viernes, 30 de diciembre de 2016

Artículo

El diario del Tambor Vargas:
la imagen de la muerte y la patria



A propósito de la reciente reedición, por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, de esta obra capital para la literatura y la historiografía nacional, Ricardo Aguilar efectúa una lectura que se enfoca en la violencia y la muerte en la construcción de la patria, aspectos que Vargas expone magistralmente al narrar las luchas independentistas. Publicamos también un brevísimo extracto del estudio introductorio que para esta edición efectuó el historiador Roger Mamani.


Ricardo Aguilar 

El cadáver del sastre don Justo Escobar yace en la estancia Huancaraca en el alto de Pocuso (Sicasica). La mano con la que costuraba ha sido mutilada. Una mano cercenada a otra persona fue cosida en su reemplazo.
Han pasado años desde que comenzó la Guerra de la Independencia, años de conflicto para llegar a ese 4 de noviembre de 1819, día en que los despojos del sastre don Justo Escobar yacen en la estancia Huancaraca…
Es difícil sostener la mirada sobre esta imagen sangrienta de la patria. Es difícil sostener la mirada sobre los juegos de espejo de esa imagen subyugante reflejada en otras imágenes de carnicerías de la historia de la patria.
El 11 de octubre de 1819, fuerzas realistas saqueaban ganado por Pocuso -narra el Tambor Vargas en el Diario de un comandante de la Guerra de la Independencia- cuando seis de ellos dieron con una casa en la que un anciano vivía “más de 60 años trabajándose cosiendo (porque era sastre)”. “Querían quemar los pocos trastes que tenía”, el sastre suplicaba que dejen en paz a un anciano que “ha sido también soldado del monarca español”.
Los atacantes no lo escucharon hasta que en la desesperación Escobar tomó un cuchillo e hirió a uno de los realistas. Los otros lo redujeron y lo asesinaron a bayonetazos. El realista herido, en venganza, le cortó una mano, la cual clavó en la punta de su bayoneta como trofeo de la rapiña.

1 Doble despojo
Diego Yarvipara, un indio amedallado de rey, pensando que podía haber algo que saquear, entró a la casa en donde estaban tendidos los despojos del sastre asesinado: “este debe tener plata”, se lee que dijo mientras entraba.
Un grupo de “algunos indios” miraba lo que pasaba en la estancia Huancaraca: “Se echaron a la carga, lo pescaron al amedallado Diego Yarvipara (…), lo mataron a palos y a pedradas, no quisieron matarlo dando un tiro (…) por no hacer oír el tiro, le cortaron la mano también y lo habían cosido de ambos cutis al cuerpo de Justo Escobar”.
Las sucesivas imágenes de estos hechos son significativas: la mano con que el sastre costuraba es mutilada y luego reemplazada (costurada) con la mano inerte de otro cercenado.
Este episodio (narrado en las páginas 399-400 en la paginación de la reciente edición de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia) relata la muerte de una más de las cientos de víctimas ajenas a la guerra en la región de Ayopaya y Sicasica. Los crímenes de los patriotas y realistas son todos enumerados y detallados por el narrador-personaje José Santos Vargas: linchamientos (“muertes a palos y pedradas”), decapitaciones, el “paseo” de las cabezas-trofeo para ser expuestas en las plazas públicas, embarrancamientos, muertes por bayonetazos, balas, heridas de sable, mutilaciones, violaciones, despeñamientos, robos, saqueos, pillaje, etc.

2 Omisiones
La Guerra de la Independencia duró al menos 16 años (dependiendo desde cuándo se inicie la cuenta). Después de esos más de tres lustros bélicos, los patriotas ganaron y se fundó la República de Bolivia. Cántense himnos, ícese la bandera y que comiencen los desfiles…
Ése es el efecto vertiginoso que ocasionan las narrativas de la historiografía tradicional, las cuales -con una elipsis de voltereta triple- dejan en el silencio el horror y la muerte de una guerra de tanta duración.
Esa omisión resulta conveniente para disimular la impotencia del lenguaje cuando se toca uno de los más grandes temas de la vida, si es que no su tema por excelencia: la muerte. El Diario… del Tambor Vargas justamente habla de lo que lahistoriografía oficial calla (la muerte).
De la figura retórica de la elipsis resulta la narración extendida que sigue: los patriotas americanistas se alzaron, algunos de los que murieron merecieron un nombre en la historia (la mayoría no), si bien los que sobrevivieron siguieron la lucha hasta el triunfo final y la consecuente fundación de Bolivia.
En el vértice opuesto -en la desmesura del detalle, en la enumeración interminable, en el despilfarro de nombres y apodos de personajes de la masa innominada, en la descripción de actos sanguinarios, en la narración de escaramuzas intrascendentes, de conflictos diarios- se encuentra el Diario de un comandante de la Guerra de la Independencia de Vargas.
“(…) yo había abrazado el partido (de la patria) sin saber las ventajas que pudiera producir (el triunfo) exponiendo mi juventud y la mejor edad de mi vida, que todo era andar tras de la muerte” (p. 120), escribe Vargas.
En el Diario…, la narración de la muerte, de los muertos, mencionar sus nombres, sus apodos y detallar la forma en que murieron cumple una vocación pedagógica que el narrador ha emprendido: “(…) es un interés general para que se sepa lo que había costado (…) a la Patria su libertad” (p.151).

