jueves, 29 de mayo de 2014

Nota de apertura

Tres libros, tres autores, tres propuestas

La Feria del Libro de Santa Cruz, es un excelente pretexto para provocar a la lectura de lo más reciente de la producción literaria nacional. Va una trica de opciones detalladas y recomendadas por sus propios autores.


Martín Zelaya Sánchez

¿Qué tienen en común un epistolario, una novela y un libro de cuentos? ¿Qué tienen en común Mariano Baptista Gumucio, Wolfango Montes y Magela Baudoin?
En apariencia, nada: ni el género o el estilo de los libros; ni la generación, procedencia o tradición literaria de los autores; ni la casa editorial o el día de lanzamiento…
Valga esta advertencia para que quede claro, de entrada, que esta es simplemente una arbitraria selección de tres prometedoras obras, a modo de sintetizar, a la distancia, algo de los mejor de la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz en actual desarrollo.
Selección arbitraria, quizás, pero no aventurada. Hablamos de Cartas para entender la historia de Bolivia, un magnífico epistolario –que va en su segunda edición a tres meses de salir la primera- compilado y trabajado por Baptista Gumucio, uno de los más prolíficos e incansables investigadores bolivianos; Los faroleros, nueva novela de Montes, uno de los autores más leídos del país, cuya principal carta de presentación es su obra maestra Jonás y la ballena rosada, parte de las 15 novelas fundamentales de Bolivia; y La composición de la sal, colección de cuentos de Baudoin, precedida de elogiosos comentarios nada menos que de Giovanna Rivero, una de las cumbres de la literatura boliviana actual.
De eso trata esta nota: de tres libros, tres autores, tres propuestas… tres sugerencias, en fin, de lectura; tres apuestas seguras.

Pensando en brasileño

Apenas llegó de Brasil, donde reside hace ya más de dos décadas, Wolfango Montes se dio una vuelta el pasado domingo por el campo ferial cruceño y fue ahí donde le sorprendió la llamada telefónica de LetraSiete desde La Paz. Cuenta entonces -mientras camina entre pasillos y stands,  de pronto hojeando algún libro- los detalles de su nueva novela.

- ¿Es Los faroleros un thriller, un policial… cómo describiría y resumiría su nueva novela?
- Es una novela de suspenso que linda con el terror.  Un grupo de señores maduros que pertenecen a una “fraternidad” son víctimas de diferentes escándalos y hasta de asesinato. Existe algo o alguien que quiere el mal de esos señores.
La investigación construye esta novela, donde un personaje importante es un brujo moderno… un boliviano, misterioso, con poderes extraños.  La principal sospechosa es una joven fascinante, maligna, seductora y peligrosa.

- Entiendo que la trama se mueve entre Bolivia y Brasil. Tantos años viviendo en el vecino país, ¿siente que ya parte de su idiosincrasia es “brasileña”… se refleja eso en sus escritos?
- No puedo librarme de la influencia de Brasil.  Me esfuerzo en hablar castellano, en pensar en castellano, pero el ambiente se manifiesta de una u otra forma, desde la aparición de lusitanismos en mi escritura, hasta una sutil forma más brasileña de ver la realidad.
Creo que vivir en un país que no es el tuyo puede enriquecerte, si incorporas la visión propia del lugar con la tuya; tienes más de un lente para ver la realidad.

- Me animo a decir que, por su profesión, gran parte de su narrativa enfatiza en la exploración del interior, la mente, el espíritu de los personajes. ¿Qué reflexiona al respecto?
- El psiquiatra y el novelista viven en comportamientos estanques, pero uno influye en el otro. El novelista tiene acceso a centenares de vidas que lo ayudan a construir personajes, el psiquiatra puede volverse menos formal, depender menos de teorías y encarar la vida con una óptica más natural, dejar los filtros del psicoanálisis, de la Gestalt, etc.

El arte de la intriga

Experimentada comunicadora, empedernida lectora y puntillosa escritora, Magela Baudoin lanza una propuesta que gira en torno a un elemento esencial para la Tierra, para la vida, para la humanidad, y por lo tanto de inmejorables facultades metafóricas: la sal.

- Qué común denominador, en lo temático o estilístico tienen los 14 relatos de La composición de la sal.
- Este libro es una metáfora de la sal como elemento vital que aviva los sabores y las heridas. En él, la sal se cuela en los intersticios de la memoria, unas veces con ternura y otras con crueldad, a manera de amor, de desilusión o de nostalgia.
Esto es quizás lo que más me interesa del cuento como aparato literario y lo que he tratado de transmitir: su capacidad de síntesis de las emociones más complejas. El arte de la brevedad y la condensación, que termina siendo como la punta de una saeta envenenada de humanidad.

- Por los comentarios de los lectores iniciales, intuyo que, sin que ello signifique descuidar el fondo, pone mucho énfasis en el estilo, en la técnica a la hora de construir sus cuentos…
- Creo firmemente que la literatura es el arte de tramar, de urdir, de intrigar, como dice el dicho: con premeditación y alevosía. De manera que sí, le concedo gran importancia al cómo, no solo al qué. ¿O no contamos mil veces la misma historia los escritores?
El viaje de Ulises, el amor imposible de Romeo y Julieta, la búsqueda de Orfeo, la creación de la vida artificial del Dr. Frankenstein, el desdoblamiento del alma de Jekyll y Hyde, el ansia de poder de Macbeth, el pacto con el demonio de Fausto... ¿Dónde está, entonces, el arte? Para mí, en el cómo.

- ¿Lee más cuento que otros géneros? ¿Cuánto influyen sus lecturas a la hora de escribir?
- Leo muchísimo cuento, pero también novela. Ahora mismo tengo en la mesa de trabajo, que no es la misma que la mesa de luz, a Onetti, Fonseca, MacGahern, Dinesen y unos cuentos inéditos de Giovanna Rivero que estoy disfrutando mucho.
Pero también a varios novelistas como Burguess (que tengo meses leyendo porque es fenomenal)  Fresán, Aníbal Jarkowski, Rodrigo Hasbún  o Edmundo Paz Soldán. Soy terriblemente desordenada, leo uno en medio del otro. Un cuento, el capítulo de una novela y el de otra. Pero leo con papel y lápiz, anotando. Si me preguntas, más que escribir, el verdadero oficio está en leer. Entonces, de alguna manera, uno se convierte en lo que lee y allí va incubando su voz propia.

A vuelta de correo

Más de medio siglo de prolífica trayectoria en la investigación histórica y cultural, permitieron a Mariano Baptista colectar una abundante y valioso material epistolar, fundamental para entender mejor, y desde perspectivas inéditas, la historia de Bolivia y los bolivianos.

- ¿Qué tipo de cartas componen el libro? ¿Son escritas por y/o dirigidas a puro personajes conocidos, históricos, o también gente anónima?
- Hay de todo, desde Bolívar, y Sucre, hasta amas de casa y ciudadanos comunes, pasando por presidentes de la república, intelectuales o figuras públicas. El material es muy amplio y heterogéneo y está ordenado cronológicamente, pues no hay otra manera de sistematizar tan diversos textos.

- Para que el futuro lector se antoje, ¿qué piezas recomienda?
- La primera misiva es una en la que Cristóbal Colón cuenta a los reyes de España cómo es el Nuevo Mundo. Luego hay correspondencia entre Bolívar y Sucre, una emotiva súplica de una monja a Sucre en la que le pide que la libere porque está encerrada en un claustro a la fuerza, una carta que en los años 70 me envió René Zavaleta Mercado y en la que reflexiona sobre el futuro del MNR.
Después, puedo mencionar también la carta en la que Melgarejo le pide dinero a un empresario chileno por las concesiones con las que lo favoreció y otra en la que Alcides Arguedas le cuenta a la mujer de José Ballivián las circunstancias de la muerte de éste.

