Antes de
salir de casa le pedí a la niñera que cuidara mucho a mi hermanito y que no
dejara entrar a ninguna mujer ni aunque le pareciera la madrina de Cenicienta.
Clara Luz no estaba para nadie.
Me hice un
nudo gitano con la mantilla y me monté en la bicicleta con rumbo a la casa del
naranjal. La sensación de que hacía algo prohibido no era tan honda como la
felicidad. Creo que solo cuando vi por primera vez a mi hermanito había sentido
esa falta de aire que no asfixia, sino que pide más, hambre de aire, hambre de
oxígeno para un corazón desaforado.
Pasé por la
canchita en diagonal al boliche del español, donde algunos chicos de la escuela
Don Bosco de Muyurina jugaban fútbol. “¡Morticia!”, me gritaron. Lanzaron la
pelota en mi dirección, pero la esquivé rápido y pasó por sobre mi hombro como
una bala cobarde. Ni siquiera me mosqueé en mostrarles el dedo mayor para que
se lo metieran donde sabemos, toda yo iba muy por delante de la bicicleta. Eran
mis piernas las que pedaleaban con una fuerza que nadie asociaría con mis
canillas huesudas, pero la vista se adelantaba a lo físico, soñaba, proyectaba
alucinaciones con la técnica de las filminas: Luz sobre una pared y luego una
imagen. Así mismo.
Llegué por
fin a la casa y apoyé la bici contra la Ford desvencijada. Toqué tres veces.
Dos segundos y milésimas. Nunca habíamos acordado que yo tocaría tres veces a
modo de un código secreto, pero lo hice. El impulso que tenía de ponerlo todo
dentro de un código secreto era muy grande. En realidad, siempre tuve cosas
privadas a las que ni siquiera Clara Luz tenía acceso, y no me refiero al
diario. Cráteres, ojos de agua, lagos pantanosos en los que hundo mis deseos
más… atroces. Era increíble el modo en
que había podido sobrevivir sin que papá entrara a los espacios escondidos de
mi alma con su tristeza violenta, su voz de Lázaro y sus ronquidos de cloaca.
La puerta
se abrió. Sentí náuseas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario