jueves, 26 de junio de 2014

Letra sincrónica

Los amigos muertos

Saenz y Urzagasti. Más que una relación, un diálogo, un intertexto entre dos libros de dos maestros.


Alan Castro Riveros

Si bien Jesús Urzagasti encuentra a sus muertos en las celebraciones y encrucijadas de la vida cotidiana y Jaime Saenz halla el júbilo de vivir en un recinto donde conoce el aliento cifrado de sus amigos muertos, ambos coincidían en que aprender a vivir es aprender a morir. No por nada, cada quien escribió un libro entero con la memoria de sus muertos queridos.
Aunque hay ciertos lugares comunes en la literatura boliviana, cabe admitir que la coincidencia entre Vidas y muertes (Saenz, 1986) y De la ventana al parque (Urzagasti, 1992) es la más singular -por lo específico de su marco.
Ya sean las causas perdidas que destilan los conmovedores retratos que escribe Saenz, o los idiomas imposibles que conversan en el parque plasmado por el Jesús, ambos libros están formados a partir de la memoria de los amigos que partieron al otro mundo sin olvidarse de visitar a sus seres queridos.
Claro que más allá del marco, encontramos diferencias. Para empezar, no es lo mismo un marco de ventana que uno de retrato. El marco de un retrato se puede mover de aquí para allá, pero lo que enmarca está aislado. El marco de una ventana está fijo, pero permite intromisiones que vienen desde fuera de sus límites. En este caso, ambos marcos han sido diseñados para abrir una zona en la que se perfilan los muertos favoritos.

El juego de los retratos
Muerte por el tacto (1957), el poema de Saenz que inaugura ese conocido recorrido que lleva a La noche (1984), inicia con el recuerdo de los amigos muertos, con la necesidad de escribir una carta y leerla alumbrado por el antiguo vuelo de mis amigos muertos.
El preámbulo de Vidas y muertes, por otro lado, tiene los famosos ocho pasos, a título de orientación, para iniciarse en el conocimiento del júbilo. Tal conocimiento no es otra cosa que aprender a morir, o sea, aprender a vivir.
Sin embargo -sugiere Saenz- de nada servirían estos ocho pasos sin la intuición de la muerte inducida en el interesado por una íntima y sostenida relación con los muertos. De tal manera, la relación con los amigos muertos es iniciática; es el primer aire que se respira para obrar, el relámpago que ilumina la vida desde la muerte.
Si avanzamos hasta el capítulo 23 de Vidas y muertes descubrimos que la relación con los retratos también es iniciática. Pedro L. Bustos, el último amigo retratado en el libro, explica un juego de su invención a su camarada Jaime Saenz: el juego de los retratos.
Básicamente, el jugador debe acercarse a los retratos para revelar la imagen que se oculta tras ellos. “Pues todo aquello que a los ojos del jugador falta o se esconde en un retrato, deberá revelarse al conjuro del jugador, consistiendo en esto precisamente el verdadero fundamento del juego (...) y no podrá considerarse el juego de los retratos sino como un juego estrictamente individual”, dice Pedro.
El amigo comparte unas cuantas experiencias de este juego: tapa la mitad de un retrato para revelar el rostro de un muerto y la otra mitad para mostrar la cara de un vivo, cuenta sobre la forma en que Dolida Centellas alcanza una mirada de espanto con tan solo poner cierto retrato de cabeza, y, finalmente, le muestra su verdadera imagen a Saenz poniéndole delante un retrato donde él, Pedro L. Bustos, no se parece a sí mismo. Hecho esto, el extraño personaje da la bienvenida al iniciado Jaime Saenz al Círculo Secreto de la Hermandad Secreta.
A pesar de que el juego de los retratos es un juego estrictamente individual, su carácter iniciático lleva a una Hermandad con los vivos. Lo mismo se puede decir del ámbito nostálgico y fantasmal que tiñe la iniciación que se franquea en Muerte por el tacto, aunque aquí los hermanos sean los muertos, y sus secretos los de los maestros.

El universo ideado por Edgar Bayley
Una tarde de agosto de 1990, cuando Jesús Urzagasti llegó a su escritorio en el edificio Presencia, encontró un libro de su amigo Edgar Bayley. Alguien se lo había dejado. Poco después se enteró de que por aquellos días, el poeta argentino había muerto, y entonces surgió el matiz que dio a luz De la ventana al parque.
“En circunstancias tan decisivas para ambos, en una cafetería de Buenos Aires Edgar Bayley pitaba con seriedad y reflexionaba sobre la poesía mientras ojeaba Lámpara de Aladino de Jean Cocteau. Esa noche lo asediaba la curiosa idea de hacer saltar por el ventanal a sus seres más queridos, rumbo al parque de los enamorados, porque el aire del alba y esa vegetación jamás podrían dañar a los personajes que algún día se sintieron mágicos e inmortales”. (Urzagasti, De la ventana al parque)
Siempre imagino esta escena con un silencio de colofón, un silencio en el que Edgar y Jesús miran por la ventana de aquella cafetería y recuerdan los gestos más entrañables de sus amigos muertos.
Si en Saenz estos amigos ofician la ceremonia de quien asume definitivamente la soledad de un caro destino, en Urzagasti los muertos son quienes saben deslizar el secreto de la muerte en el silencioso tejido de la vida.
Por otro lado, es imposible que veamos quieto a un personaje de De la ventana al parque. El marco de una ventana es el marco de un mundo vital, mientras que el de un retrato es el de un hombre y su enigma. En cualquier caso, los amigos (vivos  o muertos) son los que han comunicado su enigma por el milagro del silencio.
***

Valga este espacio para recordar esa mañana de domingo en la que se conocieron mi abuelo (el “Chupa” Riveros) y el Jesús. Fui con mi abuelo a casa del Jesús, para recoger a sus hijos, quienes entrarían a la cancha en un partido de The Strongest. Cuando llegamos, el Jesús salió con una pinta dominguera y un sombrero de paja. Aún recuerdo a mi abuelo, citadino y bullanguero, dándole la mano a mi otro gran maestro, el campesino silencioso de quien tanto le había hablado. Luego de ese encuentro, el Jesús le envió un ejemplar dedicado de De la ventana al parque.
***

El amigo común
Aunque Saenz hace un autorretrato en Vidas y muertes y se convierte en Cranach en De la ventana al parque, el único amigo muerto que comparten ambos libros es Sergio Suárez Figueroa, quien lleva el nombre de Sergio Tábarez en la novela del chaqueño.
En el retrato de Saenz, Suárez Figueroa es, ante todo, un poeta de inocencia diabólica que, después de participar en la revolución de 1952 y armar el conjunto 31 de Octubre en conmemoración de la nacionalización de las minas, muere desolado al pie del cañón.

Sergio Tábarez, en cambio, es un guitarrista que le arrancaría una risa a Alfredo Zitarrosa por el desparpajo con que fingía el acento uruguayo; luego de lo cual se sentaría a charlar en el parque sobre conocimientos de alcurnia con Cranach y el sentimental primo Ramón.

Patio interior

Las sombras errantes

Continuando con sus reflexiones sobre poesía y filosofía, el autor se ocupa ahora de la extraña animadversión de Platón por la errancia de los vates, Homero incluido.