- Los epistolarios, como pocos otros géneros, pueden brindar un retrato cabal de las sociedades, en sus espacios geográficos y ciclos temporales. ¿Será que esta riqueza se pierde en tiempos de internet?
- Precisamente, hice este libro como un tributo a este género que ya se acabó, que no tiene esperanzas, pero que fue crucial para el conocimiento y transmisión de la historia de la humanidad en los últimos 6.000 años.
Hoy en día, en tiempos del teléfono celular, la gente perdió no sólo el hábito de escribir, sino hasta la sensibilidad para contar algo y hacerlo bien, en estilo, gramática y ortografía.
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 Amor a primera vista
(Fragmento de un cuento de La composición de la sal)

Magela Baudoin

Llegaron al edificio, estropeado pero aún elegante y, comiéndose el ascensor de largo, subieron tomados de la mano por unas gradas oscuras, en las que el sol no daba y donde se había acumulado un aire a humedad tan rancio que Celia comenzó a estornudar. Atracaron agitados en el sexto piso, determinados casi a dar media vuelta, cuando la refulgente luz de una habitación inundó el pasillo, dejando a la vista el contorno de una anciana encorvada, con un matojo ceniciento en la cabeza. La mujer llevaba unos anteojos grandes y la envolvía un perfume a marihuana muy perceptible. Entraron, movidos más por curiosidad que por interés, a un claro sitio de paredes amarillas, cuyos muebles Art Decó de los años veinte parecían puestos allí para una fotografía. Sillas sinuosas, de líneas retorcidas; mesas con patas de aluminio y sofás de cuero con almohadones de piel de cebra, componían el aura de un museo moderno, demasiado posado, pensaste, para ser un lugar habitable. La mujer, que ya vista en la luz portaba una inmensa peluca floja, tenía entre los dedos un porro que iba aspirando, mientras anunciaba el precio.

Los faroleros
(Fragmento)

Wolfango Montes

La abrazó y su cabeza le pareció muy pequeña. Había perdido todo el cabello, se lo había cortado al rape. Era como si le hubieran robado el alma, la habían transformado en otra persona, o mejor, en una subpersona, en una pajarraca desplumada. Donatien no entendía qué había pasado, hasta que Yenka, entre sollozos, se lo fue explicando. Claro que demoró mucho. Hablar mientras se solloza es como intentar andar con los pies amarrados o dentro de una bolsa como en esos juegos infantiles. Así, de salto en salto verbal, se enteró que su primo, después de que ella se durmió, agarró una tijera y como un apache cayó sobre el enemigo y le robó el scalp. En realidad no había sido tan cruel como un apache, no le había cortado el cuero cabelludo, había sido clemente. La calmó, sabía cómo calmar a una mujer, la serenó sin hacer uso de técnicas eróticas, sino con técnicas humanas.


Cartas para entender la historia de Bolivia
La quema del Palacio de Gobierno (1875)
(Fragmento de una carta de Daniel Calvo a su esposa)

“Estoy bueno y sano pero es porque Dios ha querido hacerme renacer diez veces hoy día. Hemos triunfado sobre los bandidos después de un combate espléndido de ocho horas. Eduardo está tan bueno como yo. A las 11.15 comenzó un ataque furioso al Palacio donde vivíamos. Se organizó trabajosamente la resistencia, pero en fin, los valerosos jóvenes ocuparon sus puestos y muchos los sostuvieron con heroísmo.
A las dos de la tarde nos tomaron la casa del Policía frente al Palacio; el combate desde entonces fue de una vereda a otra, entretanto que por la catedral nos arrojaban sábanas incendiarias a los techos…


Valoraciones

- Giovanna Rivero sobre La composición de la sal
 “Me gusta el cuento invisible que levita sobre cada cuento ‘fáctico’ de este libro de Magela Baudoin. Bebiendo de las tradiciones anglosajona y rusa de cuento, Baudoin sabe cómo desarrollar un relato doble, e incluso triple, que bebe, al mismo tiempo, de la vida -casi en el modus narrandi de Alice Munro (narradora canadiense premio Nobel de Literatura 2013)”.

- Roger Otero sobre Los faroleros
“Esta fascinante novela de suspenso, cuyas tramas se desarrollan en Bolivia y Brasil, captura el  interés en la lectura con la misma adrenalina de un especialista al desactivar  una bomba de tiempo. Wolfango Montes, uno de los escritores bolivianos más connotados de nuestra época, publica una deslumbrante novela que narra cómo, a fin de no quedarse sin la herencia de su tía, un joven hedonista de nuestro siglo se adentra en un mundo oscuro de perversión, sadomasoquismo, venganza y hechizos”.


Letra sincrónica

La opacidad de lo extraordinario

 Una revisión del universo del italiano Roberto Calasso, a partir de su libro El rosa Tiepolo.



Alan Castro Riveros

La mitografía de Calasso
Roberto Calasso (Florencia, 1941) está convencido de que la mitología es una forma de conocimiento irremplazable. La información cifrada en la trama mitológica alumbra lagunas de la memoria que se han mantenido inexploradas por lamentables malentendidos. La literatura es mitografía, dice Calasso. Y el objetivo de la literatura es la reconstrucción de una memoria hecha pedazos por un antiguo desastre, insinúa.
Por ejemplo, en La ruina de Kasch (1983) Calasso parte de la leyenda de un reino africano (que se extinguió tratando de trascender un orden sacrificial) para explicar la política que emerge en el mundo de Napoleón y Talleyrand. Por otro lado, en Las bodas de Cadmo y Harmonia (1988), se enlazan gran parte de los mitos griegos a partir de una sola escena: la última vez en que dioses del Olimpo y hombres se sentaron a la mesa.
En el primer libro vemos cómo una sociedad sacrificial precisa un pensamiento épico para sobrevivir. En el segundo nos despedimos de la epopeya. Basten estos dos ejemplos para sugerir los enlaces mitográficos que obran en la escritura de Calasso.

La superficie
¿Por qué es asombroso ver por primera vez algo que siempre ha estado ahí? En ese asombro podrían resumirse conceptos como epifanía, aura o acontecimiento. La repentina revelación de la superficie es sobrecogedora belleza: lo ordinario haciéndose extraordinario.
En La carta robada de Poe, lo extraordinario se oculta en lo ordinario. En La puerta y el pino de Stevenson, lo extraordinario se hace horrorosamente real. En El rosa Tiepolo (2006) de Roberto Calasso, lo extraordinario es tan enigmático como burdo; en su trama ambos enfoques se confunden hasta la inquietud.

El rosa Tiepolo
Giambattista Tiepolo (Venecia 1696-1770), a pesar de su fortuna en los palacios de la época, no fue bien visto por la historia del arte. Los críticos veían en él a un arribista dedicado exclusivamente a pintar frescos y lienzos para ganarse el favor de los poderosos.
Tan desaparecido andaba Tiepolo, que Calasso no pudo deslumbrarse sino hasta que se topó con su nombre en el forro de la bata de Albertine, mientras leía la colosal novela de Proust. “En toda la Recherche, tan colmada de referencias a la pintura, no se habla nunca de una obra de Tiepolo. Pero su nombre aparece en tres ocasiones, y cada vez con referencia a una mujer distinta”, nos cuenta Calasso.
El nombre de Tiepolo aparece en En busca del tiempo perdido para describir el color de las batas de Odette y Albertine (de un rosa Tiepolo) y la capa de la duquesa de Guermantes. Este dato minucioso -el de un pintor convertido en un color- incita a releer su postergada obra.
Un detalle inquietante en la obra de Tiepolo es su limitada selección de tipos humanos. En los cuadros del veneciano se repiten los mismos personajes. El pintor actúa como el dueño de un circo que siempre lleva consigo el mismo elenco. Para renovar su espectáculo le basta cambiar la posición del equilibrista, dar otro gesto al mago o conceder protagonismo a la hipnotizadora -según el pedido.
Es así que la precavida y joven hija del faraón que encuentra un niño a orillas del Nilo en El hallazgo de Moisés también es la altanera Cleopatra, reina de Egipto, sosteniendo una perla sobre su copa en el Banquete de Antonio y Cleopatra. De princesa a reina de Egipto hay un solo paso, habrá dicho Tiepolo. No importa si hay más de mil años entre una y otra escena. Tampoco interesa si la Historia concede la existencia a Cleopatra y no a Moisés.
La obra de Tiepolo está poblada de alusiones a una historia más vasta. Por eso no sorprende que en otro cuadro, Sara (la esposa estéril de Abraham) sea la aterradora nodriza de Dánae y, en El hallazgo de Moisés, sea la elegante consejera de la princesa egipcia. Para Tiepolo, la memoria humana es sincrónica y atemporal.
“Tiepolo recompuso el mundo en una secuencia de figuras, gestos y puntos de vista... Combinando esas figuras, esos gestos, esos puntos de vista, sabía que podía satisfacer cualquier nuevo encargo, sagrado o profano”, dice Calasso.

