jueves, 18 de diciembre de 2014

ALTIplaneando

Esa musiquita


Este texto no es solo para melómanos no obstante, qué duda cabe, éstos más que nadie podrán cerrar el guiño de complicidad con el autor.


Edwin Guzmán Ortiz

También estamos hechos de música. Al interior de esta caja de resonancia, cuerpo de insondables pasiones, una melodía se despereza y abraza el instante. Tatuada al resuello, a ese latido hondo que nos sostiene, las notas y la voz dibujan la fisonomía de un tiempo intransferible, donde la memoria habla desde la artesanía entrañable de una canción.
Es la música que forma parte de esta andadura. La que en medio del ruido rutinario y de palabras que fabrican los avatares y la costra cotidiana, ilumina con su inveterado ritornello otra forma de atravesar los días, otra manera de nombras las cosas y a su modo, otra forma de ritmar el pensamiento.
Desde aquellos antiguos parajes de la infancia, nos habitan. Canciones que brotaban de los labios familiares, sonsonetes que segregaba aquella vieja radio, notas que salpicaba el tocadiscos por todos los rincones de la casa. Era fama cantarlas y tratar de ser ellas desde aquella voz bisoña, siempre ajena a la original.
En las fiestas, el momento en que irrumpía en escena el tema preferido era la cúspide de la noche. Bailar la cancioncilla era haber encontrado el hada perfecta para esas faenas del deseo, era salir del salón tarareando y dibujando con los ojos los acordes insuperables de aquella forma sonora, regalona y entrañable, como un gato siamés.
Es pues de tal calibre este regusto que me permito narrar la saga ejemplar de una queridísima amiga. Al cabo de más de veinte años de haber transcurrido desde su fiesta de quince años, decidió recuperar todos los temas musicales que habían alegrado aquel festejo; poco a poco, de aquí, allá y acullá, a través de incansable búsqueda -y en tiempos ajenos al internet- logró obtenerlos casi todos en cuidadosas grabaciones, excepto uno.
Sin haber perdido la esperanza de completar este propósito, cierto día después de un viaje de Cochabamba a La Paz, cuyo propósito era una delicada gestión laboral, de pronto en el trayecto con destino a una reunión clave en la radio del taxi irrumpió el faltante, aquel que debía cerrar esa ansiada búsqueda.
De inmediato, pidió al conductor enrumbarse a dependencias de la radio, y llegando pidió que le grabaran ese tema a cualquier precio. Poco importó haber llegado tarde a la reunión cuando en su cartera latían las doradas notas de aquella canción que junto a las otras albergaba, ahora sí, aquella fulgurante noche de sus 15 años.
La travesía que llevamos a cabo con la música nos acompaña en todo momento, al menos para quienes nos resulta imposible la existencia sin ese flujo maravilloso. Esa manida frase de que una imagen vale por mil palabras, podríamos mejorarla proclamando que una melodía vale por mil imágenes. Poco puede la fotografía de alguien, frente a la canción compartida y vivida con ese alguien.
En efecto, una canción nos abre de pronto a una atmosfera acurrucada en la memoria, sentimientos con nombre y apellido, olores, que no podría hacerlo otro medio por más proverbial narrativa que le asista. Pienso en las canciones de amor, en esa música que sigilosamente soporta en el tiempo el candor de un acontecimiento especial, la letra de aquella balada que nos ayudó a reencontranos, el nombre de aquel ser que fue y ya no está, los viejos amigos. Esa convocatoria del espíritu a los trajines del espíritu.
Y no es que sea exclusivamente amiga y confidente de las cosas de la dicha, de los sentimientos felices. ¡Ay!, cuánto dolor nos ayuda a soportar, cuánta canción regada de alcohol y sangre, cuánto bolero, cuánto Ne me quitte pas, cuánta Chavela Vargas, cuánto blues, en fin, cuánta Rosa Carmín.
Música que dice el sentir más allá de las propias palabras. Música que se cuela por las recónditas nervaduras del espíritu y musita a través de compases señeros la melancolía doméstica donde anida la noche, el vidrioso murmullo y el preludio del silencio. Música que habla a esa zona donde la razón queda en suspenso, y un sentimiento violeta se agita bajo la batuta de las horas convexas.
No acompaña simplemente nuestra vida, es nuestra vida. Aunque debido al tiempo haya pasado de moda y esa canción de antaño luzca una letra demasiado elemental o chusca y su arte no cumpla los rigores del arte verdadero, pero aun así, la amamos y escucharla siempre nos mueve algo recóndito, algo imperecedero.   
Mas, esa musiquita además de las evocaciones y ese cuerpo a cuerpo con su afelpada epidermis, también desafía el feeling de la inteligencia, convocándonos a desentrañar su misterio, su incesante capacidad de renovarse.
Nos lleva a un trajín intenso con su copioso lenguaje, nos provoca reinventar las maneras de escucharla, para terminar entendiendo que se trata de un animal fabuloso dueño de transformaciones impredecibles.También haciéndonos partícipes de  renovadas formas de una belleza que no cesan de reinventarse, de una empecinada heterodoxia en tiempos de ejecuciones cifradas, improvisación y volátiles partituras.
Es decir, la intensidad que demanda simplemente escucharla, el premio de la inmersión en sus ondulantes aguas, el compartir la dicha que detrás el saxofón, el chelo, la quena, la voz o la orquesta se halla trabajando un dios secreto y laborioso.

Con frecuencia se dice que la música es el soundtrack de nuestra vida, que en sus canciones y melodías se hallan abrazados nuestros días. Una sigilosa sintonía alimenta este connubio; cada cual con lo suyo, sea en el rincón discreto de una habitación, sea desde el coro que se suma al vocalista del concierto, a la manera de un himno disparado en el tiempo. 

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