Rulfo, Bolivia y los militares de los
“cañonazos de millones
de dólares”
Crónica de la poco conocida y cercana relación del autor de Pedro Páramo –de cuya muerte este mes se cumplieron 30 años- y Marcelo Quiroga Santa Cruz.
Juan Carlos Salazar
Juan Rulfo era un hombre tímido, reacio a los homenajes,
propios y ajenos, y a las entrevistas periodísticas, con mayor razón si estas
implicaban el riesgo de emitir una opinión política. En tal caso, además de
tímido, se mostraba timorato.
No era común verlo en actos públicos ni en las páginas de la
prensa. Tal vez por eso concitó tanta atención su presencia como orador en el
homenaje a Marcelo Quiroga Santa Cruz realizado por el Partido Socialista 1
(PS-1) en el auditorio Justo Sierra de la Universidad Nacional Autónoma de
México (UNAM), el 17 de noviembre de 1980, cuatro meses después del asesinato
del político boliviano.
Lo conocí en la casa de Quiroga Santa Cruz, en la Colonia
del Valle de la capital mexicana, a mediados de los 70. Amigo de Marcelo, a
quien había conocido en el Encuentro de Escritores Latinoamericanos realizado
en Chile en agosto de 1969, se
interesaba por Bolivia y se sentía subyugado, según decía, por la porfía
libertaria de su pueblo.
Durante la cena se empeñó en encontrar paralelos entre la
historia y el destino de México y Bolivia, como países de hondas raíces
indígenas, protagonistas de sendas revoluciones armadas en la primera mitad del
siglo XX y de lo que él mismo definía como “frustraciones compartidas” a
propósito de la reforma agraria y la nacionalización del petróleo que habían
llevado adelante ambos países, coincidencia que, a su juicio, ponían a Bolivia
frente a México como en un espejo. ¿Acaso el Movimiento Nacionalista
Revolucionario no era un gemelo del Partido Revolucionario Institucional?, se preguntó.
Rulfo era un hombre que se parecía a sí mismo o -si se
quiere- a la imagen que sus lectores se habían forjado de él. Taciturno, como
algunos de sus personajes, y sinceramente modesto y humilde, como otros,
inspiraba una profunda ternura, sobre todo cuando pedía perdón por opinar sobre
temas de política e historia que, según decía, desconocía por completo, aunque
cuando lo hacía hablaba con la propiedad y la sabiduría del sentido común. En
todo caso, prefería preguntar a opinar. Hombre de pocas palabras, tampoco eran
notorios sus silencios.
Cuando Marcelo se interesó por la segunda novela que se
suponía estaba escribiendo y que jamás vio la luz, se limitó a responder: “Ahí
vamos, Marcelo”. Según la mitología, la escribió y reescribió varias veces y terminó
quemándola porque, a su juicio, no estaba a la altura de Pedro Páramo ni de lo que sus lectores esperaban de él. Rulfo era
un escritor acomplejado y abrumado por la grandeza de su propia obra.
Al despedirse esa noche, le dijo a Marcelo: “Cuídate, los
militares no son de fiar”. Marcelo había anticipado durante la cena su
propósito de retornar a Bolivia clandestinamente para sumarse a la lucha contra
la dictadura del general Hugo Banzer, algo que hizo poco tiempo después.
Años después, Rulfo no dudó en aceptar la invitación que le
formuló la viuda de Marcelo, Cristina, para hablar en el homenaje al líder
socialista asesinado, sin imaginar el problema que le ocasionaría con el
gobierno mexicano. Llegó tarde al acto, nervioso por el atraso y porque no encontraba
sus lentes para leer el breve texto que había escrito para la ocasión.
Finalmente, ante un auditorio repleto y expectante, empezó a leer su discurso
con el mismo tono cansino de sus charlas de café. “Pensé que iba a decir: ‘Vine
a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo’”,
comentó el periodista Humberto Vacaflor, presente en el acto, en alusión a la
célebre frase con que Rulfo inicia su novela.
El autor de El llano
en llamas rememoró sus conversaciones con Marcelo en el Encuentro de
Escritores de Chile, donde el boliviano se había presentado como un “escritor y
parlamentario anónimo, nacido en un país de vida casi confidencial”, en una
cita que congregó a los más reconocidos exponentes de las letras latinoamericanas,
como Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Ernesto Sábato, Pablo Neruda, José
María Arguedas, Jorge Edwards, Heberto Padilla, Carlos Pellicer, Rosario
Castellanos, Augusto Roa Bastos, Mario Monteforte, Fernando Alegría y Leopoldo
Marechal, entre otros.
Tras elogiar la solidez y consistencia de sus intervenciones
en el encuentro, Rulfo concluyó: “Nos hemos quedado sin Quiroga Santa Cruz como
también sin San Martín, sin Sucre y sin tantos otros que murieron
sacrificándose por esta pobre América”.
Pero no fue el homenaje a Marcelo lo que irritó al
presidente mexicano José López Portillo, sino las alusiones al Ejército, cuando
recordó la famosa frase del presidente
Álvaro Obregón (1920-1924): “No hay general que resista un cañonazo de 50 mil
pesos”. Y agregó su propio comentario: “Claro que ahora se los dan por
millones; pero los tienen quietos mediante la corrupción”. Para desagraviar a
los militares, López Portillo tronó “contra quienes calumnian y difaman a las
fuerzas armadas” y afirmó que “ningún soldado es corrupto”.
El discurso ocupó la primera plana de la prensa mexicana. En
Bolivia pasó desapercibido por la censura impuesta por la dictadura.
Atemorizado por la bravata de López Portillo, el escritor, a la sazón
funcionario del estatal Instituto Indigenista, dio marcha atrás y dijo que sus
palabras habían sido “desvirtuadas”. La revista Proceso, el único medio independiente en el México de la “dictadura
perfecta”, como la definió Vargas Llosa, publicó la aclaración de Rulfo junto
al texto íntegro del discurso.
Uno de sus amigos íntimos, el novelista, dramaturgo y
periodista Vicente Leñero, reveló años después que Rulfo estaba aterrado.
“Estoy angustiado, Vicente, angustiadísimo. No puedo dormir. Me están
amenazando”, le había dicho en una llamada telefónica. “Me están amenazando. Tú
no sabes cómo son los militares, capaces de todo. Lo único que quisiera es
borrar lo que dije”, agregó, según el testimonio de su colega.
Días después del acto, en pleno vendaval, Cristina Quiroga
lo llamó para decirle que lamentaba que su participación en el homenaje le
hubiese ocasionado tantos problemas. “Nos han
traicionado”, le replicó el escritor, al quejarse de que el texto del
discurso hubiese sido difundido por los propios organizadores del acto. “Pero,
don Juan -le contestó Cristina-, era un acto público, la prensa estaba presente
y era obvio que el homenaje iba a tener difusión”.
Alentado por sus conversaciones con Quiroga Santa Cruz y el
pintor Enrique Arnal, quien fue su inquilino en la Colonia Guadalupe Inn de la
ciudad de México, Rulfo dijo más de una vez que le gustaría conocer Bolivia. Su
muerte, el 7 de enero de 1986, truncó ese deseo.