Juan Cristóbal Mac Lean E.

¿Cómo así se le da a Platón por vilipendiar y anatemizar nada menos que a Homero? De pronto Homero es un bueno para nada, no es más que un charlatán. No tiene idea real de ninguna de las acciones que narra, ni jamás ejerció ninguna actividad significativa en la ciudad o sus leyes, tampoco dejó escuela en nada ni educó a nadie. No fue más que un inestable, errante aeda.
En el Libro X de La República[1], en efecto, se lo tacha entre otras cosas de ser un creador de fantasmas, un hacedor de simulacros. Nada de lo que dice es verdadero y, entregado a la mímesis, se dedica a la imitación de las apariencias, descuida lo real o, peor aún, la forma o idea verdadera.
Que una cama, por ejemplo, existirá bajo tres modalidades: la forma ideal, la copia-objeto, y su imitación, el fantasma o simulacro. Ya la cama que hace el carpintero es apenas una sombra de la forma o idea de cama, de la esencia verdadera y única de cama.
Y cuando el pintor copia o imita, desde su propio y contingente punto de vista, esa cama del carpintero, que ya es una copia ella misma, la suya se aleja tanto más de la verdadera cama y por tanto de la verdad misma. En la cama del pintor, en efecto, “la pintura sombreada, la prestidigitación y otras muchas invenciones por el estilo son aplicadas y ponen por obra todos los recursos de la magia”. De tal manera, el pintor, y para lo que vale el caso ya, el poeta “no hace lo real, sino algo que se le parece, pero no es real”. Y como “el imitador no sabe nada que valga la pena acerca de las cosas que imita, la imitación no es cosa seria, sino una niñería”.
Y así va lanzando, tajantes y despiadados, sus dardos el filósofo. A la poesía la “escucharemos convencidos de que tal poesía no debe ser tomada en serio, por no ser ella misma cosa seria ni atenida a la verdad; antes bien, el que la escuche ha de guardarse temiendo por su propia república interior”.
Es que la imitación, así descrita, no vale, por cierto, solamente para cosas u objetos, pues también se da falseando hasta dioses y héroes. Es inadmisible la sarta de embustes que el propio Homero, y los poetas trágicos, divulgan sobre el comportamiento de míticos héroes y personajes divinos, corrompiendo así el alma, agitando las pasiones.
En el Libro III-I de La República, se da un momento, verdaderamente divertido, en que Sócrates y sus amigos cogen las tijeras y se ponen a recortar frases y expresiones de Homero, en líneas que podríamos considerar como el primer manual conocido de censura (¡Platón censor de Homero!).
Es que, ¡faltaba más! “no hay que hacer caso a Homero ni a ningún otro poeta cuando cometen tan necios errores con respecto a los dioses como decir, por ejemplo, que…” La adusta enumeración y denunciación de simulacros que han de tacharse no da tregua: “que ningún poeta nos hable de que

los dioses, que toman tan varias figuras,
las ciudades recorren a veces en forma de errantes
peregrinos”

¡Mezclar a los dioses con los otros errantes peregrinos, los aedas! Eso es algo vil. Luego, entre los fragmentos o versos contra los que arremete la censura, encontramos, sola, esta frase que debe borrarse: “...conservar la razón, rodeado de sombras errantes”.
Paradójicamente, ¿acaso no suena esa frase al programa mismo del filósofo que es, justamente, el de conservar la razón filosófica, el logos, frente al mundo de apariencias y simulacros, de errantes sombras de la poesía?
Por otra parte, tenemos hasta aquí a tres errantes: los dioses, los aedas y las sombras, haciendo la salvedad, claro, de que la presencia de los primeros en ese mismo grupo es fuertemente censurada por Platón, para quien la errancia será impropia del ciudadano-y de la filosofía.
Mucho más lo será de la divinidad “que no engaña a los demás en vigilia ni en sueños con apariciones, palabras o envíos de signos”. ¿Pero no era eso, justamente, lo que creíamos que hacían los dioses? Aparecer, señalar, anunciarse, esconderse, mandar signos…
Sólo es que los poetas, confundidos por Eros, creen y predican eso, opacando la simpleza y rectitud divinas… Sin embargo, la insistencia con que a todo esto aparece la figura de la errancia, inevitablemente nos hace pensar en otra errancia, la errancia de la palabra misma, la errancia de la palabra poética y, no tengamos miedo de decirlo, la errancia del logos, que sin el mito, sin la poesía, tampoco encontrará puerto -por más que su cometido y su práctica sean el de hallarlo. ¿O se encontrarán entre sí y en algún punto esos errantes -las sombras[2] incluidas?
Lo extraño del caso que examinamos, es que el mismo Platón, que tan virulentamente echa a los poetas de su ciudad de palabras, más de una vez, antes y después, incurrió en elogios, encubiertos o asombrados, por la situación del poeta y su cercanía con los dioses: “los poetas dicen lo que dicen no gracias a su propio saber, sino por estar poseídos por los dioses, y desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo, igual a las bacantes que  crean miel y leche de los ríos” (Ion 534ª)[3].
Ese estar poseído, ese rapto, esa manía, ese estar tomado por el entusiasmo, es también lo que posteriormente llamaremos delirio. Y del poeta, dice María Zambrano: “Quiere delirar, porque en el delirio alcanza vida y lucidez. En el delirio nada suyo tiene ningún secreto. Se consume ardiendo como la llama y dice y canta. Vive prendido a la palabra, es su esclavo”. 
Y por mucho que así fuera, que fuera la palabra su mayor amo y prenda ¿no es otra vez lo propio del poseído, del delirante, el “no saber lo que dice”? ¿Cómo justamente quien tiene en la palabra su gran morada, quien supuestamente más la conoce, en todos sus dobleces y silencios, consonancias y metáforas, de quien se dice que la domina, cómo es que puede ser precisamente éste el que hable sin-saber-lo que dice?
Ya nos habíamos preguntado al principio: ¿qué comprende el poeta y cómo hemos de comprenderlo a él? Si sabe muy bien el filósofo lo que dice y no parece el poeta saberlo del todo, ¿porqué, en un movimiento opuesto, a saber desde el romanticismo alemán y del cual todos somos herederos, hasta ahora mismo, se pensó ya también prácticamente lo opuesto?
Es famoso el dictum de Holderlin en Hiperión: “el hombre es un rey cuando sueña y un mendigo cuando piensa”. Esa es una de las sentencias que abre la puerta a una nueva consideración de la poesía, que esta vez es la más sabia, más comprensiva, por muy cifrado que pueda parecer en un primer momento su lenguaje. Su comprensión salta por sobre el concepto, salta sobre la convención de lo comprensible y se abre a otros modos de significancia que son de otra índole que la filosófica y en la que todo el ser participa. ¿Es posible, en estas circunstancias, muy otras, sostener la razón entre y con las sombras errantes? ¿Cómo así?...





