Apuntes sobre los cánones literarios
¿Son necesarias y deseables las eternas clasificaciones de autores o libros top? ¿Cuán válido es que alguien nos diga qué leer y por qué?
Sebastián Antezana
En
El canon occidental, su libro más
conocido y también más polémico, el crítico estadounidense Harold Bloom propone
una serie de nombres que conformarían lo que considera el canon literario en
Occidente.
Desde
Dante y Shakespeare, hasta Borges y Pessoa, los 26 nombres que allí consigna no
son novedad para nadie y desde 1994, año de publicación de El canon occidental, se han constituido en una especie de
institución oficial de las letras de esta parte del mundo.
Bastante
antes de la aparición del libro de Bloom, por otra parte, y también
posteriormente, han seguido apareciendo listados de escritores y de obras que
pretenden consagrar, frente al desorden del mundo literario, una opción frente
a las demás, una postura estética y política privilegiada.
Estos,
por supuesto, han venido desde distintas direcciones y han postulado diferentes
órdenes: cánones europeos, norteamericanos, latinoamericanos, españoles,
fronterizos, femeninos, etc.
Necesariamente,
cada versión del canon postula, a la vez que una opción literaria determinada,
otra por una sociedad idealizada, un conglomerado humano capaz de producir
obras que destaquen por su capacidad de representarlo como fue, como es o como
desearía ser.
Esto,
claro, porque la literatura, como una de las formas de la construcción cultural
de un país y una sociedad, es la instancia en la que las personas y las
instituciones encuentran un terreno de discusión y diálogo, un espacio en el
que ponen en juego las visiones disidentes y coincidentes que tienen sobre su
pasado común, su presente compartido y su posible futuro.
En
ese sentido, el canon literario del siglo XX en nuestro continente -entre cuyos
mayores exponentes se encuentran Borges, Cortázar, Rulfo, García Márquez,
Carpentier, Vargas Llosa, Lezama Lima, Onetti, Donoso, Fuentes y otros- ha
marcado profundamente nuestras formas de leer no sólo literatura sino también
de concebir nuestra identidad.
Así,
América Latina permaneció por décadas en nuestra imaginación y la del mundo
como un continente sumido en leyendas de marginalidad, un espacio más bien
rural y atravesado por la violencia social que comenzó a quebrar esa imagen sólo
cuando a mediados de los 90 se levantaron movimientos como McCondo y El Crack.
Tenían
que venir Manuel Puig y Ricardo Piglia, tenían que venir Roberto Bolaño y
Sergio Pitol, Diamela Eltit, Alan Pauls y Alberto Fuguet, Jorge Volpi y Juan
Gabriel Vásquez, tenía que venir una generación postboom para comenzar a
cambiar el panorama.
Desde
los 80 y 90 han surgido, desde la periferia para casi conformarse en el centro,
corrientes como la literatura de no ficción, la crónica, la novela policiaca,
el folletín, la poesía en prosa, el ensayo novelado, el testimonio, la
literatura oral e incluso el comic.
Todos
ellos generaron en América Latina una nueva forma de expresión que, más allá de
la innovadora propuesta estética, se ha configurado como espacio en el que se
construyen proyectos, en el que la historia muestra de forma privilegiada un
lado b pocas veces visto y en el que tanto las dictaduras como la democracia
son problematizadas por voces provenientes de múltiples direcciones.
En
El problema de la formación del canon
literario, el crítico estadounidense John Guillory indica: “El problema de
la conformación del canon debería estar entendido como el problema de la
constitución y distribución del capital cultural”.
O,
en otras palabras, el problema de la conformación del canon es la instancia en
la que se inmiscuyen diferentes actores dedicados al consumo y la práctica
literarios, en busca de imponerse unos sobre otros.
Es
decir que el problema de la constitución del canon, como el de la construcción
de los discursos informativos o los discursos históricos, es una problemática
de poder, es una batalla por ver quién, y con qué armas, se impone sobre otro.
Esta
prerrogativa puede provenir de instituciones oficiales -universidades, centros
de estudio, academias de la lengua- o de individuos con cierto nivel de
autoridad crítica, como es el caso de Harold Bloom.
“Originalmente, el canon significaba la
elección de libros por parte de nuestras instituciones de enseñanza, y a pesar
de las recientes ideas políticas de multiculturalismo, la auténtica cuestión
del canon subsiste todavía: ¿Qué debe leer el individuo que todavía desea leer
en este momento de la historia?”.
La
pregunta con la que Bloom inaugura el segundo capítulo de El canon universal se mantiene vigente y acompaña nuestra idea actual
de la literatura como forma sofisticada de la imaginación y la política.
¿Cómo
saber qué leer, entonces? ¿Cómo elegir un libro sobre otro a la hora de la
lectura solitaria, simple y cotidiana, o al momento de tratar de entender mejor
las narrativas fundacionales o la psicología o la historia traumática de un
grupo humano o un país?
El
escritor argentino Patricio Pron indica al respecto: “A pesar de que
periódicamente se invita a abandonar la noción de canon a raíz de su carácter
excluyente y elitista, parece resultar necesario a una sociedad a cada paso más
urgida de una versión idealizada de sí que omita la existencia de los
conflictos que se dirimen en ella; a pesar de ello, nuestra sociedad no debería
olvidar que la representación de sí misma y la puesta en escena de su futuro no
están en manos de ninguna autoridad y de ningún proyecto colectivo o individual
de acumulación de capital simbólico sino en las suyas propias y que el futuro
aún está por ser escrito y (al menos todavía) no es propiedad de nadie”.
Propuesta
de futuro, lectura del pasado, intento de consenso sobre el presente, el
establecimiento del canon es siempre una acción política con múltiples
consecuencias culturales.
En
este siglo que todavía comienza se verá si se mantiene como una institución
vigente, si los parámetros por los que regimos nuestro gusto lector serán del
todo dictados por fuerzas más siniestras -como el mercado- o si la experiencia
estética individual -la relación excluyente de un lector y su libro- se convierte
en el termómetro definitivo de nuestro gusto y conciencia lectora.
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