La entrada en literatura
Un nuevo ciclo. A modo de una clase magistral, el autor traza una introducción sobre lo que discurrirá en la serie de artículos que se abre hoy: el romanticismo de pe a pa.
Juan Cristóbal Mac Lean E.
Ahora que por fin vamos a hablar del romanticismo,
sobre todo del llamado primer romanticismo alemán, o romanticismo de Jena, es
necesario que antes nos entendamos, un poco siquiera, sobre las palabras
romanticismo, romántico.
Seamos cuidadosos aquí, pues esos términos o
palabras quedaron con el tiempo tonta y totalmente contaminados, mucho, por
indeseadas adherencias, aunque ciertamente por ellos mismos suscitadas.
Se suele entender hoy, acercándonos al
lenguaje coloquial, que lo romántico es un pegajoso dejo de sentimientos y
sentimentalismo, una melancolía heroica, un fantaseo amoroso y más o menos
trágico, popularmente ferviente, vecino al lagrimón. En el verdaderamente peor
de los casos, así, tuviéramos por ejemplo la “música romántica
latinoamericana”. Y bien, es necesario que nos deshagamos tajantemente de tales
brumas, tales ideas.
El romanticismo, o primer romanticismo que nos
ocupará pertenece a otro reino totalmente distante y distinto, e incluso a
otras brumas -pero brumas e ideas al fin, aunque esta vez deban ir ambas
subrayadas, tanto por las oscuridades o dificultades inherentes a su naturaleza
como al sitio de la Idea en sus escritos.
Y una vez más: ¿por qué es tan necesario que
nos refiramos aquí a ese romanticismo? Si lo que inicialmente anima estas
entregas concierne finalmente a la suerte de la poesía, sobre todo a su suerte
actual ¿por qué es tan imprescindible remontarnos al romanticismo alemán, ya de
más de dos siglos?
A riesgo de adelantarnos, diremos que ese
momento, a un tiempo fugaz y sin embargo nunca del todo cerrado, es el que fundó,
de una vez por todas y tal como lo conocemos ahora, el hecho literario. La
poesía, a su vez, se encontró liberada y en una nueva relación con sus
contenidos, elevada a un rango total, mientras hacía su aparición la crítica en
el sentido que hoy se le puede dar a esa palabra en el campo literario.
El romanticismo, también podríamos decir, fue
fundamentalmente un gran estremecimiento que sacudió de arriba abajo el
pensamiento, el arte, la filosofía y la poesía. Sus palabras fueron el
infinito, lo absoluto y se hizo una exigencia de vida, se estrelló contra todo
orden reinante y quiso llegar hasta el fondo más secreto de la propia
subjetividad.
Y si bien la propia palabra de romanticismo es
problemática, fue apenas usada por los mismo románticos, podemos sin embargo
leer adelantándonos, al principio del famoso Fragmento 116 de la revista Athenaum (fragmento atribuido a
Friederich Schlegel) esta tirada programática, ambiciosa:
“La poesía romántica es una poesía universal y
progresiva. Su determinación no es solo volver a reunir todos los géneros
separados de la poesía y poner en contacto a la poesía con la filosofía y la
retórica. Ella quiere, y además debe, ora mezclar, ora fusionar poesía y prosa,
genialidad y crítica, poesía artificial y poesía natural, hacer a la poesía
viva y social y a la vida y a la sociedad poéticas…”.
En esa cita ya percibimos algo del talante que
rodeó esa empresa. ¿Y quién era ese Schlegel, ¿qué era esa revista Athenaum? Demos, muy de pasada, algunas
informaciones elementales (quien quiera más datos no tiene más que remitirse a
Wikipedia).
Digamos que nos referimos a ese tiempo que va
de 1790 a 1820 y a una constelación extraordinaria, como pocas hubieron en la
historia, de “grandes hombres” y grandes músicos.