[1] Aquí usamos la versión en línea de La República traducida por Manuel Fernández-Galiano
[2]  El primer tomo del Último reino de Pascal Quignard se llama, precisamente, Las sombras errantes. No hay en todo el libro, sin embargo, ninguna referencia explícita a estas sombras errantes, encontradas en La República, aunque sin duda son las mismas. Hay un capítulo, llamado La sombra, en el cual podemos encontrar estas frases: “Hay en leer una espera que no busca ser colmada. Leer es errar. La lectura es la errancia.”(Les ombres errantes, Grasset 2002)
[3] Edición electrónica de www.philosophia.cl

Reseña

Sal de tu tierra, planos y niveles

Una propuesta que muestra diferentes perspectivas o posibilidades de abordar-entender la nueva novela de Manuel Vargas.


Martín Zelaya Sánchez

La más reciente novela de Manuel Vargas, Sal de tu tierra (Correveidile, 2014) es un conmovedor y bien logrado trabajo al cual vale la pena aproximarse desde diferentes niveles o planos.

I
Una anciana, Melisa, rememora su vida e intercala pasajes de su infancia en el altiplano orureño, con diálogos, referencias y alusiones en el “presente” y otras etapas de su vida, plagada de azares y penurias: pobreza extrema, familia desintegrada, migración obligada, trabajo infantil… lo que desencadena en una adultez no menos compleja: fracaso matrimonial, desplazamiento continuo y precariedad laboral.

II
Vargas ratifica su perfecto dominio de la dinámica rural boliviana –como lo hizo ya en Música de zorros, por sólo poner un ejemplo de su vasta obra- y sus diferentes características y expresiones, verbigracia: textiles, tejidos con sentido, razón e historia; sueños como premoniciones o guía para decisiones importantes; naturaleza-animales-plantas y su comportamiento como agoreros y mensajes; dilemas sociales: entre originarios también hay discriminación campesinos-indios, con pollera-sin pollera…
Logra el autor una verosímil descripción de la forma de vida en el campo: la pobreza y los sacrificios, pero sobre todo los modos de producción y subsistencia que se van perdiendo: migración comercial cíclica, trueque, autogestión agropecuaria, relación no corrompida con la naturaleza y a tono con las tradiciones y sabidurías ancestrales.

III
Novela eminentemente narrativa: relato de una historia específica, de una vida; novela de viaje: traslado, trashumancia, búsqueda eterna; novela de sentimientos y sensaciones extremas: dolor, separación, desolación, abandono, desarraigo.

IV
Gran trabajo técnico y estilístico del autor que propone un lenguaje con fonética aymara; si Periférica Blvd. de Adolfo Cárdenas reproduce el modo de hablar de los aymaras de ciudad (con más humor y modismos occidentalizados), en este caso se reconoce ante todo la filosofía del lenguaje, el sentido de las cosas, el modo de pensar que se intuye de la mala traducción-interpretación que hacen en su mente los aymarahablantes que se ven obligados a expresarse en español.

V
La obra permite un paseo histórico por los últimos 70 años del país desde perspectivas poco explotadas en nuestra literatura: el interior -el “yo”- de una mujer (primera “novedad”, acostumbrados como estamos al protagonismo masculino), de una indígena (con su lenguaje, cosmovisión e idiosincrasia particulares y únicos), todo esto logrado por un escritor varón que no flaquea en ningún momento en la difícil misión de contar en primera persona desde una posición femenina.

VI
A modo de sintetizar, hay que reconocer tres niveles de acción paralelos planteados en esta novela breve, cada uno de los cuales por sí mismo, e interconectados, conforman una simple pero sólida estructura:

-          La historia de Melisa per se
-          La ambientación-explicación que hace Na (su segundo marido), siempre en el contexto de su obsesión por estudiar y explicar a su mujer el triste destino del pueblo uru del que ella desciende).
-          El viaje de los llameros -don Donato y Francisquito- que en tres o cuatro capítulos intercalados muestran un contrapunto del viaje, ya no como huida o búsqueda obligada, como es la migración, sino más bien de conocimiento, comercio, integración.

VII
“Melisa narra desde la muerte”, apunta Ana Rebeca Prada en el texto que preparó para la presentación del libro, pero no sólo narra desde “el más allá”, sino que se desarrolla como personaje, interactúa: emite, transmite, recibe desde un plano a veces metafísico, aunque recién hacia el final de la obra uno cobra noción de ello, y, claro, entiende que el afán del autor y los métodos que escogió para llevarlo a puerto son por demás pertinentes.


(PD. El escritor mexicano Hugo Hiriart dijo una vez que “todo buen libro empieza en la portada”, es decir, no es detalle menor el diseño de la tapa de una novela, poemario o libro de cuentos. Si algo hay que cuestionarle a Manuel, respecto a esta su última obra, es precisamente haber obviado este pequeño pero no por ello deleznable detalle). 

Lector al sol

Apuntes mínimos sobre ciencia ficción boliviana



“Lo mejor está por venir”, dice el autor de esta nota al referirse al aún incipiente panorama de este género literario en el país.


