sábado, 7 de febrero de 2015

Imágenes paganas

Todo himno es político


Sobre la ficción habla esta columna. Sobre su magia y valor tan triste y frecuentemente ignorados, sobre su poder menoscabado, y sobre el peligro de su banalización, entre otras cosas.



Antonio Vera

“¡Ah, descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vives una vida igual a nada!”, entona el fatídico coro mientras el rey Edipo va descubriendo la interminable sarta de desmanes que ha cometido desde que comenzó su recorrido.
Si bien anuncia y confirma la desgracia, el gesto de ese coro corresponde con la solemne pretensión de un himno pues apunta a exacerbar el carácter del suceso, y a mantenerlo vivo en la memoria. Supuestamente, cada vez que las palabras de un himno se repitan, quienes lo entonen y lo escuchen deberían, gracias a su poderoso influjo, volver a instalar la hazaña.
Pero en tiempos de heroísmo devaluado, eso no siempre ocurre. De ahí que sea totalmente diferente entonar un himno en una hora cívica que hacerlo en la tribuna abarrotada de un estadio.
Y es que para que el himno funcione parece indispensable que sus usuarios experimenten aunque sea pálidamente la conexión con lo heroico. En otras palabras, hace falta que su mecanismo ficcional esté lo suficientemente aceitado para que se ponga en movimiento. De lo contrario, un himno, en lugar de sonar, cruje y eso se puede comprobar penosamente en las ceremonias marciales rutinarias de escuelas y desfiles, que pretenden reinstaurar la hazaña pero solo logran instalar el ridículo y el aburrimiento.
Movidos seguramente por el lujurioso apego hacia lo inmediato y lo tangible, quienes ocupan cargos públicos y ejercen algún tipo de poder temporal, por más limitado e interino que éste sea, suelen ningunear el poder de la ficción.
Normalmente lo mantienen a raya, lo alejan de sus bibliotecas y lo encapsulan bajo el ancestral desprecio del filósofo por la palabra desatada. En tiempos de certezas demasiado enfáticas se pueden ver libros ardiendo en hogueras callejeras, cuadros destruidos o simplemente listas de prohibición. La verdad, como decía Robbe Grillet, es un concepto fascista. Pero lo peor ocurre cuando el poder intenta subordinar a la ficción a partir de la puesta en escena del elogio y la consagración.
Es evidente que la pantomima del pseudo alcalde no tiene más relevancia que la anécdota, pero no habría que perder de vista que se trata de una tendencia más o menos frecuente tratar a la ficción como un utensilio al servicio del poder.
Sí, suena ingenuo todo esto, aunque quizás no tanto si por un momento nos imaginamos a Collita perdiendo irremediablemente su magia en tediosas ceremonias oficiales. No es inocente ni aislada esa pretensión.


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