Orientales y serpientes
Si bien Calasso se detiene un poco en el genial modo de operar de Tiepolo para satisfacer sus pedidos a tiempo de componer un sistema narrativo e iconográfico sin precedentes, el corazón del libro está en la lectura de los Caprichos y los Scherzi del pintor veneciano. Estos últimos son dos series de grabados que Tiepolo hizo sin que nadie se los pidiera.
Los grabados están protagonizados por efebos, búhos, magos orientales y serpientes. Todos estos personajes aparecen también en su obra palaciega, pero siempre al margen de la escena central; ya sea confundidos en abigarradas multitudes u ocultos en un rincón. A pesar de ello, tales personajes siempre están presentes en acontecimientos clave: el romance de Venus y Tiempo, el Encuentro de Antonio y Cleopatra, La fuga de Egipto o la coronación de El príncipe-obispo Von Greiffenklau.
“Se puede recorrer el siglo XVIII en todas direcciones sin encontrar nada que se parezca a los Caprichos ni a los Scherzi. Esta historia epifánica en 33 episodios es lo más esotérico que se conoce en la época que fue, como ninguna otra, enemiga del secreto. Usando de modo confidencial el medio que entonces servía ante todo para divulgar las imágenes, Tiepolo dio densidad a todo lo que en su pintura está presente pero sólo como alusión y variación marginal. En este caso, en cambio, (lo marginal) ocupaba el centro irradiante. Eran los orientales, las serpientes, los efebos, las sátiras, los búhos”, explica Calasso.
De este nuevo elenco sobresalen los orientales y las serpientes, porque en ellos se cifra una imagen y un gesto que remontan la memoria al origen de la civilización. Para confirmar la antigua resonancia de este dúo baste decir que las palabras “mago” y “paraíso” pasaron del  Irán de Zoroastro a Grecia, y de Grecia a la cultura occidental.

Los orientales y las serpientes están en la mayor parte de las pinturas de Tiepolo, sin parecer anacrónicos. Hay un oriental al lado del Cristo crucificado, otro mediando la conversación entre Antonio y Cleopatra. Sin embargo sólo en los Scherzi y los Caprichos los orientales están en su mundo, apartados de la polis, haciendo que una serpiente se enlace en un basto ­-como en el caduceo hermético. De tal manera, en los grabados asistimos a esa región de orientales y serpientes que, pasando por meros ornamentos en los cuadros palaciegos, se revelan aquí como extraordinarios fulgores de la memoria humana.  

Patio interior

Escindida palabra

 El autor continúa reflexionando sobre la conflictuada relación entre poesía y filosofía, esta vez acudiendo a María Zambrano.


 Juan Cristóbal Mac Lean E.

En la anterior entrega en este suplemento, se trató de la relación entre pensamiento, filosofía y poesía, de sus ajustes y desajustes, riñas o (des)armonías. Nos habíamos referido al memorable encuentro que se dio entre el gran poeta francés René Char y el filósofo Martín Heidegger. De ese encuentro escribió su auspiciador, Jean Beauffret, el texto “Conversación bajo el castaño” -que fue justamente bajo el árbol que crecía en el patio interior de su casa, en Menilmontant, que se dio esa conversación.
En su escrito, Beauffret vuelve a preguntarse sobre lo que separa o une la palabra poética de la palabra filosófica, y algún momento dice: “Cuando la palabra (parole) es aún palabra, es decir llamado, el poema no es el enemigo del noema, sino su familiar y su vecino, incluso si las relaciones de vecindad no sean siempre las mejores. Cuando al contrario, la palabra se convierte en expresión y significación, se formula canónicamente como proposición, el poeta ya no es, a los ojos del filósofo, más que un parásito del lenguaje”.
Ese parásito, por supuesto, estaría lejos de entender las cosas, de comprenderlas “verdaderamente”. Tal acusación, quizá nunca muy explícita ni tomada demasiado en serio, vuelve a hacernos preguntar sobre la forma de comprensión de la poesía -si la hubiera.
Hasta ahora hemos vislumbrado, apenas, un posible origen común de pensamiento y poesía, mientras hemos visto cómo, y con qué seguridad, algunos se decantan por la palabra poética, en desmedro de la filosófica y sus proposiciones, sus enunciados capaces de verdad.
Ello, sin embargo, no acaba de aclararnos del todo sobre las conflictivas relaciones entre filosofía y poesía. Y no podemos dejar de recordar que, pese a las duras palabras de un Heidegger contra ella, lo cierto es que de hace mucho que se considera a la filosofía como más seria, más responsable y de grandes alcances, mientras la poesía y sus devaneos, sus frivolidades y juegos florales, serían de menor nivel.
Desde que Platón expulsara a la poesía de su República (volveremos a ello), la destinó, en palabras de María Zambrano, a una “vida azarosa, como al margen de la ley, con su caminar por estrechos senderos, su andar errabundo y a ratos extraviado, su delirio creciente hasta apurar su inicial maldición”. Y sigue diciendo Zambrano, que ahora irrumpe con fuerza en estas páginas: “Desde que el pensamiento filosófico consumó su toma del poder, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada…”.
No es de extrañar que sea María Zambrano quien tenga las palabras más lúcidas y certeras, más comprensivas, sobre esa desgarradura que hay entre Filosofía y poesía, que se llama el hermoso libro, como de cien páginas, que publicó en México en 1939 (y que aquí usamos en la edición de Obras reunidas, Aguilar 1971). Es que el particular caso de Zambrano la hace especialmente proclive a meditar sobre estos temas, pues ¿no bebe acaso su prosa casi de ambas fuentes?
Cuántas veces, su lector se encuentra cruzando territorios altamente poéticos, cuando al mismo tiempo no disminuye, es más, se enciende, el rigor filosófico de un pensamiento que se pronuncia desde la entraña y lleva al idioma castellano a una tensión nueva, en la que pensar y poetizar se dan la mano.
Y, cuando dirige su mirada a la contienda entre filosofía y poesía, Zambrano se remonta a un momento primordial, anterior aún al divorcio formal que se produciría, a partir de Platón, entre esos dos impulsos, o pulsiones, y que darían lugar a una escindida palabra humana que ella, también, sueña en esas páginas con volver a reunir.
¿Y cómo se dio (o se sigue dando) esa escisión? Al asombro del que según Aristóteles nace la filosofía, le suceden dos movimientos contrarios. El primero, ni siquiera se detiene mucho en el mismo asombro “que nos despierta la generosa vida en torno”, multiplicada en sus fugacidades y en sus apariencias; pronto quiere, más bien, entenderlo, comprenderlo todo, fijarlo, unificarlo, salvarlo de los torbellinos y, en un acto de violencia, se entrega a la abstracción, a la idea, con “un género de mirada que ha dejado de atender a las cosas”. Pero con ello se ha roto el “naciente éxtasis” y el camino del método hará de la filosofía, más bien, ese “éxtasis fracasado”, envuelto en la “captura de algo que no tenemos y necesitamos y (…) que nos hace desprender de algo que ya tenemos sin haberlo perseguido”.
Otros, en cambio, se quedaron, sin haberla perseguido, con la presencia donada ya impresa en su interior, entregados a otra manera de asistir a la apariencia y lo fugaz, y con la “vista enredada en el agua o en la hoja, no pudieron abandonar lo que esta visión les daba y prometía”.
El poeta del que ya se trata aquí, entonces no abandona las cosas, sino que las tiene consigo. ¿Y cómo es que las tiene? Es justamente lo que se pregunta María Zambrano al ir desbrozando esos momentos originarios, y lo hace en estos términos: “¿Cuál era este poseer que colma y no basta, pero que envuelve y ata?”
Y es de tal naturaleza, este poseer, que “el poeta quiere cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción, sin renuncia alguna”, mientras la filosofía muy bien puede renunciar a todas por el Ser, por la Idea, por Dios… (pero de ahí también, como una llamada al  orden, el “volver a las cosas” fenomenológico).
El poeta, pues, sabrá embarrarse en este mundo y a veces embarrarse también hasta lo trivial o lo trágico, quizá sin que le importe la identidad final, la esencia del todo. Zambrano hace esta hermosa cita de Antonio Machado: “Mi corazón latía, atónito y disperso”.
Aquí el “logos poético” puede ser de consumo cotidiano, general, y “es un logos disperso de la misericordia, que va a quien lo necesita, a todos los que lo necesitan”. Así es, podemos decir, pero también que así fue, pues también llegarían luego, digamos que desde Mallarmé para ponerlo fácil, poesías y poéticas bordando la inaccesibilidad: difíciles de comprender y difícil saber qué comprenden.
¿Saben lo que dicen? ¿Sabe el poeta lo que dice? Más allá, y volviendo al tener-las-cosas consigo del poeta, Zambrano acota: “el poeta es fiel a lo que ya tiene. No se encuentra en déficit como el filósofo, sino en exceso, cargado, con una carga, es cierto, que no comprende del todo. Por eso la tiene que expresar, por eso tiene que hablar, ‘sin saber lo que dice’, según le reprochan”.

