has leído, ¿por
qué no viajarás a los libros que no? Y es lo que pasa en cualquier viaje: el
descubrimiento. Descubres al leer, descubres al escribir, estás condenado.
Personalmente, mi infancia lectora se ha
visto maravillada por autores de ímpetu rural latinoamericano como Juan Rulfo y
Gabriel García Márquez y, ¿por qué no?, William Faulkner y Ernest Hemingway: el latinoamericano nace donde quiere (como
dirían en el Chaco boliviano que también llevo dentro) o es que, al final, y
aunque queramos negarlo con todas nuestras fuerzas, ¿todos somos hijos de
Estados Unidos nomás?
A esos autores los he sentido siempre más
cercanos. A veces, lo admito, me cuesta sentir así de cerca a la novísima
literatura de nuestras tierras (todos sabemos que la literatura no admite
fronteras, pero así es más fácil saber bajo qué sol y bajo qué luna estás
viajando), y quizás por eso no he querido escribir como se escribe ahora,
aunque lea y disfrute leyendo de todo: soy un escritor egoísta que muy rara vez
piensa en el lector; y es que no escribo para que me lean (creo, quiero creer,
que a veces es muy difícil tener la certeza de lo que uno hace), escribo para
continuar ese viaje, escribo para tener algo qué recordar cuando llegue a
Luribay.
A veces, cuando comparo mi narrativa con otro
tipo de narrativa que se hace en otras partes del continente e incluso en mi
propio país, pienso que, en algún momento, he perdido el rumbo. No me interesa
la velocidad, soy un lector que disfruta de la lectura lenta, un lector que,
cuando algo le ha gustado mucho, prefiere retroceder antes que avanzar; y creo
que esto se ha contagiado a mi escritura.
Así, aunque me haya gustado mucho, siempre
preferiré Cien años de soledad o La casa verde o Tirinea o, yéndonos un poco más lejos, a quién le importan las
distancias, El extranjero, El lobo estepario o La montaña mágica… a Los
detectives salvajes o..., no se me ocurre otra novela más significativa que
esa para definir este nuevo momento de nuestras letras.
Y es que es uno, al final, aunque no sepa
cómo exactamente, quien decide el camino que habrá de recorrer. Sin embargo, es
probable que alguien más lo haya decidido antes que uno mismo. ¿Quién es ese
alguien?, nunca lo sabremos. Voy a refugiarme en ese viaje. Que no se acabe
nunca.
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