jueves, 27 de febrero de 2014

Patio interior

Henry Michaux o el taller de demolición


Sobre el genial poeta y pintor belga-francés, mucho se puede decir, pero qué mejor que reflexionar, solamente, a partir de lo que dijo-hizo-dejó.





Juan Cristóbal Mac Lean E.

¿Dónde ir a buscar a Henri Michaux? Ese problema, una y mil veces repetido, se lo habrán planteado sobre todo los carteros parisinos, ni bien llegaban a algún hotel llevando algo de correspondencia, y les decían que ese señor acababa de irse, aunque tal vez…
Lo mismo ocurre cuando se lee a Michaux: no hay ningún recado, jamás nada queda claro. No se sabe a dónde ya también se fue. Nunca llega nada a su sitio. Las palabras mismas se tornan sumamente sospechosas.
¿Llegamos algún momento al país Michaux, que ni siquiera existe? Sólo llegamos a una pluralidad de países, aunque lo cierto es que con Michaux nunca vamos ni llegamos a ninguna parte. Quizá sólo al frente y ni siquiera tan lejos.
En este mundo todo está puesto al revés, pero con un gran laconismo, haciendo que parezca extremadamente natural lo más absurdo, lo más inesperado. Los oficios pueden ser de “colocador de antorchas, encantador de escrófulas, borrador de ruidos o pastor de aguas.”
A los personajes pueden sucederles catástrofes apacibles: “Extendiendo las manos fuera del lecho, Pluma se extrañó de no encontrar la pared. “Bueno, pensó, las hormigas se la habrán comido”… y volvió a dormirse”.
Aquí nada está en su sitio y, pensándolo bien, tampoco tendría por qué estarlo, así como tampoco está claro qué sería un sitio. Ni siquiera quién está en él: “Volviéndome por la trigésima segunda vez clorhidrato de amonio, tengo todavía la tendencia de comportarme como un arsénico, y mudado en perro, mis maneras de pájaro nocturno lo desgarran todo”. Inasible Michaux: “Cuando me vean,/ vamos,/ no era yo”…
En todo caso, siempre ocupó un lugar agreste y descentrado en el panorama de las letras francesas, pero también en los bordes de la pintura, en una zona de indecisiones e incisiones, garabatos y grafemas tan particular como la misma escritura.
Dibujos o poemas, escrituras o figuras, todos están pasados por el cuchillo de una lucidez desertada de sí misma y que vuelve a desarmar, desarticular la realidad usando todos los recursos, siempre en contra.
Los diversos ejercicios a los que se libra en el campo de la escritura resultan en que ésta siempre sea inclasificable. Nada está asentado, ningún poema pareciera tener fuentes identificables o siquiera serlo y menos ningún ejercicio plástico. Lo importante, pareciera, estaba sobre todo en la misma práctica: “Pintar, componer, escribir: recorrerme. Es ésa la aventura de estar vivo”.
Llegó a decir de él Deleuze: “No es exactamente un pintor, ni siquiera un escritor, sino una conciencia”, un “médico de sí mismo y el mundo”. Su amigo Emile Cioran, en un bello homenaje, también subraya a su manera la posición extra territorial de Michaux: Es porque no se rebajó a ninguna fórmula de salud, a ningún simulacro de ilusión, que su comercio es tan estimulante”.
Quién así desconoce toda filiación o afiliación, a quien apenas uno se acerca que ya está en otra parte, desde muy temprano se desmarcó radicalmente de todo, o como él mismo podría decirlo, nació desmarcado. No quería ser visto como pintor y detestaba que se lo considere como poeta.
Henri Michaux nació en 1899, al filo entre dos siglos, ni uno ni otro. Y encima nació en Namur, Bélgica, lo que a su vez se constituyó en un problema determinante. La belgidad de Michaux, dice Simón Leys, es como la conciencia difusa de una falta. Si ya el ser belga es pertenecer a una minoría respecto a lo francés o parisino, ser de Namur en Bélgica agrava más las cosas.
En el internado, Michaux aprendió el flamenco, lengua en que algún momento pensó en escribir. El pertenecer al fondo de una provincia, el no sentirse propietario del idioma francés (¿no nos suenan por aquí esas cosas?), crearían una zona de indeterminación radical, tanto existencial como lingüística.
Y, ante la ausencia de identidades u orígenes claros, ante la desposesión de una lengua, surge entonces la proliferación de países imaginarios, de etnias, subidiomas o idiomas internos, viajes, drogas, personajes a-humanos, mundos muy otros.
Nada raro en aquel que de niño no se separa de una lupa y al que se recuerda examinado un coleóptero aplastado. El que aspiró a ser un santo pero sus padres no lo dejaron entrar al convento de los benedictinos. Y que entonces se hizo marinero, a los veinte años.
Grandes, largos viajes que prefigurarían luego otros que quedaron en libros: Ecuador, Un bárbaro en Asia (traducido al castellano por Borges)[1]. Y quizá aún otros, éstos realizados mediante la ingestión de psicotrópicos, y que también dejarían libros, bellamente titulados: El infinito turbulento, Conocimiento por los abismos. “De uno y otro lado, más viajes. ¡Paz sobre sus escombros!”.
Marinero o pasajero, conoció las grandes, y antiguas travesías marítimas, antes de que el viaje en barco (que nada tiene que ver con un crucero) deje de existir. De tales experiencias es que pudo extraer un verso tan extraordinariamente bello como éste: “Lo que sé, lo que es mío, es el mar indefinido”.
Pasada la fiebre marinera, pasados unos pocos años, se hace parisino, o belga parisino, como decía. Durante muchos años vivió en hoteles, apareciendo y desapareciendo, viajando.
Quien llegó a decir de sí mismo “me he construido sobre una columna ausente”, obviamente que se insubordinaría radicalmente contra todo grupo, toda militancia en lo que fuere. Y de un talante semejante proviene esta escalofriante frase que encierra toda una dura y secreta moral política: “El que canta en grupo meterá, cuando se lo pidan, a su hermano en prisión”.
Aquí, no está demás decirlo, no sólo estamos contra todo poder, sino en las antípodas absolutas del poder, cualquier poder. El mismo Pluma, esa suerte de personaje poético, lo retrata bien: “Pluma no puede decir que se tengan demasiados miramientos por él en los viajes. Los unos se lo pasan por encima sin aviso, los otros se limpian tranquilamente las manos en su saco”.
Por tales cosas, sin embargo, el creador de Pluma tiene claro que ya no hay que afligirse demasiado: “Antes era muy nervioso. Pero estoy en un nuevo camino: Pongo una manzana en la mesa. Luego me meto dentro de esa manzana. ¡Qué tranquilidad!”.
El humor es, como se ve, una de las herramientas más letales y efectivas que Michaux usa en su taller de demolición. Un humor que casi pareciera desdecir lo dicho, despinta cualquier cosa, no perdona nada, subvierte todo. Y ya Michaux se va otra parte. Pero, también dice;
“Te vas sin mi, vida mía, /ruedas/ mientras yo espero dar un paso todavía,/ siempre libras la batalla en otra parte/ de ese modo me abandonas, nunca te he seguido”…




[1] Libros empleados en esta nota: Poemas, en excelente traducción de Lysandro Galtier, Ed. Fabril, 1971. Poteaux d’Angle, Gallimard 1981, La vie dans les plies, Gallimard 1980. Henri Michaux Jean-Pierre Martin, MNE 2001, Exercises d’Admiration de E. M. Cioran, Gallimard 1986.

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