3 El fruto de la sangre
Muchas de las muertes relatadas por Vargas son arbitrarias, abusivas, no tienen ningún objetivo militar, ninguna utilidad estratégica. En su mayoría se trata de personas inocentes, en medio de los dos bandos, que son victimadas por los patriotas y realistas. El sastre Escobar es un ejemplo de esas muertes gratuitas que sin embargo, si entendemos el interés del narrador de mostrar el costo de Bolivia, hay que entender que esa violencia inútil (¿existe otra?), la crueldad de soldados y comandantes de los dos bandos, el derramamiento de la sangre de inocentes son parte del costoso fertilizante que fructifica en la patria.
Si el despilfarro, el desperdicio, es la medida de lo inútil, de todo lo que excede a la tediosa necesidad, la enseñanza que literalmente quiere transmitir el narrador-personaje se puede sintetizar en la imagen de la mano ajena costurada al sastre mutilado: la inutilidad de los actos de barbarie en medio de la guerra da el fruto de la patria.
Aún más, la imagen descarnada de los dos cercenamientos; la del cuarto en la estancia Huancaraca, donde se ejecutó la doble carnicería; el soldado clavando la mano en la punta de su bayoneta-mástil a modo de bandera de sangre; los indios patriotas costurando, punto a punto, al cadáver del sastre otra mano inerte; complejizan la relación entre lo inútil y lo necesario, densifican la idea de la patria como fruto de sucesivos actos de crueldad gratuita.
No es poca cosa que una de las manos con la que el sastre confeccionó vestimentas durante sus 60 años de vida sea mutilada. Se mutila aquello que produce algo útil, aquello con lo que se hace algo necesario.
La mano inerte del sastre cambia de función: el soldad la utiliza como un macabro ornamento para su bayoneta y pasa así al campo de lo que excede lo útil. Las sugerencias se multiplican si se resalta que las manos son por excelencia el signo definitivo de lo útil, de aquello con que se hace y se deshace; mientras que lo ornamental es parte de lo opuesto, es decir de lo gratuito.
El miembro mutilado al saqueador, esa mano con que quería despojar las posesiones de Escobar tiene la significación contraria a la anterior, es decir que se relaciona a lo que destruye.
Entonces, cortar la mano con la que se hace para reemplazarla con la que deshace, ¿puede ser quizás la imagen de una visión pesimista de la construcción de la patria que quiere afirmar que solo la brutalidad ha dado resultados de algún tipo para Bolivia? (Si son o fueron resultados buenos o malos no es parte de esta lectura).
La muerte está en todo lugar de nuestra historia en el que se pose la vista. Los desplazamientos de sentido del acto de coser una mano ajena en reemplazo de la mano mutilada con que se manufacturaba algo útil, nos dice que el motor de lo fructífero de la patria es alimentado por la barbarie de lo innecesario e inerte.

4 Espejos
Nuestra historia, llena de sangre, hecha a fuerza de carnicerías, parece repetir una y otra vez la imagen que muestra el narrador del Diario…: juntas tuitivas, linchamiento de Villarroel, masacres de Todos Santos, de Navidad, de San Juan; matanzas de Yáñez, de Ayoroa, Catavi; y más masacres del Valle, Teoponte, Amayapampa, Capacirca; febreros y octubres negros; Calancha, Panduro…, etc. La imagen de la construcción de la patria no puede seguir siendo la mutilación de la mano con la que se hace para sustituirla con la mano que ya no puede hacer.
Como una anunciación de que la figuración sangrienta persistiría en nuestra historia, la mano costurada quedó insepulta:
“(…) el cuerpo de Yarvipara (el saqueador) lo botaron al monte, y no se pudo hallar el cuerpo porque los del rey buscaron dos días, y como viesen con las dos manos al difunto Escobar querían hallarlo ahí cerca pero jamás pudieron encontrar”, concluye la narración de ese episodio el narrador del Diario…
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La letra, la caja y el fusil.


Roger L. Mamani Siñani / historiador

El Diario de guerra de José Santos Vargas es considerado uno de los documentos más fascinantes para la historia de nuestro país. Sus 286 folios relatan las andanzas del grupo de hombres que, en plena Guerra de la Independencia, conformaron la División de los Valles de La Paz y Cochabamba. La historia que registra este manuscrito es tan cautivadora como dramática.
Leer sus páginas es ponerse en contacto con un mundo trastornado por la guerra. El ruido de las armas de fuego, el de los sables y las lanzas chocando unos contra otros, el silbido de las piedras cuando eran arrojadas por las hondas indígenas, el golpeteo de los caballos y los gritos de desesperación llenaron el ambiente de aquellos lugares y sus pobladores se acostumbraron a ellos. El peligro de perder la vida no era ajeno a cada paso.
Vargas se convierte en nuestro cronista, aquel que nos lleva de la mano a conocer a su gran héroe, Eusebio Lira, al popular José Manuel Chinchilla y al detestable José Miguel Lanza, quien le hizo más de un desaire y lo colocó en situaciones de extremo peligro. Pero no solo a ellos: nuestro guía nos presentará al truculento Fermín Mamani, más bandido que guerrillero; al sádico Pascual Cartajena, el sicario personal de Lira; al astuto Miguel Mamani, quien escapaba de sus captores utilizando mil artilugios, y a muchos otros que, de no haber sido registrados por la pluma de Vargas, se habrían perdido, engrosando las filas de aquellos soldados anónimos infaltables en los relatos históricos.
Nuestro guía, al mostrarnos escenas de heroísmo, valentía, compañerismo y lealtad, también nos describirá relatos de crueldad extrema, no solo con hombres y mujeres, también con niños e incluso con animales, protagonizados por representantes de ambos bandos. Vargas, al escribir su Diario, no quiso hacer ver a unos casi perfectos y a otros como la representación de la maldad: intenta ser siempre equilibrado.

Consideramos que para conocer al cronista debemos conocer primero su obra, por lo cual comenzaremos analizando las principales características del Diario de José Santos Vargas. Luego anotaremos los principales rasgos biográficos del autor y haremos un breve repaso a todas aquellas obras que fueron inspiradas por el manuscrito de Vargas. Finalmente, se tratará del personaje transversal en la obra. (…)

Letra sincrónica

Tres estampas cinematográficas:
el hijo, la nana y el viejo

 
Fotografía de Martín Chambi.

Una interesante lectura de tres filmes bolivianos de 2016 en los que el autor halla un hilo común: la exploración de las posibilidades de la imagen.

Alan Castro Riveros 

La inmersión en las imágenes
El cine producido este año ha consolidado una manera de entender la creación cinematográfica en Bolivia. Más cercanos al método de la arqueología y de la etnografía, y tomando distancia de aquellos que entienden la ficción como un fin en sí mismo, los realizadores aceptan que desconocen la verdad sobre las imágenes que les han cautivado y se sumergen en su intimidad.
Las tres películas bolivianas a las que me voy a referir a continuación (todas estrenadas en 2016) no tienen como prioridad contar una historia, sino ensayar los métodos que la propia imagen sugiere para revelar su luz particular. En ese sentido, hacer cine es nuevamente una manera de conocer.

El espejo trizado en Sol piedra agua (Diego Revollo)
El filme Sol piedra agua explora la propia imagen de su director. Se trata de un autorretrato. Esto implica un primer desafío, en cuanto un autorretrato solo puede hacerse a pedazos. El cuerpo que vemos en el espejo ya es un desdoblamiento ficticio. Si me interno en esa imagen, entro en la vasta imaginación del yo. De ahí que Sol piedra agua haya resultado en un torbellino de imágenes.
En una escena de la película, el joven Dante rompe un vidrio en el centro de la ciudad. La imagen del protagonista frente al espejo se hace trizas, y allí se concentra el gesto de este autorretrato fílmico. La fragmentación del espejo parece dar pie a la mecánica configurativa de la película.
Por otro lado, el director compone el filme en tres planos temporales duales donde se revela el conflicto padre/hijo: la primera infancia/el padre amoroso, la adolescencia/el padre borracho y la repentina paternidad/el padre desacralizado. A partir del juego entre estos tres planos temporales en donde tres padres y tres hijos se confunden unos con otros, la imagen que perdura es la del hijo frente al espejo trizado. Esta imagen sugiere que para el director de Sol piedra agua hacer un autorretrato también es sacudirse el hechizo de la ley del padre. Es decir, dejar de serle fiel a la imagen prefabricada de sí mismo.