Ese no saber lo que dicen propio de los poetas, justamente, indignaría a Platón, por mucho que éste “parecía haber nacido para la poesía”. ¿Y de dónde el gesto, rayano en la violencia, con que el filósofo expulsa a los poetas de su República? Ya veremos…

Cine

Diego Pino: el cineasta escondido


Presentación-recomendación del universo fílmico de un joven talento tarijeño.



Franco Sampietro

¿Qué sentido tiene una nota sobre un cineasta desconocido, de 30 años, autodidacta, sin presupuesto, con apenas tres cortos y que vive en la periferia de Bolivia? Obvio que ninguno…si no fuera por el descomunal talento que lo desborda y las cualidades excepcionales que se desprenden de su trabajo incipiente.
A lo que debe sumarse, como aval, el premio internacional que ganó en 2012 por una producción denominada El general. Allí quedó seleccionado como uno de los diez mejores cortos del año entre más de 15.400 postulaciones en el marco del Your Film Festival, que funciona por YouTube y tiene sede en Venecia.
Un trabajo que realizó con 300 dólares (en contra de los 60.000 euros que usó el ganador), y desde Tarija, su tierra natal, donde ha surgido de la nada como una rara flor en el desierto.
¿De qué se trata, en suma?, de un estilo a contramano en todo sentido de lo que suele verse por estos lares. Si tuviéramos que hablar de influencias, cabe arriesgar el mundo del francés Jean Pierre Jeunet; más de fondo, el de Terry Gilliam, y por rachas, el del mimado y ya desaforado Tim Burton. Él, por su parte, reconoce como favoritos a Wes Anderson, Paolo Sorrentino y Burton.
Lo cierto es que Tic tac, El general y Tierra ajena que ahora nos ocupa, no son como sus epígonos, sino más bien anómalos artefactos singularmente reconocibles por su plenitud expresiva, su inocencia ambigua y cierto hastío ceremonioso y compacto que nutre su elocuencia.
Parece que Diego se echara el mundo encima como una casaca demasiado llevada y amoldada, y que de aquel exceso de familiaridad confortable se perdiera la noción misma de frontera, para resbalar, al fin, al otro lado del espejo. Es así que nos habla, invariable, de una diafanidad conflictiva, mezcla de encuentro y absurdo, de ternura y angustia, apoyando sin tapujos al débil contra la violencia gratuita (que tanto se estila actualmente).
Y sin embargo, no se intente traducirlo a un sentido unívoco: la extracción de su secreto defrauda al jeroglífico. A lo sumo, podemos analizar su estilo.
Para empezar, debe su secreto al hipnotismo: tonos crudos, puros, primordiales. Se escuda en un predominio de luces oscuras que generan un ambiente opresivo; incluso al aire libre dan la sensación de que alguna fuerza secreta oprimiera a sus criaturas.
Esa luz traduce una turbulencia de instintos, que no refleja, como en el remanso, una profundidad peligrosa, sino la hurañía de la soledad ante el espejo de la nada. La fotografía –con certeza su fuerte- utiliza un estilo de cómic, de teatro, de tono ocre, con mucho marrón y escala de colores oscuros, al punto que la imagen deviene un toque pastel.
A la vez, bombardea con tonos y planos jugados, movimientos que van de adelante hacia atrás y posiciones obsesivas de cámara que transportan a puntos de vista no convencionales, como composiciones y cuadros extraños donde vemos figuras en segundo plano que definen el sentido, en referencias visuales que provienen del barroco y de los cuentos de niños.
Los escenarios, por su parte, aparecen exageradamente estéticos, con un toque surreal que los vuelve imposibles, hipnóticos, e incluso, un personaje más del relato: parecieran tener su propia vida, o en todo caso, su significado autónomo.
Así, son “lugares en el viento”, una locación fuera del tiempo, ya sea desde los turbios coloridos interiores de las casas, hasta la gris desolación de las calles de provincia. Por momentos, dan la sensación de haber sido filmados en una madrugada esmerilada, donde el yermo se jacta de ser erial, o en un puro paisaje de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury. La quietud ardorosa del arrobo está impresa, como un sello, en la fisonomía de las imágenes. El resultado: un insólito ambiente que navega entre el romanticismo, el relato negro, los cuentos infantiles y las sociedades distópicas.
La música, por su parte, se articula a la narración como los anillos de una culebra, ya que aparecen ensamblados y en el momento propicio sonidos de engranajes, máquinas, resortes, cadenas, barandillas: un mundo mecánico y gastado, e instrumentos de cuerda y de viento que juegan, a la perfección, entre las líneas que separan la tragedia de la tristeza, la melancolía del sufrimiento, el temor del cariño.
Además, toda la música que usa es compuesta por gente de Tarija, ya que -como él siempre reconoce- “esto no es solamente mío, sino un trabajo en equipo”.
Un comentario especial merece la elección de los actores, amateur cien por ciento: parecen como sacados de los resabios de un sueño, donde danzan a la par lo grotesco y lo delicado, lo atinado y lo freaky. Son generales y particulares, sin ser maniqueos. Son circenses, oscuros, excéntricos, carnavalescos. Son, básicamente, actores fetiches, que encarnan personajes tremendistas (y sin embargo -una vez más- tocados por lo tierno).
La soledad es su signo. Todos adolecen de algún tipo de vacío en un mundo duro y cruel y en apariencia sin sentido. Así por ejemplo, hay una pobre mujer mayor sola que se angustia esperando las 7:00 a.m.: no sabemos por qué, pero entendemos que el motivo es terrible. Hay un niño psicópata en potencia -para más inri, nazi- que pretende conquistar el mundo circundante por la fuerza. Hay un cura alucinado con estética de vampiro que ofrece una misa tenebrosa y que antes de sosegar, aterroriza. Hay un anciano ermitaño que alucina con su madre muerta y que parece un indigente sacado de una novela rusa del siglo XIX. Entre muchos otros.
Y aunque uno se pregunte cómo hizo para dirigir tan bien a un grupo de aficionados que actúan como curtidos, visto con amplitud no se trata más que de interpretaciones sencillas basadas en personajes simples abocados a un destino que los aguarda, y que encuentran, por azar, un punto de inflexión desde el que evolucionar hacia lo imprevisto.
Surge, así, una grieta de tinieblas entreabierta en pleno día, funcionando como un mal sueño secular que explotara, alzándose de pronto, y después, bajara con serenidad a la tierra. Entre medio, la quietud elemental de un mundo costumbrista parodiado, a caballo entre lo onírico y lo cercano, y con una conclusión de amor tierno.
Más tarde, un regusto a anunciación o alumbramiento, fruto de un mensaje que problematiza la realidad aceptada. Pues como dice Diego: “me gusta trabajar con mucha carga simbólica, pero eso tiene que desembocar en un mensaje emotivo. El objetivo final tiene que ser colar algún mensaje de tipo humano, que denuncie la brutalidad y rescate lo bueno en el hombre”.