Sebastián Antezana

Si fuéramos a resumir sus ocupaciones en tres o cuatro frases, diríamos que los viajes en el espacio como premisa, el futurismo como bandera, la historia especulativa como trasfondo y la extrema tecnologización de las sociedades como marca registrada son algunas de las características de un discurso que ha devenido en género de culto tanto en cine como en literatura: la ciencia ficción.
Si fuéramos a definir muy a grandes rasgos este discurso, indicaríamos que en su vertiente literaria, la narración de ciencia ficción tiende a constituirse como una proyección pública de una trama privada, el gran despliegue de un relato de cauce y conflictos más bien interiores. Por eso, en gran medida, clásicos del género -como 1984, de George Orwell, o Fahrenheit 451, de Ray Bardbury- se leen fácilmente más allá de las historias que cuentan y se concretan como metáforas correspondientes a la coyuntura en que fueron escritos y, en rigor, correspondientes también a otras coyunturas.
Si fuéramos a dar algo más de detalles, podríamos ver que el núcleo común de todas las historias -las buenas- de ciencia ficción pasa por la confrontación con una parte de la realidad que no tiene que ver con el artificio técnico ni el desplazamiento espaciotemporal en sí mismo -salvo algunas excepciones-, que este núcleo construye una problemática atemporal que se concreta en paralelo a la historia del mundo y, por lo tanto, tiene la capacidad para cuestionarla.
De ahí que temas como el control totalitario, la intolerancia colonial en todas sus facetas, el drama ecológico, las relaciones humanas, la constante de la violencia, las transformaciones culturales -que siempre tienen como base al propio cuerpo- e incluso la historia intelectual, sean los centros de las mejores obras de ciencia ficción.
Si fuéramos a contextualizar la literatura de ciencia ficción en Bolivia sospecharíamos que es por eso que, quizás, los más grandes aportes que en el país se han hecho al género (pienso, sobre todo, en novelas como De cuando en cuando Saturnina e Iris, seguramente las dos cimas del género en nuestro contexto) tienen que ver con privilegiar la exploración de psicologías, imaginarios tradicionales, hechos históricos específicos e incluso reflexiones sobre la forma y posibilidades literarias (es decir, reflexiones meta literarias que en este caso se presentan como meta genéricas) antes que los elementos tecnológicos o fantásticos de las historias, elementos que sirven solo como alegoría y soporte de una vocación narrativa más bien -por más paradójico que esto suene- ligada al realismo (hecho que, por otra parte, ya había sido anticipado con la transformación de una primera ciencia ficción clásica y futurológica al subgénero del cyberpunk).
Si dijéramos algo más -en realidad muy poco- sobre el contexto nacional, empezaríamos afirmando que en Bolivia tenemos una tradición todavía incipiente en lo que se refiere a la escritura de ciencia ficción -por no hablar de la tradición crítica del género que es, como la de tantos otros, inexistente-, un grupo relativamente pequeño de escritores que, sobre todo desde finales del siglo pasado, ha venido construyendo un corpus todavía desarticulado y con evidentes altibajos aunque ya más o menos visible.
Entre ellos, Alison Speeding y Edmundo Paz Soldán son quizás los dos casos más destacados con las novelas De cuando en cuando Saturnina (Speeding, Mama Huaco, 2004) e Iris (Paz Soldán, Alfaguara, 2014).
Ambas novelas narran historias complejas, altamente convincentes y capaces de interpelar nuestro horizonte políticocultural desde la especificidad del imaginario y las problemáticas andinas (la primera) y desde la crítica a la historia colonial y la cuestión minera (la segunda).
Hasta la fecha, De cuando en cuando Saturnina e Iris son los dos puntales más sólidos de la que puede ser una plataforma vital para posteriores y más prolongadas experimentaciones, la primera planta del futuro edificio de la ciencia ficción boliviana.
Si fuéramos a ahondar algo más en la cuestión de practicantes nacionales del género notaríamos que Paz Soldán y Speeding, desde luego, no son los únicos.
Durante los últimos años escritores reconocidos en el país han publicado libros como El huésped (Gary Daher, La Hoguera, 2004); El despertar de la bella durmiente (Adolfo Cáceres Romero, Kipus, 2009); Helena 2022: la vera crónica de un naufragio en el tiempo (Giovanna Rivero, La Hoguera, 2012); Después de las bombas (Gonzalo Lema, La Hoguera, 2012).
Además, autores quizás menos conocidos, y en su mayoría más jóvenes, nos ofrecen también libros que juegan con el género, como El viaje (Rodrigo Antezana, Nuevo Milenio, 2001); Memorias de futuro (Miguel Esquirol, La Hoguera, 2008); NOVA (Dennis Morales Iriarte, Kipus, 2013);  Hyperrealidad: El evangelio de las profundidades (Ronald Rodríguez, Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz 2011), Samay Pata. Al rescate de los selenitas (Iván Prado Sejas, Kipus, 2012); El hombre (Álvaro Pérez, Kipus –Premio Plurinacional de Novela Marcelo Quiroga Santa Cruz–, 2013).
Si tuviéramos que finalizar esta pequeña reseña con una nota positiva, diríamos tal vez que la mayor -y quizás la mejor- parte de la literatura de ciencia ficción en Bolivia todavía queda por escribirse.
Esperemos que el nuevo milenio, auspicioso en este sentido como parece ser, asegure la promesa de una literatura de género comprometida con sus formas futuras, consciente de sus horizontes utópicos y el alcance de su imaginación distópica, y capaz de constituirse como canal productor de nuevos sentidos en el marco de los discursos culturales bolivianos.       


Etc.

Héctor Abad Faciolince: “escribir es enajenarse”


El autor -periodista y escritor boliviano residente en Suecia- transcribe un encuentro con su admirado colega colombiano.


Carlos Decker-Molina

Primavera en Estocolmo significa, muchas veces, pleno sol, vientecillo frío y llovizna implacable. En ese marco ambiental me fui a la Biblioteca Real, la más grande y completa de Suecia, a escuchar un diálogo del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince con Joan Álvarez, director del Instituto Cervantes y, de ser posible, no entrevistarlo sino platicar con él.
Por un error en mi lectura de la invitación llegué a la biblioteca a las 17.00. La empleada me miró con sorpresa pero me dejó pasar y me previno que había que esperar en un hall, pues el anfiteatro se abriría en una hora, “hay un fotógrafo que llegó antes que tú” me dijo con una sonrisa rubia y una mirada de aguas de lago sueco.
No terminé de encender mi tableta para leer algún chisme de las redes sociales cuando escuché un español con matices colombianos y ahí estaba frente a mí Héctor Abad Faciolince que, sin más se acercó al haber detectado (me lo dijo más tarde) que tenía su libro entre mis pertenencias circunstanciales.
Le conté que su novela El olvido que seremos es un regalo de una periodista colombiana que fue mi alumna en un curso para colegas latinoamericanos en 2007-8; tomó el ejemplar en sus manos abrió una página y escribió:
 “Para Carlos Decker Molina colega periodista y primer lector que encuentro en Estocolmo”. ¿Qué te pareció? me dijo al devolverme el volumen.
Héctor podría ser mi hijo de un casorio prematuramente adolescente. Tardé en responderle por el respeto que le tengo a su literatura e hice una escapada hacia adelante:
“Era una madrugada veraniega, con ese sol sueco de las dos de la madrugada que no deja dormir, cuando llegué a la página 243, en la que relatas en asesinato de tu padre…, lloré”, le conté y le cité de memoria el párrafo pertinente:
“¿Alcanzó a verlos mi papá, supo que lo iban a matar en ese instante? Durante casi 20 años he tratado de ser él ahí, frente a la muerte, en ese momento”.
Héctor me miró casi con ternura: “Hermano” , me dijo y saltó otro párrafo dicho de memoria por el autor: “no sé si en la penúltima página escribo que todos somos hermanos, en cierto sentido, porque lo que pensamos o decimos se parece, porque nuestra manera de sentir es casi idéntica, espero tener en ustedes, lectores, unos aliados, unos cómplices, capaces de razonar con las mismas cuerdas en esa caja oscura del alma, tan parecida en todos, que es la mente que comparte nuestra especie”.
Todos tenemos memoria -le dije- pero con significados distintos, ¿qué es para ti la memoria? “Es la historia cultural del ser humano. Alguien dijo que somos unos enanos encaramados en los hombros de unos gigantes. Ese gigante es la memoria”; cuando iba a seguir la línea de su opinión, alguien lo saludó con atildamiento. Era un funcionario de la embajada, también me saludó y lo se lo llevó; pero Héctor se volvió y en su mirada leí el interés por volver.
Mientras lo esperaba recordé que El olvido que seremos es un libro que desborda el amor confeso, un amor desbordante que derivaría en impúdico y en una literatura de excesos de no estar escrito con la maestría de Héctor, que tiene por herencia el dolor y el amor.
“Hay mucha gente que considera mi libro como una denuncia”, me dijo a su retorno y siguió razonando: “las denuncias están bien para el periodismo o para los defensores de los derechos humanos. Quizá una historia íntima sea la mejor forma de escribir una denuncia, sin que lo parezca”.
Como queriendo eludir el tema, me preguntó si leí otros de sus libros. Le dije que El olvido… fue el primero y Basura, el segundo (entre el día de mi charla con Héctor y el día en que escribo estas líneas leí Angosta a sugerencia de un colega boliviano y está a la espera, El tratado culinario para mujeres tristes, que había sido escrito en su lecho de enfermo). Me obligó a cambiar de tema y por eso le pregunté cómo surgió la idea de Basura.
Héctor rió, se pasó la mano por su cabellera como arreglándola y me dijo: “Me enteré del Primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora y supe que uno de los jurados sería Roberto Bolaño y mandé Basura y… gané”
Basura analiza las relaciones entre escritura y lectura desde la originalidad de vincular a la literatura con lo inservible, “sobrados de un mediocre banquete”. Se trata de la curiosidad de un vecino que tiene acceso a los relatos de un novelista fracasado: Davanzati, que tira a la basura sus originales una vez escritos. Estos desperdicios conforman luego un muestrario de estilos literarios de un escritor que trabaja para nadie.
Los tres libros de Abad Faciolince los he leído con facilidad gracias a su narrativa casi periodística, una profesión que sigue practicando y de la que dice que tiene dos cosas importantes: “la unidad del trabajo cotidiano y la curiosidad diaria”. Coincidimos en que la escritura es un oficio y en algunos casos -los más en América latina- conlleva el riego sobre todo cuando de opinar se trata.
Otra característica de las novelas de Héctor Abad Faciolince es que no pueden clasificarse dentro el mismo molde, una puede ser testimonial (El olvido…), otra innovadora (Basura) y Angosta, una suerte de ciencia ficción socio-política.
“¿Es tu literatura una hibridación?”. “Creo que hay dos tipos de escritores, los que escriben variaciones sobre un mismo tema -pasa no solo en la escritura, ahí tienes el caso de Botero y sus gordas- y el que escribe el mismo libro como Rulfo, en parte García Márquez o escritores que buscan como Calvino. Hay gente más fiel a sus obsesiones. Otros nos aburrimos y somos infieles. Ni una tesitura ni la otra es garantía de nada”.
Me pareció que entró en trance porque siguió hablando de literatura: “escribir es enajenarse, salirse de uno mismo, pero luego hay que ensimismarse, porque escribir es un oficio en solitario. No te fíes de la fantasía. Hay que tener capacidad de observación, oír lo que dicen los demás”.
Lo interrumpí y sin pedirle disculpas que, iban inmersas en el tono de mi voz, volví al Olvido que seremos. “Reflexionaste casi 20 años antes de escribir ese entrañable texto sobre tu padre. ¿Hubo una circunstancia particular o fue  reflexión a secas?”.
“No, ninguna circunstancia especial, fue constancia de años. Pues intenté una y otra vez sin éxito, pero nunca dejé de intentarlo. Un día me di cuenta de que había hallado el tono adecuado. Adecuado, al menos, para llegar hasta el final de la historia”.
El sol de la primavera sueca iluminó el recinto. Alguien casi ordenó que ingresáramos en el anfiteatro. Ya adentro se escuchó que una mujer probaba el sistema de audio. El escritor y el director el Instituto Cervantes se sentaron en los sillones y todo comenzó con las pronunciaciones del apellido Faciolince, ¿la italiana o la española?... que sería como preguntar ¿la toscana o la castellana? El escritor dijo como “suena”. Las luces se opacaron, silencio, etc.