Dos tensiones en Nana (Luciana Decker)
Mientras en Sol piedra agua, la madre es casi una neblina, en Nana la madre es la imagen concreta que ha cautivado al ojo. Luciana Decker tantea la intimidad de Hilaria Huaycho, su nana, revelando la honda relación entre madre (postiza) e hija (postiza). En principio, la cámara tiene un carácter invasivo que poco a poco va naturalizando su presencia y señala con repentinos destellos el conflicto de la imagen de una madre a la vez real y simbólica -aunque no biológica.
Una de las tensiones que aparecen en Nana es aquella que cuenta Hilaria con respecto a su verdadera hija, quien le reprocha por dar más tiempo y cuidados a su hija postiza. Para la verdadera hija, su madre está ausente; ella exige la presencia de la madre y hace visible su rivalidad con la hija postiza.
Otra tensión inquietante es aquella que refiere la nana cuando cuenta sus visitas al banco. En estas visitas ella ejerce su derecho como persona de la tercera edad para tomar la delantera en la fila. Según cuenta, siempre que va al banco se encuentra con una señora que la mira con desprecio. Hilaria no hace caso a la señora y continúa ejerciendo su derecho a la prioridad de atención. Sin embargo, los recurrentes (aunque azarosos) encuentros con esta señora dejan adivinar otra rivalidad, una que señala una posición ética.
Los desencuentros entre Hilaria y la señora del banco, entre la hija verdadera y la postiza, dejan atisbar el conflicto central de la ineludible imagen materna que ha empezado a explorar Nana.

El silencio en Viejo calavera (Kiro Russo)
El director de Viejo calavera concibió la película a partir de una aproximación sensorial al ámbito de la mina. Es por eso que el cuidado de la fotografía y el sonido son más importantes que la historia o los personajes, en cuanto la imagen que ha cautivado al ojo es un espacio. A pesar de ello, aparece un personaje crucial, cuyas andanzas nos internan en las galerías de la mina: Elder Mamani. En principio, este personaje se revela como el portador del ritmo de la película. La contemplación del ámbito minero se inicia con la inmersión visual en la propia oscuridad de Elder Mamani, por obra de la canción Ikeya Seki de la banda italiana Kano. Se trata tanto de una penetración en lo subterráneo como de una complicidad con la vida del minero marginado y alcohólico.
A medida que avanza la película nos damos cuenta de que hay una tensión entre la mirada del personaje principal y la del director. El espectador trata de acercarse a los ojos de Elder al mismo tiempo que intenta contemplar el mundo minero que explora sensorialmente la cámara. De tal manera, la mirada contemplativa que exige la película se pierde por momentos en la distracción que causa el misterioso comportamiento antisocial de Elder. Tanto Elder como su padrino guardan un silencio que desespera a los otros personajes y también al espectador, y esta inquietud contrasta con la paciencia que exige el tratamiento contemplativo del filme.
Uno de los contrastes más significativos de Viejo calavera está en el viaje vacacional de los mineros al mundo selvático y luminoso de Coroico. Es allí donde se revelará lo que el silencio esconde: una ley profunda de la amistad, que de pronto parece sostener la crudeza de aquel mundo.
Tal silencio es crucial porque en él yace una ley que trasciende el lenguaje. Los mineros reprueban el mal comportamiento de Elder, quieren cambiarlo, incluso redactan un documento oficial comunitario en el que se pide a cierta autoridad la relocalización del viejo calavera. Sin embargo, Elder nunca es despedido ni dejado a su suerte; hay una ley más allá de lo oficial.
Cuando el protagonista sufre un accidente, todos van a salvarlo y hablan de la boya, el golpe de suerte en el mundo minero. Según los trabajadores de lo subterráneo, ayudar a un viejo calavera, a un antisocial marginado, hará posible cierta bondad providencial y feliz en su trabajo (¿la vacación?). Aunque nunca sabemos qué ha sucedido para que Elder Mamani se margine voluntariamente de la comunidad minera, al final la ética de ayudar al padrino lo afilia silenciosamente a toda una genética del pensamiento minero que es más radical (de raíz) que cualquier discurso de lucha social.

La relación silenciosa de Viejo calavera con una tradición que traspasa lo cinematográfico es evidente. Por ejemplo, el sueño de los mineros con el asoleado trópico ya está en una fotografía del peruano Martín Chambi, donde los trabajadores del socavón toman cerveza frente a un mural que insinúa el paraíso.

Arte

Cuando hay que mostrar (y ver) el dolor

Intentamos leer aceptablemente la reciente propuesta de Carla Spinoza (y A ediciones). Sobe el mismo libro-objeto, libro-arte, reproducimos el breve texto de contratapa escrito por Fernando van de Wyngard.


Martín Zelaya Sánchez

Abres el libro Niña Roja y empiezas a revisarlo. Anonimato, desprendimiento, terror. Es la puerta de entrada: fotografía con efectos, fotografía compuesta, complejizada, intervenida. Imagen (temática) mediada por la transparencia que la cubre.
Luego llega el telón rojo: ¿el dolor? Y la sangre no se va más. ¿Desprendimiento, terror? 1.- La silla vacía; oportunidad, derecho perdido. 2.- Desaparecer, se lee en la pizarra que ya no volverá a ver alguna niña. 3.- Víctimas potenciales aún en la normalidad. 4.- Expuestas, desprotegidas. 5.- El ojo se cierra ante una realidad. 6.- Todo es mercantilizable: el horror total. 7.- El día que apagaron la luz. 8.- Cuando la claridad expone y trae más dolor aún. 9.- La sombra se lo come todo. 10.- ¿Dónde están?: ¡protéjannos, hagan algo!

Niña Roja, la reciente propuesta de Carla Spinoza / Universo Ulupika -un proyecto, por cierto, que arrancó tiempo atrás con un par de performances y tiene aún colofón pendiente- se mostró en la reciente Bienal Internacional del Arte, pero trasciende ahora en un libro-objeto propiciado por A ediciones, junto a Kiosco, que además del trabajo conceptual y visual de Spinoza, cuenta con la poesía de Inés púrpura.