Rara ecuación del genio, produce sin ninguna ayuda económica ni sponsor (“para no depender ideológicamente de nadie”) y sin duda apunta alto y a largo alcance. Ojalá se le preste la atención que merece. Ojalá llegue.

Artículo

La hermandad de la naturaleza en Man Césped


A propósito del Día Mundial del Ambiente, el autor reflexiona acerca de la obra del escritor boliviano Manuel Céspedes.



E.E. Guíntaras

Como en unos pocos días, el próximo 5 de junio, se celebrará el Día Mundial del Ambiente, es apropiado rescatar del olvido un muy temprano y solitario antecedente donde la poesía y la prosa se entrelazan con la naturaleza.
Me refiero a la obra de Manuel Céspedes, más conocido como Man Césped. Nacido en Sucre en 1874, pasó buena parte de su vida en Cochabamba, desempeñando distintos oficios, desde explorador minero a diputado liberal por tres períodos. Aunque provenía de una familia acomodada, falleció sumergido en la pobreza en Cochabamba en 1932.
Un elemento clave en Césped es su profunda e intensa identificación con la naturaleza. Entendía que los demás seres vivos eran sus hermanos, percibía la circularidad de la vida y le reconocía un sentido religioso, por momentos panteísta.
Posiblemente su obra más conocida sea Símbolos profanos, publicada en 1924 en Buenos Aires, y que junto a Sol y horizontes, la crónica de viaje Chimoré y una selección de relatos están recopilados en sus Obras completas, editadas en 1973 para la Biblioteca IV Centenario por Los Amigos del Libro.
Césped una y otra vez considera que “los animales y las plantas son hermanos nuestros en la comunidad de la existencia” (en Sol y horizontes, 1930). La naturaleza es una madre, sus paisajes “pertenecen al amor y al pensamiento y nadie puede destruirlos sin delinquir contra la humanidad”, tampoco “puede haber ni subasta ni dueño” (escribe en un artículo en El Imparcial, Cochabamba, 6 de septiembre de 1931).
Hoy, en pleno siglo XXI, las resonancias de esas posturas son muy claras. Su sensibilidad está a tono con los derechos de la naturaleza, y cuando se refiere, por ejemplo, a la hermandad de plantas y animales, hay evidentes cercanías con las ideas del canciller David Choquehuanca sobre el Vivir Bien. 
Esa profunda identificación alcanza un clímax en su Oración final en Símbolos profanos, pidiendo a la Madre Naturaleza que al morir lo transforme en un árbol: “en mi nueva vida apártame del ritmo de la sangre y conságrame a la silenciosa ascensión de la savia”, para ser “puro y bueno como esos seres imperturbables y sencillos”; “en vez de pensamientos daré flores”.
Aunque algunos califican la obra de Césped como una literatura menor, en realidad nos encontramos frente a uno de los más tempranos antecedentes de una identificación trascendental con la naturaleza.
Su importancia no está tanto en la técnica de sus textos, sino en la originalidad de sus contenidos, y en el hecho, nada menor, de expresar una convergencia autónoma, latinoamericana, con el trascendentalismo naturalista que era propio de algunos autores anglosajones. Entre ellos son evidentes las similitudes con Henry David Thoreau (1817-1862), quien además de sus aportes sobre la desobediencia civil, fue autor de una compleja obra sobre la naturaleza. Su mejor ejemplo es Walden, con sus reflexiones sobre una vida simple y austera en el bosque y junto a un lago.
Esta conexión ya fue indicada en Bolivia por Mariano Baptista Gumucio, en su indispensable análisis sobre Césped, Madre naturaleza, vuélveme árbol (1979), en el que lo califica como un “hermano menor” de Thoreau.
Es cierto que los escritos de Thoreau elaboran con mayor detalle y complejidad una postura trascendental en clave ecológica. Además, su obra tuvo una fuerte influencia, que se extendió en el siglo XX, con unos cuantos seguidores en distintos países, y afectó incluso las políticas ambientales.
A diferencia de la neutralidad religiosa de Thoraeu, en Césped, “Dios es el espíritu de la naturaleza” (como afirma en Sol y horizontes). Hay más de una resonancia con San Francisco de Asís, tanto por su hermandad con animales y plantas, como por la crítica a la riqueza y la celebración de la pobreza.
De todos modos, al igual que el trascendentalismo del norte, es una autoreflexión desconectada de los contextos culturales. Césped no aprovechó (sea porque no pudo o no quiso), los saberes indígenas que le rodeaban en Bolivia. La naturaleza se vuelve sujeto, pero es una naturaleza occidental y no una Pachamama andina.  
En tanto la obra de Césped cayó en el olvido, durante años se creyó que no existía una versión latina de Thoreau. A pesar de nuestra enorme riqueza ecológica, en muchos de los exponentes más conocidos de la literatura latinoamericana reciente, la naturaleza no era un sujeto central sino un escenario.
En notables relatos telúricos, como Gran Sertón: Veredas, del brasileño João Guimarães Rosa, los territorios, con sus plantas y animales, son de enorme importancia, pero constituyen una escenografía por la cual transitan los dramas personales. La narrativa comúnmente calificada como realismo mágico, también puede ser entendida como un humanismo mágico.
Podría decirse que otra mirada cercana al trascendentalismo natural está ejemplificada, por ejemplo, en la obra del peruano José María Arguedas, en la que no hay una división tajante entre la naturaleza y el mundo social.
Siguiendo la sensibilidad andina, la comunidad humana es también una comunidad de tierras de cultivo y pastoreo. Pero aún en su caso, las historias contadas son las de hombres, mujeres o niños, y no la de árboles, jaguares o tapires. Aunque posturas como las de Arguedas podrían haber dado dar lugar a una literatura ecológica trascendental, eso no ocurrió.
Pienso que eso estuvo relacionado no tanto con el sentido trágico de Arguedas, pero más con la vanidad europeizada que predomina en América Latina, que siempre ha minimizado las voces indígenas. Siempre se desconfió de la “utopía arcaica”, tal como la concebía Mario Vargas Llosa.
De esta manera, por mucho tiempo el ambientalismo latinoamericano y global entendía que el casillero que correspondía a algo así como una versión latina de un trascendentalismo ecológico a lo Theoreau, estaba vacío. Algunos temían que padecíamos de una incapacidad espiritual en entender a la naturaleza de otra manera que no fueran la sed por metales preciosos o la avaricia por las tierras.

El rescate de Césped hecha por tierra esa limitación. Es posiblemente el más temprano trascendentalista de la naturaleza en América Latina. Por todas estas razones, en el próximo Día Mundial del Ambiente, no hay que olvidar que un adelantado en cuestionar la cultura de la apropiación y mercantilización del entorno, y en defender una alternativa basada en otra sensibilidad con la naturaleza, era boliviano, y se llamaba Man Césped.

Sombras nada más

En Moxos


Evocación de un reciente encuentro poético en el incomparable paisaje de la selva beniana.