Ojo de Vid

Cómo escribir (más) mejor

A modo de presentación e invitación, el autor habla de su próximo libro pronto a lanzarse.


Ramón Rocha Monroy  (El Ojo de Vidrio)

Acaba de salir de imprenta el libro Consejos para escribir (más) mejor (Kipus, 2014) que será entregado en breve y, aunque tarde, leo unas palabras confirmatorias nada menos que de José Lezama Lima en un libro de entrevistas de antología.
Esos diálogos con José Lezama Lima editados en Cuba, en un libro maravilloso que me trajo mi hija Camila, iluminan ese afán de dar consejos formales para escribir. Mauriac, escritor francés católico y Premio Nobel de Literatura decía cuán importante era la técnica o la estructura en el arte de escribir y Lezama opina:
“Yo soy renuente a usar en literatura expresiones como técnica o estructura. (…) De las técnicas se derivan leyes. Por el contrario, un configurador de la expresión, un pintor, un escritor, tienen experiencia de taller, la balanza secreta para la gravitación de cada palabra o de cada color. Si mi novela ha podido desenvolverse ha sido por el desprecio de todas las técnicas, de los clichés para construir novelas. Yo no tengo una técnica, yo no recomiendo modos ni maneras, yo no tengo ningún parti-pris al enfrentarme con la palabra”. Y aquí viene lo bello: “Tengo la alegría de ver las palabras como peces dentro de la cascada”.
El maestro Ricardo Pérez Alcalá no creía en la inspiración; pero si existe, decía, mejor que te pille trabajando. Lezama dice lo mismo: “la disciplina o la continuidad de un escritor consiste en estar despierto a la llegada no avisada de las horas privilegiadas”.
Aún más y cito: “desconozco totalmente lo que significan hábitos prácticos en poesía o en prosa, y la frase bíblica ‘cómete este libro’, tenía en mí una realidad. Leer era para mí una nutrición orgánica”.
Le preguntan si son placenteras las horas que dedica a escribir y contesta: “yo no calificaría de placenteras ni de gimientes las horas en que escribo, sino como algo que tiene que verificarse como un doble que está afanoso de saltar de mi piel. La escritura es para mí un sortilegio numeral. Como la extensión crea al árbol, la escritura me regala una escala, un ejército de hormigas que se despliegan en una ciudad en la cual puedo pasar la noche. En esa nueva ciudad puedo hablar o dormir, con palabras y gestos parecidos a los míos habituales, pero que no son los mismos, que pueden alejarse desmesuradamente o penetrar por mis ojos oscureciéndome de nuevo”.
Por último habla de la afición latinoamericana por la palabra antes que por la acción. Tal como dice la Biblia, que en el principio era el verbo, y el verbo estaba en Dios, y el verbo era Dios, Lezama añade: “el latino ha sido siempre nombre del verbo; ha visto la acción a través del verbo, mientras otras razas, como la sajona, se han quedado demoradas en la acción. En este sentido, la búsqueda del verbo ha traído una gran comunicación entre los humanos, en tanto que la búsqueda de la acción ha traído la dispersión y aun hemos terminado en guerra por buscar la acción antes que el verbo”.
Le preguntan cómo definiría su estilo y Lezama dice: “¿Tengo yo un estilo? ¿Se me puede considerar un escritor que tenga estilo? Lo que me ha interesado siempre es penetrar en el mundo oscuro que me rodea. No sé si lo he logrado con o sin estilo, pero lo cierto es que uno de los escritores que me son más caros decía que el triunfo del estilo es no tenerlo”.
Las citas son de Ciro Bianchi Ross: Así hablaba Lezama Lima. Entrevistas. Colección Sur, La Habana, 2013.
Pues bien. En la solapa izquierda de los Consejos para escribir (más) mejor hay una nota que define bien el contenido del libro y dice así:

Disuasoria
Narradores famosos se han tomado la molestia de codificar sus consejos sobre cómo escribir (más) mejor, pero el encanto de estos radica en no tomarlos en serio. Esa es la gracia de las letras: que estos consejos sirven y no sirven, orientan y desorientan, llenan la cabeza y la vacían, de modo que no hay verdad mayor que la de uno frente a la página en blanco, tan inerme como cuando nació o cuando hizo esfuerzos por repetir su primera palabra.
De mí sé decir, como escucho en boca de doctos, que jamás tomé en serio mi oficio de escritor, porque me pareció tan respetable como el de un carpintero, un zapatero, un plomero, un albañil o un deportista, ocupaciones en las cuales me declaro completamente inútil; pero, a fuerza de teclear, sospecho que tengo alguna destreza en el comercio con las palabras.
No falta gente de buena voluntad que quiere hacer de mí una persona distinguida y respetable. Tan no lo soy que algunos y algunas, muchos y muchas no saben mi nombre: me dicen Manuel, Sixto, Monroy e incluso me cambian de sexo, pero, eso sí, me identifican al tiro por mi chapa de periodista, porque soy su amigo Ojo de Vidrio y me complazco en describirme como un ciudadano de a pie, que goza de pedalear su bicicleta, vestirse a su aire y vivir de alquiler mensual, como cualquier estudiante.