Cierras el libro Niña Roja y tratas de asumir el planteamiento. No todo, en el arte contemporáneo, es críptico o ultra-subjetivo. No tiene por qué serlo, más allá de las tendencias. No toda creación artística debería responder solo y exclusivamente a la búsqueda estética que, sin embargo, debería primar y trascender a cualquier otro motivo.
En la narrativa boliviana de los últimos lustros –por poner un ejemplo- se vive un fenómeno contundente: la mayoría y los más aventajados escritores se alejaron definitiva y finalmente del peso de la literatura política-sociológica-antropológica-comprometida, y ahora simplemente se dedican a escribir persiguiendo su inquietud, instinto (búsqueda); a contar historias de la mejor manera posible (estética). Y los lectores lo agradecemos. (Pero, ¿y si la búsqueda estética de alguien se realiza satisfactoriamente con un texto (objeto, pieza) que al contar su historia se comprometa política-sociológica-antropológicamente?).

Si hay un arte que no debería rehuir del todo (aunque generalmente ello es aconsejable) al agobio de la realidad-cotidianidad obvia de la que de por sí no podemos huir, este arte es -creemos- la plástica. Su ductilidad para una abstracción factible a diferentes niveles la mantienen a salvo -creemos y esperamos- de lo eminentemente discursivo (en su acepción menos amable), aunque todo depende mucho del pulso del artista.
Revisas por segunda vez Niña Roja. Este trabajo de Universo Ulupika llega y cumple; más aún, se justifica en su simple momento -menos de 10 minutos de ojeo-, en el que recuerda e interpela una verdad: la indefensión de la mujer, de las niñas, de las adolescentes. Más allá de gustos y posiciones cumple, decíamos, con la que considero debe ser la única y gran razón de los libros-arte, perpetuar (no competir con) la exposición o puesta en escena.
Por lo demás, si despierta -aunque tan arbitrariamente- las ganas de volver a pensar en el dilema de estética y compromiso, se anota un punto más.

“Aquí están la casa / la familia / los amigos / el empleo / las risas / los amores / que nunca habitarás”, dice el poema inicial plasmado en un cuadernillo anexo.
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Carla Spinoza / Universo Ulupika


Fernando van de Wyngard / filósofo

Esta publicación -que, en rigor es un libro obra y no un testimonio o discurso que precisarían de puntos de apoyo extratextuales- ha de entenderse como un momento de condensación (un dispositivo entre otros) dentro de una obra mayor -de carácter exploratorio, procesual y extendido- que involucra también lo relacional y lo performático. Busca hacer de la investigación social un viaje de compromiso artístico con una experiencia cuya elaboración pase por el propio cuerpo, a la vez que, sumergiéndose en lo tremendo que ocultamos, termina desplazándola a ella misma insistente y recurrentemente hacia las marginalidades del campo institucional del arte, aunque resguardándose de renunciar a éste.
Una obra así asumida -que quiere comprenderse como postura política, pero guardando el recato de no volverse una denuncia (cayendo en la documentación y la exhortación manifiesta), ya suficientemente garantizada por el desplazamiento que supone la escritura lírica no propia sino encargada a una tercera persona-, busca mostrar, tras la callada catástrofe que transversaliza a toda la sociedad y, por tanto, a cada uno de sus integrantes, el propio problema de los regímenes que regulan los flujos entre la visibilidad y la invisibilidad. Éstos son regímenes históricos, siempre sujetos a ser dirigidos interesadamente a naturalizar la mirada; en este caso, es el interés por mantener en la sombra la activa desaparición forzada y cotidiana de innumerables mujeres-niñas, realidad a la que convenientemente se le niega su salida a la luz, en sentido literal (como privación de luz física para las víctimas) y metafórico (la no llegada a la luz de la conciencia pública). De allí, la necesidad de exigir la negación perceptiva del espectador en su testificación (en los performances) y de intervenir y hacer divergir lo visual que pudieran revelar las imágenes (en el libro).
Esta edición y los dos performances que la precedieron, se inscriben, además, en el cierre de la Novena Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Bolivia, en La Paz, noviembre de 2016.


Parhelio

[Saenz y los trabajos de la poesía]

Sobre la poesía interior de algunos poetas, y sobre la praxis poética, entre otras cosas; siempre a partir de Jaime Saenz.

 
Imagen de Bruckner publicada en
La Mariposa Mundial 18
Rodolfo Ortiz 

En la “Editorial” de La Mariposa Mundial Nº 18 quise reflejar cierta noción de la dicha de escribir. Ser un poeta, a la manera de nadie, señalará siempre un camino ajeno a la literatura. Cuando Saenz se interrogaba “para qué intentar la obra, para qué la obra, eso es lo que muchas veces me pregunto”, encontramos que en el filo de tal indagación lo central no es el centro, sino más bien la búsqueda de ese centro, “el camino, no la respuesta”, como confirmará él mismo.
Esto puede prefigurar el inicio de su aventura, un grosor de múltiples resonancias donde se cierne la imagen oculta de su hacer, o si se quiere, de “los trabajos de la poesía”, según escribe en una página mecanografiada de La Piedra Imán. ¿Dónde precisar esta experiencia, que como en Benjamin, se orienta menos al resultado que a la aventura? Saenz, asumiendo que para ser poeta “no necesariamente se tiene que escribir poemas”, elige la afirmación de una soledad que se extiende hacia los muertos y donde también amenaza la fascinación de escribir.