 Gabriel Chávez Casazola

Debemos “volver a la vieja idea del río como centro de uno mismo. El río anda dentro de sí, con la libertad de quien nada demanda. El poema también navega por dentro de su propio silencio, (…) el silencio es el gran poema que se desea escribir”, escribe el argentino César Bisso, citado por Homero Carvalho en su reciente antología de poesía beniana La poética de las aguas.
Acaso yendo a buscar nuestro propio centro o nuestro propio silencio, aguas adentro o cielos arriba del río, navegamos los poetas hacia San Ignacio de Moxos, esa vieja utopía jesuita, otrora parte de la cultura paititiana, que ha sobrevivido a la selva y a la inundación que siempre regresa, elevándose sobre los siglos como las voces de sus hijas e hijos cuando entonan los antiguos cantos misionales, notas tendidas a Dios en esas dos lenguas de sabor arcano: el latín y el mojeño ignaciano.
La cita en la patria de las aguas -el Beni donde alguna vez resucité, como le gusta recordar al poeta Oscar Gutiérrez- fue urdida por la gestora y escritora Claudia Vaca, motor incesante de programas culturales en Santa Cruz, que ahora ha elegido dedicar parte su tiempo y su vida a San Ignacio. 
Allí, por cierto, existe una sólida infraestructura cultural -impulsada por la cooperación española y por personas individualmente comprometidas con sus proyectos, como María Luisa Tejera o Raquel Maldonado- que ya quisieran para sí algunos barrios y hasta algunas ciudades capitales: una estupenda y actualizada biblioteca, con talleres y grupos de lectura muy activos, y una escuela de música donde los bajones mojeños y los violines europeos, en manos de los ignacianos del siglo XXI, suenan a paraíso perdido y hallado.
“Es como si estuvieras en aquella escena de La Misión en que el visitador enviado desde Roma entra a la iglesia y se escuchan los coros guaraníes”, me dijo un amigo. Tenía razón. En realidad, entrar al auditorio de esa escuela de música, que semeja un templo, es como internarse en el río del tiempo. Es decir, en busca de nuestro propio silencio. O de nuestra voz, encantada por el jichi de las aguas de la laguna Isireri, donde dijimos poemas en canoa al ponerse el sol, ese sol rojo y magnífico que ilumina la Amazonia, la más vasta región y a la par la más escondida de Bolivia. 
Ese encanto, esa fascinación, nos acompañó y rodeó nuestras lecturas públicas -recuerdo en este momento a Jessica Freudenthal y su poema sobre la familia que es como un relámpago en el árbol; la delicada escritura de Aníbal Crespo y Alejandra Barbery o la emoción caudalosa de Selva Velarde- signadas por el contrapunto con esos instrumentos y aquellas lenguas que el tiempo no ha podido abolir.
Éramos poetas de muchas regiones del país y la mayoría de ellos no había conocido antes el Beni profundo, ese país de poetas y de lluvias. Reunidos en el Festival de Poesía Amazónica en San Ignacio de Moxos, presentamos libros, nos encontramos con estudiantes, jóvenes y adultos que habían estudiado y leído con detenimiento nuestra poesía; y, sobre todo, nos reencontramos con nosotros mismos, purificados por las aguas, sabiendo, como dice Carvalho, que “Más allá / del poema / está el río / y más allá del río / está el alma del poema / de donde nace el río”.


jueves, 22 de mayo de 2014

Nota de apertura

Biblioteca Plurinacional: Reeditan ocho libros fundamentales


Cuatro novelas, dos crónicas noveladas y dos libros de ensayos, que no se reeditaron durante décadas, conforman la colección de textos que buscan brindar una lectura sociológica, política y literaria de la Bolivia de inicios del siglo pasado.


Martín Zelaya Sánchez

Del Oriente: las crónicas noveladas de la Santa Cruz de la Sierra de inicios del siglo pasado, ciudad incipiente, sociedad en gestación (Tierra adentro, de Enrique Finot); y de la explotación del caucho y el drama rural del llano aislado y olvidado (Siringa, de Juan Coímbra).
Para la reflexión, la introspección y la re-visión integral de la Bolivia de hoy, ligada siempre a la Bolivia del pasado: Creación de la pedagogía nacional, de Franz Tamayo y Ensayos escogidos, de Carlos Medinaceli.
La ficción como elemento catalizador y canalizador de dos aspectos socio-históricos clave de la Bolivia republicana: La casa solariega, de Armando Chirveches y Chaco, de Luis Toro.
Un recorrido gastronómico y, de paso, geográfico y sociológico por las ciudades capitales del país en los años 30: Lo que se come en Bolivia, de Luis Téllez Herrero. Y una “joya” redescubierta: un libro de un boliviano que vendió más de 300.000 ejemplares en varios países de Europa: El valle del sol, de Diómedes de Pereyra.
Ocho libros, ocho rescates, ocho propuestas de (re)lectura, creemos, fundamentales en el actual contexto político social boliviano… pero ante todo, ocho grandes pretextos para sumergirse en obras literarias bolivianas de indudable valor documental, testimonial, intelectual y estético, y que en su mayoría se encontraban agotadas e inhallables durante décadas.
Se trata de la Biblioteca Plurinacional, un proyecto del Ministerio de Culturas que, en su serie Reediciones y antologías, se lanzará en su conjunto –el primer tomo, Chaco, se presentó previamente en octubre pasado- en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz que abre hoy sus puertas.

Antecedentes
La investigación, selección, edición y diseño de las obras estuvo a cargo de un equipo consultor compuesto por literatos, periodistas y sociólogos cuya propuesta fue aprobada y avalada por Culturas.
“Tras la exitosa experiencia de las 15 novelas fundamentales de Bolivia -señala parte de la argumentación escrita presentada por el equipo- queda clara la necesidad de rescatar textos esenciales escritos a lo largo de la historia de nuestro país y que por diversas razones no están al alcance de la ciudadanía, para leerlos desde las particularidades del presente”.
“El objetivo –se lee en el texto- es colaborar a que el Estado active y posicione un sistema formal e institucionalizado de producción bibliográfica cuyos productos sean distribuidos en colegios, universidades, bibliotecas y otros espacios en los cuales sean accesibles a la ciudadanía en su conjunto”.
Fernando Barrientos, Alfonso Hinojosa, Marco Montellano y Martín Zelaya, los consultores, contrataron a su vez a ocho destacados literatos, escritores y profesionales en ciencias sociales para prologar los libros.
“Como los ocho primeros textos de la Biblioteca Plurinacional –se espera que el Ministerio dé vía libre a la continuidad del proyecto tanto en la serie Reediciones y antologías como en la de Entrevistas- son de la primera mitad del siglo XX, y brindan un variado y completo retrato del país y de los bolivianos de entonces, consideramos oportuno que la lectura e interpretación que aparece en la introducción de cada tomo sea efectuada por especialistas jóvenes (casi todos menores de 40 años) para que así también sea apreciable la relación-valoración generacional en el conjunto del trabajo”, señala un texto emitido por el equipo.
Es así que el staff de prologuistas está integrado por Benjamín Chávez, Emma Villazón, Omar Rocha, Juan Pablo Piñeiro, Wilmer Urrelo, Ximena Soruco, Sebastián Antezana y Maximiliano Barrientos.
¿Por qué estas obras?, ¿cuál es su valor, importancia y aporte?, ¿qué esperar de ellas?, ¿por cuál empezar…? Esperemos que estas y otras interrogantes queden bien resueltas por los propios prologuistas en breves extractos de sus trabajos introductorios que se detallan en estas páginas.
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Lo que se come en Bolivia

Luis Téllez Herrero
Prólogo: Benjamín Chávez

Estamos frente a un libro raro en más de un sentido. Lo que se come en Bolivia es una rareza bibliográfica que además posee rareza en su contenido y, por si fuera poco, se lo debemos a la pluma de un escritor virtuoso, poseedor de una rara habilidad comunicativa en sus escritos.
Es evidente que la riqueza de este libro está en su atrayente forma narrativa que organiza el relato a través de un viaje por siete de los nueve departamentos del país (faltan Beni y Pando) con el único objeto de conocer y degustar la diversidad culinaria de las regiones visitadas.

Siringa

Juan Coímbra
Prólogo: Emma Villazón

A primera vista, Siringa es el relato de un viaje que parte desde Santa Cruz de la Sierra a los siringales benianos, narrado por una voz distante, que poco a poco se revela como un “nosotros”, conformado por unos jóvenes que han sido contratados para trabajar allí como siringueros, aquellos que rasgan la corteza de la siringa para extraer el látex.
Sin que haya un orden predeterminado, los discursos se entretejen difuminando la aventura de los protagonistas, para dar cabida al afán principal del texto: hacer una memoria sobre la explotación del caucho en Beni.
Es una memoria valiosa para leer hoy a la Amazonía, para recordar sus mitos, para paladear su lenguaje, para comprenderla como una región que desborda las fronteras, y que sigue siendo, al parecer, como dice Coímbra de Moxos: una “tierra siempre en fuga”, inconquistable.