Ya viejo y aún en todos sus cabales, está vivo
Kant (que muere en 1804 y no es en absoluto romántico, aunque hasta cierto
punto sea él quien disparó el tiro de partida) y tras suyo están los filósofos,
Fichte y Shelling, muy próximos al romanticismo. Y Hegel no anda lejos aunque
más tarde, en su Estética, está catastróficamente (lo dice Blanchot)
opuesto al romanticismo. Es decir, en cuanto a la filosofía, estamos en el
meollo del gran idealismo alemán.
En la acera del frente, en Weimar, está
Goethe, que oscila entre la simpatía y el escepticismo. Y ahora los propiamente
románticos: primero los hermanos Schlegel (August y Friederich) y a su lado
vemos al tan joven y absolutamente brillante Novalis, y están Ludwig Tieck y
Wackenroder; cerca también está Hölderlin, de quien nadie sabe muy bien hasta
qué punto, siempre indeciso, se lo incluye o no entre los románticos.
Y, quién creyera, contemos esto al margen: en
1796, Hegel le dedicó una oda (¡) a Hölderlin. Pero luego, y más allá aún, no
dejemos de mencionar a los otros románticos alemanes (que, para Cioran, tocan
lo más alto a lo que haya llegado Occidente): los músicos románticos, sobre
todo gran la triada de Brahms, Shubert y Shumannn -de los que posiblemente
hablemos más tarde.
Aunque no entre los románticos, todavía está
Beethoven. No olvidemos, tampoco, que entre los posteriormente llamados como el
círculo romántico de Jena y que se reúnen en casa de August Schlegel, destacan
dos bellas mujeres: Carolina y Dorothea. Son todos extraordinariamente jóvenes,
son todos unos portentos, son todos hermosos. Hacen cenas, ríen y discuten,
escriben, inventan algo que ni ellos mismo saben bien qué es.
Alemania ni siquiera es un país aún, las
ciudades son pequeñas, los bosques son umbríos, altos y cerrados. Aún se siente
por doquier el agitado temblor de la revolución francesa y pronto serán los
cañones de Napoleón los que retumbarán en los paisajes.
Si bien el oleaje que despertó el romanticismo
temprano aún mantiene las aguas agitadas, la verdad es que él mismo, en lo
mejor de su andadura, fue un fenómeno tan deslumbrante como breve.
Sunch’u
luminarias. Jean-Luc Nancy y Philippe Laoue Labarthe resumen muy bien el
“proyecto” romántico, “es decir ese breve, intenso y fulgurante momento de escritura (apenas dos años,
unos centenares de páginas) que inaugura por sí sola toda una época, pero que
se agita al no poder captar su esencia, y que no habrá encontrado finalmente
más definición que un lugar (Jena) y una revista (Athenaum)”.
Eso lo dicen estos dos grandes filósofos
franceses, allegados a Derrida pero con extraordinarias obras propias, en esa
joya de libro que es El absoluto
literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán (Eterna Cadencia
Editora, Buenos Aires 2012).
Lo extraordinario de este libro es que
contiene una valiosísima y seguramente única antología traducida de los grandes
escritos de ese primer romanticismo, de piezas sacadas sobre todo de la revista
Athenaum con lo que, dicen los
autores, se llenó una gran vacío que había en Francia; en todo caso, gracias a
ello y a la excelente traducción al castellano del libro, también nosotros
resultamos beneficiarios de tan importante hecho editorial.
Cada una de las partes traducidas por estos
autores (y luego retraducidas desde el francés), en este libro de 540 páginas,
está precedida de una introducción que analiza los puntos esenciales.
Otros libros que nos acompañarán en este
recorrido son: El concepto de crítica de
arte en el romanticismo alemán, de Walter Benjamin (Península 1984) y finalmente Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, de Rudiger Safransky (Tusquets 2009).
En el orden en que han sido mencionados, esos
libros serán desde ahora AL, CA y R, como los citaremos en las entregas que
vendrán. Aparte, está el deslumbrante capítulo El Athenaum de Maurice Blanchot, en el libro El diálogo inconcluso. Con tal bagaje, pues, a caminar…
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