*

Pero en el otro lado de la balanza están las lecturas que se hicieron de Saenz. Habrá que notar que su historia es también una historia “ideal” de otros trabajadores esta vez de sus trabajos. Llegamos a momentos luminosos cuando se nos advierte que la indagación de la escritura saenzeana prefigura una “poesía interior que es objetiva” (Antezana dixit), que topológicamente es un internarse en el viaje de una obra que goza de sus excesos en cada uno de sus pasajes, de sus pliegues y de sus instantes verbales, a la manera de los márgenes de un libro total que siempre huye, o donde todo lo que está al alcance escapa, apenas alcanzado. Un accionar la obra para liberarla, al mismo tiempo, “del yugo opresor del sentido, de la tiranía de la Totalidad” (Jabès dixit). La bienvenida a ese “todo” y “no todo” en la obra, asume aquí el carácter de una fuerza íntima, de una necesidad desplegada, que indaga siempre en la imposibilidad de atrapar, también desde la lectura, ese afuera que Saenz supo prefigurar a través de su escritura, claro está, en contra de esa “tiranía de la totalidad”, en la cual muchos lectores selectos de su obra cayeron sin más, alimentando un aparato crítico que adjudica la legitimidad y prestigio de ciertos saberes hallados de primera y segunda mano, y que hábilmente son volcados en una especie de tecnología de la reproducción crítica, donde es fácilmente aceptable la generalización de todo aquello que se toca desde tal aparataje conceptual.
Era muy obvio que a la postre iría a surgir cierto síntoma en el ámbito mismo de esta sociedad de lectores, que de una u otra manera, y a favor de la repetición, comenzaron a ejercer, consciente o inconscientemente, la consigna de “olvidar a Saenz”. Y no es de reprochar, la academia de lectores que le tocó a Saenz fue muy hábil en su capacidad igualadora, pues para estar en ella y con Saenz, todo el espectro lector estaba obligado a hacer lo mismo, “siguiendo las mismas tendencias de un mercado simbólico especializado”, para utilizar las palabras de Sarlo cuando se refiere a un fenómeno similar sufrido por Benjamin.
Por suerte los lectores de nuestros días poseen también hábiles competencias para saber hacer con su síntoma. Los trabajos de lectura registrados sobre la obra de Saenz, en este entendido, ganan por sintomáticos, y en muchos sentidos, pues no olvidemos que un síntoma es una metáfora abierta, donde caben todas las apropiaciones posibles de lo que se llama “otredad”. Sin embargo, es viable, operativo, en este caso, esperar las sorpresas que los archivos de Saenz habrán de provocar algún momento, consolidando un nuevo fenómeno de constelación interior, donde los “trabajos de su poesía” habrán de sintonizar nuevamente con un lector capaz de trascender el “yugo opresor del sentido” y la “red de contradicciones” a la cual fue sometida muchas veces esta obra.

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Como sugería Walter Benjamín en su tesis doctoral de 1918, se trata de establecer una “historia de los problemas”, en tanto éstos, los problemas, conciernen no solamente a la tarea filosófica, sino también a disciplinas y prácticas que se hallan fuera, alrededor, expulsadas de ella. De ahí la mención posterior acerca del “empobrecimiento de la experiencia en el siglo XX” y de su necesaria restitución con el pasado. Así mismo, la escisión del platonismo que se va repensando desde Borda o Churata, nos abre toneladas de cosas para reordenar aquello que de “platónico” se hizo de la obra de Saenz, a propósito de un dualismo metafísico que ahogó una poiesis en torno al entendido de un falso romanticismo que vindica no el poema, o su proceso, sino una noción de poesía altamente contaminada de oscuridad, substancialismo o misticismo trascendentalista.

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En este marco, el Romanticismo –alemán- se propone como la conciencia de una abertura, de un abismo. Pero es también una respuesta a esta desgarradura. Hoy podríamos insistir en que a partir del romanticismo la poesía se transforma en acto, y este cambio de dirección es quizás la primera raíz presente en la poética de Saenz: “…nada podrá hacerse sin antes haber vivido las experiencias que precisamente forman parte de los trabajos de la poesía”, advierte en otra página mecanografiada de La Piedra Imán. Sin embargo, el lector solus, pauper, nudus que nos recuerda Víctor Hugo en su “Prólogo de Cromwell”, sabe que la poesía como acto ha existido desde siempre. Pero el acto de Arquíloco de Paros escanciando vino “hasta el fondo de eses”, no es el de Saenz robando un pie de la Morgue miraflorina en la ciudad de La Paz. Las distancias son insalvables, podríamos imaginarlas, hasta cierto punto, indisolubles una en otra. La historia de los problemas, recuerda Benjamin, también está inmersa en una especie de río conceptual de sus transformaciones.
Cuando Saenz afirma que “para escribir poesía, hay que hacer poesía”, desplegamos el proceso creativo de la dimensión de obra a la dimensión de experiencia. Consagrarse a la creación es antes bien una experiencia, parece sugerir Saenz, pero también un acto que se resiste al espejismo de una comunicabilidad inmediata. La “experiencia” no es algo que se resume en el empirismo del hurto o la ebriedad, es quizás un acto de retirada al horror o al vacío. El gesto romántico, por ejemplo, radicaliza la experiencia asumiéndola como “retirada a lo profundo” (Berlin dixit) y esa es la condición que ha sembrado para todo acto creativo. La creación de una necesidad, una motivación, un impulso, caros a Saenz, pero también la liberación de una búsqueda que se tensa contra la generalidad realista.
La praxis de todo gran escritor es siempre incierta. Parece provenir de un proceso negativo y atroz que establece con las cosas del mundo. Una búsqueda de movilizar la experiencia en la aventura de escribir lo incesante, lo interminable, o en el camino mismo que implica, por ejemplo, escuchar la 9na Sinfonía en Re Menor de Bruckner y escudriñar su carácter de obra interrumpida y compuesta por fragmentos inconexos, que para Saenz, dicho sea, será el aprendizaje de la creación de una obra como principio único e indivisible para conectar cosas inconexas. Una obra como la de Bruckner que pervive en la imagen del artista muriendo en la Abadía de San Florián con un rollo de papeles ilegibles en la mano.


Etc.

El traidor de Praga



Además de reseñar esta novela del cubano-sueco, Humberto López y Guerra, el autor traza una brevísima evocación de su pasión por los libros de espionaje.