Tierra adentro

Enrique Finot
Prólogo: Maximiliano Barrientos

Hace 67 años Enrique Finot escribió una novela en la que dramatiza la imposibilidad de los regresos, si entendemos a estos como el reencuentro con la tierra que se dejó -y con los afectos, y con las historias que quedaron a medias.
Desde las primeras páginas Tierra adentro se posiciona como una novela de contrastes: por un lado la alta cultura y el cosmopolitismo del que llega, y por el otro la intensidad de un lugar donde la sangre aún no se ha domesticado y la naturaleza y el paisaje adquieren condición de metáfora.
Si bien es cierto que la novela trata de la confrontación de dos miradas, la tradicional y la cosmopolita, y también trata de un periodo particular de la historia política cruceña cuyas repercusiones se pueden sentir hasta nuestros días, Tierra adentro es antes que nada una historia de amor. O para ser más precisos, de la posibilidad de recuperar el amor perdido.

El valle del sol

Diómedes de Pereyra
Prólogo: Omar Rocha

La novela revive la famosa leyenda de El Dorado, ese lugar idealizado, jamás descubierto y que promete eternas riquezas a sus descubridores. Existen muchos testimonios y crónicas coloniales que hablan de la búsqueda de El Dorado, casi todos los intentos terminaron en rotundos fracasos conocidos como “malas entradas”, en este caso se da un giro a ese final trágico.
La narración también recoge el gesto de contar viajes llenos de aventuras hacia los confines más recónditos de la tierra (Julio Verne, por ejemplo), viajes llenos de riesgos y misterio en los que interviene un elemento fantástico que conduce al desenlace.
La historia es fascinante, atrapa a los lectores, los lleva por ese mundo selvático y enigmático poco asociado a los incas, revive la imaginación de lugares paradisíacos que nunca fueron descubiertos y que ofrecen inmensas riquezas.

La creación de la pedagogía nacional

Franz Tamayo
Prólogo: Juan Pablo Piñeiro

En La creación de la pedagogía nacional Tamayo parte señalando que todo lo que se enseña en Bolivia no es acorde con la realidad del país, él habla de nación. Propone reflexionar en la creación de una pedagogía propia que pueda representarnos y optimizar nuestras cualidades. Para Tamayo es necesario descifrar el carácter nacional, para poder crear su pedagogía. Este carácter nacional lo encuentra en el indio, en la energía del indio. Considera que es el que más aporta al país y el que menos recibe.
Para entender a mayor cabalidad La creación de la pedagogía nacional es necesario comprender el contexto temporal en la que fue escrita, y evitar juzgar ciertas ideas que a la luz de nuestro tiempo podrían considerarse verdaderos exabruptos. Por eso si queremos traer a Tamayo hasta nuestro días debemos filtrar estas ideas, o por lo menos señalarlas como síntomas del contexto.

Ensayos escogidos

Carlos Medinaceli
Prólogo: Ximena Soruco

Carlos Medinaceli -y su sociedad- está atravesado por la dislocación acelerada de dos mundos: el mundo quechua y el de la más antigua aristocracia colonial, aquella asentada en Sucre, causada por la articulación de la economía boliviana al mercado mundial capitalista, vía exportación de materias primas (plata, estaño, quina, goma), desde la segunda mitad del siglo XIX.
Medinaceli no es solamente el primer intelectual boliviano que afirma con vigor el mundo cholo de las ciudades como fuente de la nueva sociedad y de la nacionalidad, sino que también respira un conocimiento y sensibilidad de su tierra, de la provincia y su gente, quizá sólo comparable a la del también chuquisaqueño Jaime Mendoza.

La casa solariega

Armando Chirveches
Prólogo: Sebastián Antezana

Mientras La casa solariega es una novela dedicada a presentar un retrato ferozmente crítico de la sociedad boliviana de la época, en La candidatura de Rojas (del mismo autor) la crítica y el retrato de costumbres se encuentran matizados por coloridos y jocosos giros narrativos que se echan algo en falta en su narrativa posterior.
El gran logro de la presente reedición de La casa solariega es el de ofrecernos un vistazo privilegiado de las conductas políticas, económicas y culturales que nos regían antes de las dos grandes rupturas que Bolivia vivió el siglo pasado: la Guerra del Chaco y la Revolución Nacional.
Mediante esta reedición encontramos una Bolivia distinta y al mismo tiempo todavía cercana, en la que podemos reconocernos y buscar algunos de los gérmenes que hoy se han vuelto nuestro sustrato, algunas de las primeras huellas de lo que hoy son los edificios de la narrativa y la identidad boliviana.

Chaco

Luis Toro
Prólogo: Wilmer Urrelo

El sexo (y su consecuencia periférica: la tristeza) junto al tedio son las claves para comprender esta novela, estos tres elementos son al final un acto desesperado del autor para contar la historia de una guerra que agarró a nuestros abuelos por las espaldas.

Ese el pecado de Chaco, esa su “incorrección política”: mostrar a nuestros abuelos tal y como fueron en la guerra, sin los adornos propios de la literatura cómoda, revolucionaria y nacionalista. 

Cafetín con gramófono

Gesta Bárbara (I)



En esta nota –que continuará en dos semanas- el autor rememora los orígenes de la mítica revista literaria de inicios del siglo pasado.


Omar Rocha Velasco

La revista Gesta Bárbara surge en Potosí en junio de 1918. Los culpables fueron unos cuantos jóvenes, casi adolescentes, que fueron seducidos por unas conferencias que dio Ricardo Jaimes Freyre y por los encantos de Arturo Pablo Peralta (Gamaliel Churata).
De acuerdo a datos obtenidos por Arturo Vilchis, uno de los biógrafos del escritor peruano, ese año circulaban en Potosí cinco periódicos y dos revistas literarias. La vida cultural potosina estaba animada por muchos jóvenes que se organizaban y formaban “cenáculos” poético/literarios.
Tenemos el caso de Los Raros (clara alusión al libro de Rubén Darío), grupo en el que participaban Walter Dalence, Alberto Saavedra Nogales, Carlos Medinaceli, Fidel Rivas, Valentín Meriles, Arturo Araujo y Teófilo Loayza.
También estaban Los Noctámbulos: Armando Alba, Agapito Villegas, Celestino López, Genoveva Alurralde, Gustavo Pacheco, Néstor Murillo y Julio D. Torres; de ambos grupos surgió Gesta Bárbara.
Estos jóvenes animaban tertulias y conferencias, asistían a obras de teatro, concursaban en  juegos florales, etc., así, en el inverno potosino del año señalado, fundaron el grupo Gesta Bárbara en la casa de María Dolores Hinostroza, situada en la calle Millares 101.
Los bárbaros negaron su entorno, negaron su medio, trataron de borrar un presente y un pasado que consideraban, “inepto” y “filisteo”. La primera página de la revista Gesta Bárbara es la partitura de un aria instrumental en la que interviene una voz; ese fue su primer acto de rebeldía.
“El ideal es la salvación”, decían, y estaban en absoluto desacuerdo con su medio. Fueron desprendiéndose, a su manera, de las grandes preocupaciones políticas y literarias que representaban el imaginario sociocultural imperante: la utopía de patria, la impotencia y decepción que produjo la pérdida de la Guerra del Pacífico y los intentos de inventar un país con un lenguaje prestado.
Los bárbaros pusieron a la ficción como centro, buscaron inventarse un nacimiento, intentaron fundar un nuevo espacio. Los que participaron de la revista fueron jóvenes llenos de impulso, dueños del mundo, actuaron sin las trabas de algo a lo que tenían que responder, dejaron entrever sus gustos decadentes, aristócratas y mórbidos, matizados por lo que la ciudad de Potosí les ofrecía: temperaturas frías, nostalgias en franca retirada, sonidos de campanas, historias de capa y espada y el fulgor de un cerro que no dejaba de ofrendar sus betas.  
Los bárbaros compartieron algunos rasgos espirituales comunes, a pesar de su mocedad, afinaron temperamentos. Su agresividad fue útil, cumplió un valor de renovación, sacudió la literatura nacional. La denunciaron en sus puntos ciegos, atacaron sus fetiches. Iniciaron a algunos nuevos escritores, revisaron los nuevos valores literarios.
Una de las funciones de la revista fue gestar y cultivar obras que luego fueron importantes. Todos los participantes coincidieron en afirmar que obras que tuvieron mucha repercusión después, se publicaron inicialmente en las páginas de los diez números de Gesta Bárbara.
Allí aparecieron algunas de las páginas más importantes de La Chaskañawi (me remito, por ejemplo a la pequeña prosa llamada Sebastiana, que aparece en el tercer número de la revista), allí se empezó a cincelar el castellano de los siglos XVI y XVII que José Enrique Viaña utilizó en su novela Cuando vibraba la entraña de plata. Y, más todavía, allí se propusieron algunos de los gestos poéticos que perdurarían en los bárbaros durante toda su vida.
La revista Gesta Bárbara tuvo dos pilares fundamentales, Gamaliel Churata y Carlos Medinaceli. Las páginas más importantes de la revista llevan estas firmas. Los bárbaros tuvieron la hermosa costumbre de presentar a sus colaboradores -a ellos mismos- y sus textos mediante notas que iban al principio o al final de los mismos.
Esto le daba al lector un marco referencial muy importante y lo situaba en las puertas de los sentidos contextuales. Es justo decir que las notas más esclarecedoras, las que se alejaban del puro adjetivo para valorar los textos, eran las del bárbaro peruano.
Los jóvenes que participaron de Gesta Bárbara, no se comportaron siempre atacando injusticias. Simpatizaron con varias de las figuras importantes de nuestra literatura. Loaron a Ricardo Jaimes Freyre, aunque amaron en él, lo que menos necesitaban: la musicalidad de uno de sus versos: “peregrina paloma imaginaria”.
Heredaron también algunas “nerviosidades” que los situaron ante las dudas entre hacerse escritores o tener que compartir esa inclinación con algún otro oficio más o menos relacionado: maestro, funcionario perito en máquina de escribir, empleado de segundo grado en la casa de la moneda, en algún archivo, periódico, etc.