Invito a todos ustedes a leer las páginas que siguen por puro placer y no para convertirse en literatos, que es lo peor que les podría ocurrir.

Sombras nada más

Piedra y ojos


Dos aproximaciones, dos universos poéticos. Carlos Aldazábal y Camila Charry.



Gabriel Chávez Casazola

Hace pocos días me tocó presentar en nuestro país los libros de dos autores sudamericanos que nos visitaron. Una, la poeta colombiana Camila Charry, publicó su libro Otros ojos en Ecuador, en El Ángel Editor. Ambos somos compañeros en la colección El Otro Ángel, de autores extranjeros, y ella me invitó a escribir unas líneas en su contratapa.
El segundo, el poeta argentino Carlos J. Aldázabal, acaba de ver editado en Bolivia, bajo el sello Kipus, su libro Piedra al pecho, originalmente aparecido en la editorial española Valparaíso. El lector, pues, podrá encontrar este libro relativamente a mano.
Contra la liviandad imperdonable de esta edad frívola, encandilada por lo fugaz y signada por el olvido, por un lenguaje que, a la par, renuncia a la trascendencia y elude nombrar lo esencial, Aldazábal elige (¿erige?) la piedra como signo de contradicción en su poesía.
Templada, austera, su escritura pareciera tomar de ella, cuando está quieta, su disposición a la permanencia; y cuando está en movimiento -piedra al pecho- la terrible economía de lo certero.
Tendidos entre un bucolismo árido y una urbanidad deshabitada, los poemas de Carlos Aldazábal son como las arrugas de las piedras, como sus vetas, como sus manchas: el registro de lo que nos modela y gasta. Eso permite el canto: / acomodar el viento a la memoria.
¿Desesperanza? Sí: una canción de amor / destinada a una sombra. Pero también el reverso: la canción de las cenizas que volverá a sonar para acunarnos, las plantas agradeciendo lo que apacigua, una mujer que hacía sonreír a los mendigos y la inminente resurrección del carnaval cuando es febrero.
Esas y muchas otras revelaciones aguardan al lector en estos textos donde alienta el tenue resplandor de lo perdido, la elemental hoguera de unos huesos demasiado parecidos a nosotros.
Paso ahora al libro de Camila Charry, cuyos poemas son parpadeos frágiles y a la par poderosos, a menudo nimbados de fábula, en que los animales, las hojas, el mar o la mañana son alegorías que nos permiten mirarnos (y mirar) con otros ojos y decir del mundo con otro alfabeto, su alfabeto, hasta descubrir una luz otra, otra constelación, que revierte nuestro centro a su decir primero.
Solo entonces se hace posible mirarnos desde nuestros propios ojos y nombrar con una palabra nueva, despojada, descalza (y tejo aquí con las propias palabras de la autora) a la tierra cuya lengua lamerá nuestro vientre y nos vaciará de memoria; esa voz áspera y lejana que nos parte; las rocas que nos crecen en el centro; la casa que se desploma a las seis y la madre que corta el tomate y la cebolla esperando una aparición.
Esa aparición, de la mano de Camila Charry Noriega, resulta ser la poesía, palabra que aletea y quiebra el triste sonido de la espera, memoria que honra lo poco del mundo que de verdad nos premia, sangre que traza rutas de regreso a la herida de la que nuestro cuerpo es cicatriz.
Solo basta con cerrar los ojos / para descubrir esa palabra / que adentro arde; esa voz que nos traspasa como va diciéndose la luz entre los árboles, soplo que nos ronda, apenas aroma de un asombro esencial.


jueves, 19 de junio de 2014

Parhelio

Illimani real


Sobre la obsesión-recurrencia de Arturo Borda –pintor y escritor- con la emblemática montaña paceña.


Paleta en la que Arturo Borda pintó un Illimani. (Cortesía: Familia Alarcón)