Carlos Decker-Molina

El traidor de Praga es una novela de espionaje que comienza con una escena que podría haber sido real: el presidente del Consejo de Estado de la RDA, Erich Honecker, y su ministro de Seguridad de Estado, Erich Mielke, se reúnen con los representantes de los organismos de inteligencia de Rumania, Checoslovaquia, Bulgaria y Cuba; este último país había enviado a Abelardo Colomé Ibarra, jefe de los servicios de contrainteligencia militar.
La reunión se celebra a bordo de un barco que navega por las aguas del mar Báltico. Según Honecker, “Mijail Gorbachov quiere imponernos su pérfida Perestroika para quitarnos el poder en nuestros países”.
Antes de terminar la reunión secreta, el ministro Mielke dice en tono desafiante: “Nuestra respuesta debe ser contundente para seguir garantizando la continuidad del marxismo-leninismo”. A tiempo que los asistentes dejan el barco reciben una carpeta roja con el nombre de los Comandos Internacionales de Solidaridad y “las líneas maestras del plan de acción para contrarrestar la traición y seguir manteniendo la bandera del comunismo en alto”.
Humberto López y Guerra, el autor, nos lleva por muchísimos escenarios casi imposibles de resumir porque, igual que sus personajes, aparecen y desparecen. A Humberto lo conocí en Radio Suecia Internacional; en 1978 ingresé en esa redacción justamente para remplazarlo debido a una licencia que obtuvo para filmar un documental que luego sería un éxito. López y Guerra es cineasta, guionista, periodista y escritor.
En El traidor de Praga hace gala de esa experiencia porque su línea dramática es zigzagueante, en el buen sentido de la palabra, como debe ser un buen thriller de espías. Ya el hecho de que el segundo hombre de la inteligencia cubana en Praga decida pasar información a la CIA, rompe la horizontalidad del inicio y aumenta el dramatismo.   
Humberto nos lleva a Yemen del Sur, Praga, Washington, Panamá, España, Bogotá, La Habana, Alemania y Suiza. Nos presenta a Javier Puig, el cubano agente de la CIA que ayuda al mayor Paredes a desertar; Mike, el oficial de inteligencia cubana que recluta a Liv una joven alemana simpatizante de la revolución; el capitán Fuentes, quien junto a Irina y Tatiana, dos comandos soviéticos, obligan al director del Regions Investment Bank de  Panamá a transferir más de 1.200 millones de dólares  de las cuentas abiertas por Tony de La Guardia hacia otras cuentas bancarias de Hong Kong, Madrid, Bélgica y las Bahamas, que servirían para financiar las actividades de los Comandos Internacionales de Solidaridad.
El traidor de Praga es una novela de espías escrita con minuciosidad, lo que implica un trabajo previo de investigación periodística que Humberto sabe hacer.
La tradición de las novelas de espías es británica, quizá para mí personalmente que leí en mi juventud Pimpinela escarlata de la baronesa Orczy, aventuras de un aristócrata inglés que recataba a sus congéneres franceses de la guillotina revolucionaria. O la variante de izquierda de Eric Ambler en Epitafio de un espía (sustraído, en mi adolescencia, de la biblioteca del tutor que mi padre me puso en Oruro).
Sin duda el florecimiento del género viene a caballo con la Guerra Fría, aunque hay algunos clásicos como El día del chacal de Frederick Forsyth que no tiene nada que ver con la pelea del Este contra el Oeste o viceversa.
Dialogando con Humberto, me confesó que uno de sus estandartes es Forsyth, pero su paradigma principal es John le Carrè del que leía sus memorias cuando almorzamos juntos en Bankomatt, nuestro refugio para dialogar sobre literatura y política.
Allí me dio pautas sobre la trama de su segunda novela que titula El triángulo de espías y que comienza con la muerte de una mujer en Estocolmo. Reaparecen en escena dos de sus personajes de El traidor de Praga, Mario Paredes y Javier Puig, ambos se reencuentran dos décadas después y juntos vuelven a verse envueltos en una peligrosa intriga política. En esta ocasión, todo comienza con el asesinato de la joven.
“No debía tener más de 28 años. Rubia, esbelta, podría haber pasado por la típica sueca de no ser por los pómulos de eslava y sus intranquilos y negros ojos de latina”. Esos dos rasgos físicos conectan Rusia con Cuba. Curioso, le pregunté el resto de la trama. Humberto me miró sin mirarme y dijo que la mujer no era una prostituta muerta por sobredosis, como reportó la prensa sueca, sino Arina Alvarovna, hija de Álvaro Espinoza, un coronel cubano dispuesto a vender información secreta a cambio de asilo político.
No te cuento más –dijo- y volvimos a hablar de su primer éxito, porque El traidor de Praga inaugura de alguna manera las novelas de espionaje con agentes cubanos absolutamente creíbles.
Los espías de la literatura han sido, casi siempre, caballeros ingleses, aventureros estadounidenses, intrépidos franceses, algunos exagentes y otros expertos en espionaje. No podría haber un espía chileno o boliviano o peruano o colombiano creíble en el contexto de una historia espionaje en América Latina.
Si las historias de Humberto son creíbles es por la tempestuosa controversia ideológica entre Cuba y EEUU. El otro ingrediente es la posición crítica del escritor de cara a la revolución y al socialismo. “Después del 20 de agosto de 1968 (invasión a Checoslovaquia) todas mis esperanzas de que pudiera construirse un socialismo con rostro humano chocaron con la terrible realidad”.

El traidor de Praga, aparte de espías, está en la categoría conocida en EEUU como faction, es decir una combinación entre testimonio y ficción. Me atrevo a decir que El traidor de Praga (El triángulo de espías, no leí aún) sería un éxito de librería en América del Sur, por la proximidad política a favor o en contra de la revolución cubana. Está editado por Verbum de Madrid. 

Libros

País de disturbios, país de novela



Texto leído hace algunas semanas durante la presentación en La Paz de la novela El rostro de la furia, de Enrique Rocha Monroy, editada por 3600.


Luis Carlos Sanabria

Queda demostrado, a lo largo de los casi 200 años de existencia independiente de Bolivia, que si hay algo para lo que los bolivianos somos buenos, es para el disturbio. Ya sea en pos de buenas causas, como pretexto para oscuras intenciones, o simple vandalismo, hemos sido testigos -innumerables veces- de cómo turbas mataron, saquearon, incendiaron o destruyeron.
El disturbio ha sido clave para la historia política del país. En 2003, un disturbio a gran escala acabó con el paradigma político y social imperante y abrió la posibilidad a la construcción de un Estado Plurinacional. Aproximadamente 50 años antes, otro disturbio de dimensiones, la Revolución Nacional, cambió el paradigma previo que ignoraba a una gran parte de la nación y procuraba los intereses propios de las clases dominantes. Así también, otro disturbio, particularmente violento, es el que narra El rostro de la furia, novela de Enrique Rocha Monroy, publicada originalmente en 1979, reimpresa en 1987 y que ahora se presenta en su tercera edición a cargo de 3600.
Después de varios años en que fue injustamente olvidada, esta obra vuelve a la circulación para refrescar la memoria de los bolivianos y acercarnos al lado humano de un hecho trascendental en nuestra historia.
Antes que nada, hay que resaltar que los dos aspectos fundamentales de este libro: lo temático y lo estilístico, mantienen plena vigencia y frescura, a pesar del largo tiempo transcurrido desde el hecho histórico que narra (1946) e incluso de su primera edición (37 años).

