Esa musiquita
Este texto no es solo para melómanos no obstante, qué duda cabe, éstos más que nadie podrán cerrar el guiño de complicidad con el autor.
Edwin Guzmán Ortiz
También estamos hechos de música. Al interior de
esta caja de resonancia, cuerpo de insondables pasiones, una melodía se
despereza y abraza el instante. Tatuada al resuello, a ese latido hondo que nos
sostiene, las notas y la voz dibujan la fisonomía de un tiempo intransferible,
donde la memoria habla desde la artesanía entrañable de una canción.
Es la música que forma parte de esta andadura. La
que en medio del ruido rutinario y de palabras que fabrican los avatares y la
costra cotidiana, ilumina con su inveterado ritornello
otra forma de atravesar los días, otra manera de nombras las cosas y a su modo,
otra forma de ritmar el pensamiento.
Desde aquellos antiguos parajes de la infancia, nos
habitan. Canciones que brotaban de los labios familiares, sonsonetes que
segregaba aquella vieja radio, notas que salpicaba el tocadiscos por todos los
rincones de la casa. Era fama cantarlas y tratar de ser ellas desde aquella voz
bisoña, siempre ajena a la original.
En las fiestas, el momento en que irrumpía en escena
el tema preferido era la cúspide de la noche. Bailar la cancioncilla era haber
encontrado el hada perfecta para esas faenas del deseo, era salir del salón
tarareando y dibujando con los ojos los acordes insuperables de aquella forma
sonora, regalona y entrañable, como un gato siamés.
Es pues de tal calibre este regusto que me permito
narrar la saga ejemplar de una queridísima amiga. Al cabo de más de veinte años
de haber transcurrido desde su fiesta de quince años, decidió recuperar todos
los temas musicales que habían alegrado aquel festejo; poco a poco, de aquí,
allá y acullá, a través de incansable búsqueda -y en tiempos ajenos al
internet- logró obtenerlos casi todos en cuidadosas grabaciones, excepto uno.
Sin haber perdido la esperanza de completar este
propósito, cierto día después de un viaje de Cochabamba a La Paz, cuyo
propósito era una delicada gestión laboral, de pronto en el trayecto con
destino a una reunión clave en la radio del taxi irrumpió el faltante, aquel
que debía cerrar esa ansiada búsqueda.
De inmediato, pidió al conductor enrumbarse a
dependencias de la radio, y llegando pidió que le grabaran ese tema a cualquier
precio. Poco importó haber llegado tarde a la reunión cuando en su cartera
latían las doradas notas de aquella canción que junto a las otras albergaba,
ahora sí, aquella fulgurante noche de sus 15 años.
La travesía que llevamos a cabo con la música nos
acompaña en todo momento, al menos para quienes nos resulta imposible la
existencia sin ese flujo maravilloso. Esa manida frase de que una imagen vale
por mil palabras, podríamos mejorarla proclamando que una melodía vale por mil
imágenes. Poco puede la fotografía de alguien, frente a la canción compartida y
vivida con ese alguien.
En efecto, una canción nos abre de pronto a una
atmosfera acurrucada en la memoria, sentimientos con nombre y apellido, olores,
que no podría hacerlo otro medio por más proverbial narrativa que le asista.
Pienso en las canciones de amor, en esa música que sigilosamente soporta en el
tiempo el candor de un acontecimiento especial, la letra de aquella balada que
nos ayudó a reencontranos, el nombre de aquel ser que fue y ya no está, los
viejos amigos. Esa convocatoria del espíritu a los trajines del espíritu.
Y no es que sea exclusivamente amiga y confidente de
las cosas de la dicha, de los sentimientos felices. ¡Ay!, cuánto dolor nos
ayuda a soportar, cuánta canción regada de alcohol y sangre, cuánto bolero,
cuánto Ne me quitte pas, cuánta Chavela Vargas, cuánto
blues, en fin, cuánta Rosa Carmín.
Música que dice el sentir más allá de las propias
palabras. Música que se cuela por las recónditas nervaduras del espíritu y
musita a través de compases señeros la melancolía doméstica donde anida la
noche, el vidrioso murmullo y el preludio del silencio. Música que habla a esa
zona donde la razón queda en suspenso, y un sentimiento violeta se agita bajo
la batuta de las horas convexas.
No acompaña simplemente nuestra vida, es nuestra
vida. Aunque debido al tiempo haya pasado de moda y esa canción de antaño luzca
una letra demasiado elemental o chusca y su arte no cumpla los rigores del arte
verdadero, pero aun así, la amamos y escucharla siempre nos mueve algo
recóndito, algo imperecedero.
Mas, esa musiquita además de las evocaciones y ese
cuerpo a cuerpo con su afelpada epidermis, también desafía el feeling de la inteligencia,
convocándonos a desentrañar su misterio, su incesante capacidad de renovarse.
Nos lleva a un trajín intenso con su copioso
lenguaje, nos provoca reinventar las maneras de escucharla, para terminar
entendiendo que se trata de un animal fabuloso dueño de transformaciones
impredecibles.También haciéndonos partícipes de renovadas formas de una belleza que no cesan
de reinventarse, de una empecinada heterodoxia en tiempos de ejecuciones
cifradas, improvisación y volátiles partituras.
Es decir, la intensidad que demanda simplemente
escucharla, el premio de la inmersión en sus ondulantes aguas, el compartir la
dicha que detrás el saxofón, el chelo, la quena, la voz o la orquesta se halla
trabajando un dios secreto y laborioso.
Con frecuencia se dice que la música es el soundtrack de nuestra vida, que en sus canciones
y melodías se hallan abrazados nuestros días. Una sigilosa sintonía alimenta
este connubio; cada cual con lo suyo, sea en el rincón discreto de una
habitación, sea desde el coro que se suma al vocalista del concierto, a la
manera de un himno disparado en el tiempo.
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