Rodolfo Ortiz

En otro texto había sugerido que en el incipit de El Loco la nota acerca de cierta forma tipográfica “inalterable” resulta primordial para la comprensión de tres inscripciones que dan cuenta de la aestesis que sostiene su escritura. Voy a referirme en este texto a la tercera de estas inscripciones, y que tiene que ver, si vale la expresión, con una tipografía “cromática” del Illimani como rasgo “inherente al fondo mismo”.
Los historiadores del arte en Bolivia han reconocido la importancia de la obsesión estética de Arturo Borda por la “legendaria” montaña andina de La Paz. No voy a intervenir en su vasto recorrido, pero sí quisiera proponer una lectura, al cabo diferida, de aquel lugar común que ha visto y comprendido en este trabajo un esfuerzo por plasmar una “cosmovisión andina […] sintetizada en sus varios Illimanis” (Roa dixit).
Es innegable que la presencia de esta montaña en los cuadros de Borda es, además de innumerable, multifocal. Sus buscadores han catalogado más de una docena de cuadros de Illimanis y, sin exagerar, tal perspectivismo abarca Illimanis pintados desde Llojeta, desde las Ánimas, desde el Altiplano, desde el centro de La Paz, desde el amanecer, desde más allá del amanecer, desde la casa de su hermano en Sopocachi, desde más allá de la casa de su hermano en Sopocachi, todos y otros tantos, sin duda, aunados en la frase de Saenz de Vidas y muertes cuando escribió que “[E]ste hombre extraordinario vivió y murió pintando el Illimani”.
Me pregunto, sin embargo, si esta insistencia no trae consigo la idea de una operación de ocultación; la idea de que estos cuadros actúan menos en el campo de la representación que en el de una trompe-l’oeil. Borda hizo aparecer Illimanis en planos de toda índole, pero también bajo formas no del todo protagónicas o de “peso visual”, que son las que en todo caso me interesaría resaltar aquí. Personalmente me atraen más aquellos Illimanis “menores”, como toda su literatura, que aparecen en la lejanía de un “fondo inherente” y que suelen en muchos casos pasar incólumes y desatendidos por la vista del espectador.
Vemos, por ejemplo, fondos significativos de Illimanis en “Kantutas” (1928) -que sugiero no confundir con “El Illimani y la kantuta” (1943) donde una mano memorable le brinda-, o también en “La sombra del pintor” (s/f), en “El Demoledor” (1945), en “Crítica de los ismos y triunfo del arte clásico” (1948) o en el no menos importante “El pensador” (s/f), donde Borda alegoriza la aparición de la desaparición misteriosa del Loco. Quiero decir, cuando el pintor representa problemas estéticos articulados al proceso composicional de sus obras, la presencia del Illimani resurge desde una inherencia que opera como un límite real que soporta todas las fantasmagorías de su arte, que es a lo que me refiero al mencionar la idea de una operación de ocultación que engaña y acaso defrauda a los ojos.
Pero este recurso adquiere una dimensión crítica fundamental cuando el Illimani es transportado a la paleta misma del pintor, quiero decir, al soporte desde el cual el mundo para un artista del color y de la línea adquiere un sentido.
Esta paleta con Illimani es un obsequio del pintor a sus sobrinos Luis y Carmen Alarcón Borda tres años antes de morir. Un innegable testamento artístico que cifra el sentido de una búsqueda a través de una imagen que ocupa el centro del soporte, que es una paleta mediante la cual el pintor crea su mundo. Una paleta como cuadro es el reverso de la imagen de una escritura que escribe acerca de escribir. Y en este gesto, que soporta también la imagen del fracaso como fundamento de la búsqueda, se hace posible el momento milagroso del descubrimiento de una estética que pone en evidencia el procedimiento de cómo ha sido creada y de cómo se la piensa.
Los manchones rojos, ocres, azules, amarillos y su espesura en la orgía de color que parece provenir del contorno níveo de la paleta, rodean al Illimani a través de un fondo que pone en evidencia su artificio, la cara real e irreversible de su hechura que tres diminutos habitantes también la sostienen. Pero también la inaccesibilidad hacia lo visible que se representa en ese instante de vacío desde el cual el Illimani se inscribe como leyenda de ese fondo, llega a configurar un sentido único y repetible, quiero decir, “una forma inherente al fondo mismo” donde cada color ha trabajado ya en constelación. Al germinar la montaña en el corazón de su paleta, el pintor sabe que miramos lo que se supone debería ser el Illimani, pero que más allá de tal suposición, sabe también que del mundo no vemos más que manchas cromáticas fragmentarias trabajando en pos de tal sentido. En la escritura de El Loco el mecanismo replica este procedimiento. La materia en sí misma es nada, desierto indiferenciado, pero ese real es el presupuesto inherente para el nacimiento de un nombre, al cual adviene la cosa para llegar a la rareza de ser. Desde ese desierto quisiera leer estas palabras (sobre todo la última) que el narrador sofoca al presentársele de súbito la montaña, líneas después de contar que había repetido un millar de veces, sin motivo, sin querer, sin pensar, el fragmento “…as Luz De Luna, la víspera…”: “Una especie de modorra comienza a marearme. De pronto ¡qué cosa más rara! Veo el Illimani…”. (31)
¿Qué rareza de ser habrá en los ojos de esa parejita en tres que contempla la montaña tricumbre? ¿Qué sucedería si debajo de esta paleta pondríamos, siguiendo a Magritte, la frase “Esto no es un Illimani”? ¿O si lo duplicásemos colocando la paleta debajo del Illimani real? Sucedería justamente aquello que ya sucede al poner el Illimani al centro y al fondo de una paleta: una evidencia que nos suspende, una rareza que se nombra, una montaña abigarrada de leyendas.


Reescribir hasta que duela


En literatura es común corregir o revisar, pero ¿volver a empezar o volver a crear…? La autora indaga sobre la re-escritura en los cuentos del joven autor boliviani Guillermo Ruiz.



Giovanna Rivero 

“Lo mío es el cuento”, me dice Guillermo Ruiz Plaza en una conversación por chat. Me lo dice no para aclarar o justificar nada, sino como quien expresa un rasgo de personalidad, algo esencial a una especie o, de no existir esa suerte de determinismo, como quien se ha decidido -cual Ulises surcando mares- por una línea en el horizonte.
Me dice también que la reescritura es la mejor parte de su oficio, pues “allí cobra sentido todo”. Y estoy de acuerdo. Yo también disfruto intensamente de ese momento en que, tendidas las cartas y sus arcanos sobre la mesa, todavía y más que nunca es posible torcer el destino de los personajes o subrayar (o atenuar) sus decisiones, sus palabras, la manera en que prefiguran su presencia respecto a sus rivales en ese crucigrama de circunstancias que uno ha creado.
Reescritura y no sólo corrección, subrayo, pues en este viaje de regreso lo que importa es la mirada, que cambiando unos grados su ángulo consigue ver y revelarle al lector aristas y hendiduras en las acciones y espacios de los personajes que llevan el cuento a un nivel simbólico mejor logrado, más inquietante, mejor conectado con las aguas del subconsciente.
Es precisamente sobre esta apuesta de Ruiz Plaza, la reescritura, que quiero anotar un par de factores interesantes y puntualmente valiosos como parte de un modelo de aprendizaje. Y cuando digo “aprendizaje” no me refiero únicamente a los escritores o escritoras que recién se avientan en esa caída libre que es la escritura creativa, sino a los que estamos en permanente búsqueda, en perpetuo ensayo, con algunas certezas conquistadas pero aún muchísimas regiones de franca y desafiante oscuridad por penetrar.
Primero: Guillermo Ruiz Plaza ha reescrito todos los cuentos que forman parte del volumen La última pieza del puzzle, publicado en 2013 por la nueva y prometedora editorial 3600. Es un libro elegante debido tanto a la prosa cuidada como a un nivel de densidad que no todo conjunto de cuentos alcanza.
Como bien dicen sus editores, se trata de relatos “orgánicos y unitarios”. En la mayoría de los cuentos el mundo interior de los personajes es el núcleo que dinamiza todo el relato, aun cuando la realidad parece, en un principio, actuar por cuenta propia: un niño es el más sensible testigo del inexorable deterioro del matrimonio de sus padres; una adolescente es sometida a tortuosas prácticas de piano; un inmigrante boliviano llega a conocer el lado siniestro de los apartamentos franceses; un huérfano revisa, desde las orillas de ese otro que lo habita, la noche en que murieron sus padres. Textos, en fin, que hacen del espacio doméstico el nido más fértil para alimentar los pájaros de la extrañeza.
Este logro visible del volumen es consecuencia, creo yo, de fuerzas más profundas que se asientan en el deseo mismo de responder a la realidad con una contraparte ficticia, pero no por eso menos real, sino más inquisitiva y desnuda.  
Comparando ambos momentos creativos, uno de los cuales ya es público gracias a 3600, y el de la reescritura, cuyo proceso Guillermo ha tenido la generosidad de compartir conmigo, es posible justamente percibir el trabajo simultáneo de, por un lado, roer el hueso hasta llegar a lo que Harry Belevan llama el “episteme fantástico” y, por otro, de galvanizar a los personajes, ya sea a través de una electricidad nueva en los diálogos o a partir de una sutilmente distinta disposición de los párrafos y de los adjetivos que funcionan como discretas tuercas capaces de hacer del texto una textualidad, es decir, una dimensión alternativa o paralela, un desdoblamiento que se produce gradualmente y que deja al lector equilibrándose en un limen pantanoso.
Belevan dice que el “episteme fantástico” sólo puede ser descubierto desde una sensibilidad filosófica, aquella que tanto los personajes como el lector se verán empujados a despertar y desplegar en la medida en que el relato ponga en entredicho la realidad y ellos se sientan conminados a comprender de qué trata semejante desajuste.
Esta sensación, por llamar de algún modo a la inquietud que paulatinamente provocan los cuentos de Ruiz Plaza, es la que experimenté, por ejemplo, al redescubrir Sombras de verano. Los fragmentos del texto A, en los que el autor describía los objetos o la atmósfera desde cierta pudorosa distancia, ahora en el texto B se nos aparecen limpios, sin la intermediación de la duda, sino expuestos, metiendo de lleno al lector en ese magma oscuro, húmedo y casero que es un departamentito francés, asolado por el calor de junio, amenazado por las moscas, el hedor y la decrepitud de los vecinos.
Ni en este cuento ni en ningún otro se profanan las leyes naturales como en el clásico fantástico, sino que, insisto, Ruiz Plaza apenas nos aproxima a ese episteme de extrañeza que está siempre en el umbral de la muerte y/o la demencia.
En otras palabras, la propuesta literaria de Ruiz Plaza parece estar de acuerdo con una máxima del pensamiento cuántico, aquel que afirma que la realidad se completa con la imaginación. Sin duda, tarea por excelencia del demiurgo: poner su imaginación al servicio de un mundo que hasta ese momento es sólo una abolladura caótica de signos, palabras, sucesos sin una verdadera conexión entre sí.
El hilo que ordena ese flujo casi absurdo es su imaginación, mas no sólo la que usa para concebir el temperamento de sus personajes y el desenlace amargo o grandioso de los relatos como cadena moral, sino fundamentalmente la metaimaginación, es decir, aquella que respira como un espíritu en los personajes y por cuya puerta ingresamos a otro plano de la realidad. Eso es exactamente lo que sucede en el cuento El atributo, cuyo protagonista debe rendir cuentas de su pasado atroz antes de que un “estigma” místico cristiano le tome lo que queda de su cuerpo.
Segundo y breve: Sinceramente creo que la reescritura como ars poética, sobre todo en un escritor joven como Guillermo Ruiz Plaza, pone en evidencia la diástole de su ambición y la ascética de su humildad. Volver sobre lo publicado para hurgar en la propia cosecha y entender con renovada lucidez las zonas pantanosas y las fácilmente transparentes, es un ejercicio de altísima rentabilidad.
Es así, creo, como se construye una simbología propia, tensionándose en ese diálogo interior entre la textualidad y el impulso, poniendo además el tiempo como mediador.
Guillermo ha rebautizado este segundo momento creativo con el título de Sombras de verano, y la idea, según me ha comentado, es justamente publicar en Francia este volumen de relatos galvanizados. Ese cambio en el lugar de (re)nacimiento del libro B es profundamente coherente con este recorrido, como quien reencarna bajo una nueva configuración astrológica, no siempre desde una absoluta borradura.