Conspiración y sacrificio
El primer aspecto importante de esta novela es sin duda el tema, lo histórico. El relato principal refleja los acontecimientos sangrientos del 21 de julio de 1946, cuando una turba enfurecida y guiada por intereses políticos, tras distintos actos violentos en la ciudad, irrumpe en Palacio Quemado y lincha al presidente Gualberto Villarroel.
Aunque se concentra en este hecho particular, El rostro de la furia es un texto de gran significación para comprender el proceso político más importante del siglo XX en Bolivia: la Revolución de 1952, que encuentra en Villarroel a su proto-héroe.
En la novela se retrata cabalmente al presidente, un militar que después de la Guerra del Chaco entiende que el país necesita un cambio urgente, y junto a sus camaradas de armas forma RADEPA, una logia que permitirá el desarrollo de un razonamiento político sobre el estado de las cosas y la necesidad de un cambio.
Sin embargo la logia no opera como partido político, por eso su aliado principal es el MNR que, una vez en el poder, conforma su gabinete con quienes a la postre serían los ideólogos de la Revolución Nacional: Víctor Paz Estenssoro, Germán Monroy Block, Augusto Céspedes, Carlos Montenegro, Hernán Siles Suazo y Julio Suazo Cuenca entre otros.
Los cambios sociales que promueve Villarroel no son del agrado de la élite económica que sale a las calles y manipula políticamente a distintos grupos que protestan por ciertos usos extremos de la fuerza pública desde el gobierno. Los ánimos se caldean y comienza una campaña, narrada por Rocha Monroy con suspenso y pasión, que acabará cuando la turba, impulsada por los piristas, linche al Presidente y lo cuelgue de un farol en la Plaza Murillo.
La narración no se detiene en ese único suceso fundamental, sino que toma un interesante matiz y revisa los antecedentes familiares de Monroy Block, materializados de forma magistral en una máquina de coser Singer que debe ser rescatada, o en la prisión y confinamiento que sufren los miembros del gabinete y la relación que entablan cuando Enrique Rocha Monroy rememora el penal de Coati en que presos comunes conviven con los fundadores del MNR antes del golpe revolucionario del 20 de diciembre de 1943.
La muerte de Villarroel metaforizada como un sacrificio mesiánico, es el primer paso antes de que sus seguidores se encarguen de inmortalizar el legado del mártir en una revolución que cambiará la lógica política del país.

Cuestión de estilo
El otro aspecto relevante del libro es una cuestión de estilo. En su forma y estructura abraza y maneja, con cierta arbitrariedad lúcida, distintos géneros. En las partes que se refieren a  los sucesos inminentemente históricos, la narración adquiere características de la crónica periodística, que no escatima datos verificables a fin de dar toda la veracidad posible al relato; se despoja de cualquier juicio de valor y narra incluso los cantos vituperantes que la turba maneja como consigna. Deja por un momento de ser novela, para convertirse con maestría en historia plena.
Hay otros momentos del libro -polifónico, evidentemente- en que la narración recae en un testigo vivencial, que no es otro que “el autor”, un niño de 14 años que relata el testimonio de cómo los universitarios -parte de los revoltosos- asaltaron su casa, destrozaron sus bienes y peregrina asustado y solo a Plaza Murillo en busca de algún familiar o conocido, con el miedo presente por el rumor que otros niños le hicieron llegar: “han colgado a tu tío en la Plaza Murillo”.
El tercer estilo, el tercer narrador, es enteramente ficcional, el más novelado, que no duda en conducir a través de una duermevela en la que Villarroel reconstruye su vida hasta el momento previo a su linchamiento, y puede ver, cara a cara, el rostro de la furia. Es la misma voz que metaforiza al pirismo como una mamá-rosca, matrona en todo caso, que dirige una orgía voraz y espeluznante.

El rostro de la furia es, sin duda, un libro que merece ser leído por las nuevas generaciones de bolivianos, tanto por su valor histórico como literario.

Cine

Desde las sombras de la cinefilia… Viejo calavera


Una mirada interpretativa a este filme que apenas estrenarse ya se consolida como uno de los más elogiados del cine nacional de los últimos años. De paso, para complementar el panorama, el director Kiro Russo comparte algunas de las clavez para entender suj estética de cine y su leit motiv para esta película.




Sergio Zapata

Ninguna película realizada en Bolivia contiene tal sentimiento de amor y compromiso con el cine como Viejo calavera. En tiempos en los que la rigurosidad fetichista, el maltrato al espectador y la verborrea leguleya son comunes, desde las sombras de la cinefilia Kiro Russo (director) y Gilmar Gonzáles (guionista) pensaron un cuento moral, un proyecto solo posible de guionizar desde y durante el montaje, y para ello la oscuridad del socavón se presta como el germen creativo ideal del desplazamiento.
El inmediato antecedente de Viejo calavera es Juku (Kiro Russo, 2011) que anticipaba ya un cine por venir. Juku es un cortometraje que narra el rescate de un juku al interior mina y que refrescó el panorama fílmico boliviano por introducir la cámara en la mina de manera cinematográfica, es decir con una intención estética clara y concreta: filmar la oscuridad, principio que fue depurado y perfeccionado en Viejo calavera.
Sobre la trama: Huanuni es el espacio que alberga a un grupo tradicional de mineros al que se incorpora Elder Mamani, un joven que odia la vida de la mina, que se llena de rebeldía, y que incluso comete algunos atracos, tras lo cual nos guía a las entrañas de la mina para comprender, junto con él, las posibilidades del perdón.
El ingreso al socavón lo conseguiremos con la venia del Tío de la Mina y la custodia del padrino, tutor del descarriado Elder; entre ambos, Russo despliega una forma original y auténtica de filmar en interior mina, a sus habitantes y por supuesto a su oscuridad y soledad.
Si en Juku la frescura radica en los cuerpos y rostros de los mineros, pues todos ellos se representan a sí mismos, este elemento está ya depurado en Viejo calavera; y es aquí que hay que destacar la libertad que Russo despliega en cada imagen, lo que es posible gracias a la complicidad con Pablo Paniagua, director de fotografía.
En Juku quedaba establecida la curiosidad de los cineastas: filmar la oscuridad; en Viejo  calavera, aunque no hay una ausencia total de luz, la luna permite filmar la noche entre los sollozos de una madre que llora y reclama por su hijo, y en la desesperada búsqueda del muchacho; es precisamente en esa relación: noche, relámpagos y muerte que transitan los 80 minutos del filme.
Y, claro, no está demás decir que también, como en Juku, ingresamos al socavón para consolidar el compromiso de Russo y Paniagua de filmar el interior mina como nunca antes se había hecho. Y es esto lo que se trasunta a toda la producción, pues el conocimiento acumulado por Russo y los chicos de la productora Socavón Cine se evidencia en cada plano, que además de contener una belleza ajena a la retina del cine boliviano común, destila cinefilia en cada encuadre.