A pesar de todo, el movimiento de los bárbaros fue breve, después de los diez números de la revista y algunas publicaciones que aparecieron bajo su auspicio, el movimiento tramontó, aunque luego revivió en una segunda generación. 

Etc.

El momento anterior a los misiles



Tiempos de guerra, son todos; y por ello es inevitable que la literatura nazca de ella, se refiera a ella, luche contra ella, muera con ella.


Carlos Decker-Molina

La crisis de Ucrania, los ensoberbecimientos de Rusia y de occidente, las guerras larvadas en África y el matadero de Siria, nos dan la libertad de preguntarnos si hay una “literatura de guerra”.
Antonio Machado escribió: “no hay guerra sin retórica”. Una retórica que, según el poeta, es la misma para los dos beligerantes.
En la revolución pasa algo similar. Hay dos diarios, el del Che y el de general Barrientos. Uno de ellos es recordado, estudiado y criticado por la historia, del otro solo hay olvido. Pero, si los diarios no son sino trozos literarios, hay poemas, novelas, cuentos y relatos impregnados de pólvora, que perduran por su buena literatura. Es decir no hay literatura de guerra, lo que hay es una literatura que surge de la guerra.
El título de este texto es el de un poema de Ghayath Almadhoun, un palestino que vivía en Damasco (Siria) y que ahora radica en calidad de refugiado en una ciudad sueca.

“Segundos antes, cuando todavía el misil está en el aire, terminan los muertos su danza. La casa termina su búsqueda de apoyo en el cemento de la casa vecina”….
“mientras, tú duermes en  mitad del día como si los misiles no habrían escuchado las noticias de último momento”.

Almadhoun es un joven nacido a fines de los 70 y como él hay muchos que no tienen otra forma de “relatar” su tragedia que escribir literatura. Por eso, tal vez, es importante definir “el más alto grado de conflicto de la sociedad”.
Hay para todos los gustos, desde la clásica de von Clausewitz pasando por la de Sun Tzu, pero hay una, post moderna, que pertenece a Jean Braudrillart que habla del simulacro y de la disolución de la realidad, que encaja en lo que se lleva a cabo en Siria.
El simulacro de combatir contra el terrorismo y una realidad disuelta por el impacto de bombas y misiles. Una guerra ratificada por los medios y por la teoría de la conspiración.
La periodista y escritora Samar Yazbek, siria, confirma lo escrito por Braudrillard sobre la “disolución”:

“Uno de los jóvenes que me acompaña me advierte que debo henchirme de coraje. Estamos en el dintel, no sé si es coraje o miedo, pongo mi pie en el otro cuarto y veo a dos niñas: Diana de cuatro años y Shaima de 11. Diana tiene una bala en plena médula espinal, parece un conejito blanco y asustado. Está inmóvil ahora y para siempre”.
“¿Cómo ha sido posible que esa bala no haya destrozado su cuerpecito de niña? En medio de este infierno y a pesar de la bala en su columna, no deja de ser lo más próximo a un  milagro el que ella esté viva, ¿viva?”.
“¿Qué habrá pensado el francotirador, cuando apretó el gatillo, luego de apuntar con precisión contra un cuerpecito menudo de una niña que atravesaba la calle en busca de dulces, a la puesta del sol, con la que termina el ayuno del Ramadán? ¿Qué habrá pensado el francotirador?”

A pesar o quizá como efecto de la guerra la poesía siria deja de ser la “confección formal” para devenir en un conocer o un sentir (shi’r en árabe), o en una percepción afectiva, “algo que se agita en nuestro pecho y que nuestros labios solo pronuncian”.
Dima Wannous, escritora y periodista, presentadora del programa cultural Adwa al-Madina (Ciudad luz) en la televisión de Damasco, escribe desde su exilio en Beirut sobre la disolución de la familia como metáfora de la disolución de la sociedad:

“Dentro de poco, inevitablemente, tendré que escribir sobre mi familia paterna, la que vive en la costa siria; allí pasé años felices de mi niñez y mi  juventud. Esos tíos y tías, primos y sobrinos se han transformado en animales salvajes que me amenazan, diariamente, a  muerte”.
“‘Luciremos tu cadáver como escarmiento’, escriben en mi página de Facebook. Un día voy a escribir cómo el pueblo sirio sobrevivió su muerte sin morir. Cómo esas amenazas, que viven debajo de la piel, hicieron posible que dejaran sus cuerpos desnudos, masacrados, solitarios a la vera de los caminos y siguieran caminando hacia la victoria”.

Zakariya Tamir en su cuento Hotel tiene un diálogo que suena conocido en mis oídos de ex preso político:

Te vamos a golpear. Te vamos a golpear sin piedad. Te vamos a golpear tanto, que nos pedirás la muerte. Reconoce … reconoce tu delito
- ¿Qué delito?

La poesía de Maram Al Masri tiende de forma inequívoca hacia la imagen. Ya en su título se adivina una intención, es casi visual, un fogonazo directo y comprensible: “Te amenazo con una paloma blanca”, un título muy significativo en el contexto actual de su Siria ensangrentada. Maram dice:

“Me gusta pensar que soy como un espejo que refleja el pensamiento y la inspiración… Dejo que la poesía me use, que use mis ojos, mis sentidos, mi memoria, mi experiencia, mi historia y que con mi ayuda ocupe el puesto que ella misma desea”.

El gran poeta sirio Nizar Qabbani (fallecido en 1998) escribió un verso hermoso sobre la  mujer que podría ser una buena metáfora para terminar esta crónica de versos, cuentos y novelas de guerra:

Lo que más me atormenta del lenguaje… Es que no sea suficiente
y lo que más me angustia de la escritura es que no te describa.
Eres una mujer (guerra) difícil…
Una (guerra) mujer que no ha sido escrita…

(Nota: Las traducciones del árabe al sueco han sido hechas por Jonathan Morén y María Anell. Las del sueco al español por el autor de la crónica.)