Estoy segura de que los lectores también se beneficiarán de esta magnífica didáctica y camino de templanza que es la reescritura. En todo caso, Sombras de verano es la prueba de que el puzzle ha radicalizado su naturaleza incompleta y es así como esa última pieza puede todavía ir deviniendo en contornos que nunca más se ajusten al molde original. Por ese camino parece ir la apuesta literaria de este cuentista y eso, sin duda, hay que celebrarlo. 

Artículo

El derecho a la pereza


Recuperación de una revolucionaria y epicúrea teoría: mientras menos trabajo y más ocio, más tiempo para el arte y el disfrute de los placeres espirituales.



Virginia Ayllón

Leyendo por primera vez El derecho a la pereza de Paul Lafargue (1880), la imagen que se me dibujó fue la de un joven -con rasgos caribeños a pesar de su afrancesado rostro-, atisbando una conversación entre Marx y Engels, y negando con la cabeza cada una de las aseveraciones de los padres del marxismo.
Negaba Lafargue la entronización del trabajo en la teoría marxista, la que a la par de criticar la alienación del trabajo por el capital, lo exaltaba como fuente de liberación.
Este joven de origen cubano, escribió este interesante ensayo luego de una azarosa vida política que lo llevo desde al anarquismo hasta el más recalcitrante marxismo, organizando avanzadas marxistas en plena Guerra Civil española, “contra la influencia anarquista”.
El ensayo está dividido en cuatro capítulos y un apéndice. El primero, denominado “Un dogma desastroso”, explora los orígenes de la glorificación del trabajo, denunciando el olvido de la iglesia católica de los preceptos bíblicos del “sexto día de descanso” y otros.
El segundo y tercer capítulo, titulados “Bendiciones del trabajo” y “Lo que sigue al exceso de producción”, respectivamente, abundan en ejemplos de la desgracia del encomio del trabajo en la vida y la ideología de los trabajadores, quienes, según el autor, han “aprendido” de la burguesía el amor por el trabajo mediante el amor por el dinero.
Y, en el último capítulo “A nuevo aire, nueva canción”, expone la necesidad de recuperar el ocio para la humanidad, de sobreponer los “derechos a la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos derechos del hombre”.
Con un estilo asentado en la polémica y la ironía, este texto es un ensayo con todas las de la ley; proficuo en notas de pie, cita a filósofos, escritores y pensadores de la época, revelando, a la vez, un buen lector. La selección de sus fuentes descubre sus preferencias y no es raro, claro, que tome las obras de Cervantes, Quevedo y Rabelais como venero de sus ideas.
“Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” es el epígrafe que eligió Lafargue para su primer capítulo, verso del poeta y pintor alemán Gotthold Ephraim Lessing.
Tres horas de trabajo son suficientes, asegura el autor, yerno de Marx, y se despliega en ejemplos de sociedades pasadas -desde Grecia hasta cierta sociedad indígena de Brasil- que habrían florecido por su rechazo a poner al trabajo como centro de organización de la sociedad y, por el contrario, asentar en su médula el ocio y la creación artística.
Hannah Arendt, en su imponente La condición humana (1958), parece dar la razón a Lafargue al indicar que el único género de objetos que se libra del valor de uso es el objeto de arte: “las obras de arte son las más intensamente mundanas de todas las cosas tangibles; su carácter duradero queda casi inalterado por los corrosivos efectos de los procesos naturales, puesto que no están sujetas al uso por las creaturas vivientes”.
Pero son otros alemanes los que relativizan, hasta el extremo, la noción de ocio como derecho. Me refiero a los filósofos de la Escuela de Frankfurt, especialmente al texto Dialéctica de la Ilustración (1947) de Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, en el que, a través del análisis de la cultura de masas, evidencian que el mito del “tiempo libre” forma parte del catálogo del capital y del Estado por supeditar a la población. Para ello, dicen los autores, se crean la “industrias culturales” o válvulas de escape del  malestar, concepto que aúna los de cultura de masas, tiempo libre y consumismo.
En esa misma línea, Herbert Marcuse, en su Eros o la civilización (1955), considera que la sensualidad y el goce modernos, funcionan como un muro contra todo tipo de protestas. Los deportes y las diversiones populares, serían, para el ícono de las protestas estudiantiles de los años 60 del siglo XX, entre otros, rompeolas de la dignidad humana.
Así puestas las cosas, el texto de Lafargue, más que un programa, se ha convertido en base de una utopía, de la así llamada Sociedad del Ocio, o de quienes, como yo, soñamos en que el tiempo libre sea algo más que un espacio para olvidarse del trabajo, que siempre amenaza con retornar… y pronto.