Cinefilia
La autenticidad fílmica de Viejo calavera radica en la actualidad de sus imágenes y, a su vez, en la forma de relacionarse con la tradición; en este sentido, es una película concebida desde la cinefilia y por lo tanto, motivo de alborozo no solo por el reconocimiento de la tradición, sino por la puesta en evidencia del dispositivo fílmico en su veta más rica: la recreación de formas de representación, quizás el tesoro más valioso que encontró Russo y que conmueve tanto al gran público como a la crítica.
Hace ya algunos años que Kiro Russo y Gilmar Gonzáles emprendieron una aventura en el rubro de la comercialización de películas. Quizás fue ahí que nació la inquietud de ambos por hacer cine, un cine que ellos quisieran ver y compartir. Es desde ahí, desde la genuina cinefilia, que la opera prima de Russo se expresa en el reconocimiento de la tradición universal y en algún episodio de la tradición del cine nacional. Ahí tenemos el diálogo entre la luz y la sombra que viene de Hou Hsiao-Hsien, Vertov, Renoir, Buñuel, Tarkovsky, Chabrol, Resnais, Costa, Bresson, Chaplin entre otros. Y no es exagerado mencionarlos porque Russo y su equipo evidencian estas fuentes, estos apetitos cinematográficos en cada gesto de la película.
El bagaje cinéfilo de Viejo calavera nos permite asistir a la historia de un viaje entre el altiplano, el socavón y los Yungas -de la oscuridad y constreñimiento telúricos hacia la ligera e iluminado selva- para interrogarnos sobre el perdón y la (posible) redención. De esa manera, desde lo más básico, genuino y entrañable del cine, Viejo calavera no solo ofrece una reconciliación de dos personajes, sino que también la esperada reconciliación del cine boliviano con su público.  

El ser y el parecer
En el cine boliviano por lo regular nos enfrentamos al despliegue de figuras, formas indefinidas y bosquejos de elementos, es decir, a una suerte de apariencias, simples potencialidades que se diluyen en cuentos morales, pretenciosos o aburridos. O, en su defecto, apariencias de formas televisivas que intentan dialogar con formas cinematográficas, resultando en bochornosos casos de teatralidad filmada, en los que se privilegia la puesta en escena, el trabajo actoral por encima de la forma fílmica, es decir el tiempo y el espacio desplegando un contenido en desmedro de la imagen tiempo.
Si bien el cine es el despliegue de apariencias, la dialéctica entre el ser y el parecer como mecanismo de lucubración sobre la forma fílmica permite establecer y diferenciar la intención fílmica asociada con los presupuestos éticos de un filme frente a la propuesta formal del filme, es decir, frente a su resolución estética. En este sentido es que el ser establece una relación dialéctica con el parecer.
Varias de las películas bolivianas del último tiempo solo merodean y divagan en la apariencia, en una estrategia acomodaticia y complaciente respecto de una apariencia reconocible, conocida, además de privilegiar esferas concernientes exclusivamente a la historia, al guión, a los personajes… es decir, a la moralina constreñida en las obras en desmedro de un cine que explora las formas del ser.
Si bien esta es la promesa del cine como objeto filosófico, Viejo calavera se ofrece como una materialidad para pensar y atender la emergencia de conceptos, y por supuesto descender al socavón como forma de redención y celebración de la inevitable emergencia de un cine del presente en Bolivia.  
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Apoyo 1

Kiro Russo y su cine artesanal y de encuentros


El equipo de comunicación y prensa que apoya a Socavón Cine en la promoción y difusión de Viejo calavera, compartió con LetraSiete una extensa entrevista genérica al director Kiro Russo. Creemos que las claves de la charla se resumen en unos pocos textuales que identificamos y copiamos a continuación. La idea es así, junto a la crítica de Sergio Zapata, ofrecer un panorama amplio y variopinto sobre los entretelones, detalles, motivos y claves de este filme que desde el primer día de su proyección, no hace más que cosechar elogios. (N. de E.)

“Desde el primer corto que dirigí me interesó por sobre todo la forma y la experimentación, más que nada porque es a través de estos recursos que se puede realizar un cine ‘sensorial’ en el que lo más relevante es la imagen y el sonido por encima de los actores y la historia. Me interesa mucho más llevar al espectador a un estado de contemplación que de enajenación. Es importante que partiendo de la contemplación podamos evocar y reflexionar...”. 
“En nuestra época todo pretende estar solucionado. En el cine actual las fórmulas, los géneros y los remakes saturan las mentes de todos. Es bueno intentar mostrar las cosas de otra manera, se necesitan respiros. Cosas más misteriosas y rústicas que no estén tan dadas y te inviten a pensar, recordar y evocar. Con nuestro cine queremos interpelar al espectador, invitarlo a reflexionar… Me interesa profundizar y buscar nuevas formas de contar una historia a través del cine, tomar riesgos pero sobre todo trabajar con la gente. Para mí el cine es un viaje de explorador, eso es lo que me importa, ser como los viejos piratas de altamar…”.
“El cine independiente cuesta millones de dólares. Nosotros hacemos un cine artesanal entre amigos donde la prioridad son los encuentros y las exploraciones. El cine es una forma de vida...”.
“Queremos darle la vuelta al estereotipo del minero. La mina es un mundo laboral muy rudo que es el contexto en el que sucede este roman d'apprentissage acerca de un joven que afronta la muerte de su padre tomando su puesto en la mina, confrontando a su padrino y descubriendo a su abuela…”.
“La mayoría de las personas que aparecen en la película son amigos que fui haciendo con los años de viajes a Huanuni, ninguno es actor, pero todos tienen muchísimo talento. Principalmente el ‘Tortus’ (Julio Cesar Ticona), que  es una de las personas que inspiró esta película y siempre pensé que él tenía que ser el actor principal. Lo conocí hace varios años  a través de Israel Hurtado, el ‘Gallo’, que también participa en Viejo calavera. Por otro lado está un gran amigo, Edwin Yucra, él ayudó mucho detrás de cámaras y de hecho es productor asociado de la película...”.
“En Viejo calavera trabajamos con elementos del neorrealismo, los espacios y personajes de la realidad pero jamás me interesó conformar perfiles psicológicos, ni panfletos políticos. Son mucho más importantes los climas, las presencias, los encuadres y el sonido. La cámara acompaña todo el tiempo a los personajes, es testigo de los espacios, muchas veces no sabemos por dónde va la historia, pero estamos al lado de Elder Mamani, sabemos de qué va su momento y compartimos su experiencia”.
 “Nunca hubo la intención de hablar en nombre de ninguna comunidad ni mucho menos en nombre de los mineros. Esta es una película acerca de cosas de la vida, del duelo, la madurez, el trabajo, los amigos, los viajes y el alcohol…”.