Prólogo y apuntes de edición
Este es es el texto introductorio al libro Poesía (3600), que reúne la obra poética completa de Edgar Ávila Echazú. Una versión más corta aparece en nuestra edición impresa de 88 grados.
Marco Montellano
A lo largo de 50 años, Edgar Ávila Echazú (Tarija,
1930), publicó 12 libros de poesía en tres etapas, susceptibles de dividirse
tanto por la periodicidad de su publicación cuanto por la cercanía formal que
en cada una de ellas experimenta y ensaya la voz poética de este prolífico
autor, que ejercitó también la narrativa, el ensayo literario y publicó una
magna obra sobre la historia de Tarija. El libro que tiene en sus manos reúne
la poesía completa de Ávila más unos pocos poemas inéditos que completan su
último volumen publicado, además –en anexo– de una cronología bio bibliográfica
sobre el autor. Nos complace y honra ser parte de la celebración de las bodas
de oro de una obra poética vasta, sólida y bruñida, dispuesta a completarse en
las manos de los lectores de nuestro tiempo y –como suele suceder con la
literatura de sofisticada urdimbre–, de los tiempos venideros. El listado
bibliográfico de la obra poética de Ávila es el que sigue:
1.
Habitante
fugitivo (1965), Editorial Universitaria, Tarija.
2.
Memoria
de la tierra (1967), Editorial Burillo, La Paz.
3.
En
cautivos sueños encarcelada (1968), Editorial Universitaria, Tarija.
4.
Elegía (1979),
Editorial Universitaria, Tarija.
5.
Elegía
para Jaime Saenz (1990), Editorial El Horcón, Santa Cruz.
6. y 7.- en el mismo volumen: Prohibido barrer los parques en otoño y La Nao (1998), Talleres Gráficos M.C., Cochabamba.
8. y 9.-
en el mismo volumen: Canciones para
Maritza y La Noche (2015),
Impresora Polygraf, Cochabamba.
10, 11 y
12.- en el mismo volumen: Canciones de
Don Quijote a Dulcinea; Poemas
nocturnos y Poemas para mis bisnietos
(2016), Impresora Polygraf, Cochabamba.
Además, en el año 1991 la imprenta de la Universidad
Autónoma Juan Misael Saracho publicó una Antología poética, con los cuatro
primeros títulos del autor. Pese a su más bien precaria edición, el libro
interesa por un valioso añadido: firma el prólogo un célebre y cercano amigo
del autor, a quien Ávila dedica su quinto libro: Jaime Saenz. El texto, que
además de comentar la obra de Ávila evoca las décadas de su intensa amistad,
está firmado en La Paz en enero de 1979.
Es oportuno añadir que la Antología poética nos sirvió
como fuente de transcripción del primer y tercer libros de Ávila, de los que no
pudimos conseguir ejemplares originales. En el proceso tuvimos la suerte de
reunirnos en reiteradas ocasiones con el autor, quien dio su visto bueno final
al libro que de esta manera presentamos.
***
Para
honrar las imágenes las desnudo
y
trato de rasgar sus envolturas y retorno
entonces
a mis primigenias riberas
y
en la larga jornada los caminos se aclaran;
y
he aquí que reconozco los reflujos obsesivos
resonando
en los linderos de las tardes
ensombrecidas
por las urgencias despiadadas
que
el hecho de ser hombre
engendró
en el turbio lujo de las horas suspendidas.
(II,
en Memoria de la tierra, 1967)
El poema es lenguaje erguido, dice Octavio Paz en su
famoso ensayo El arco y la lira. Inasible y contradictoria por naturaleza, hay
un gesto, una facultad esencial que soporta a la poesía: el trascender. Esta
idea, repetida por el nobel mexicano, está presente en las reflexiones de
autores tan distantes entre sí como Poe, Bachelard o Eagleton. La poesía
trasciende moviéndose hacia la originalidad de la palabra, buceando en la
ambigüedad primigenia que enflaquecen prosa y habla cotidiana. El trascender de
la poesía como una afectación que altera, subvierte, conmociona, descompone y
plantea novedosas maneras de organizar el sistema común y acordado del
lenguaje. La poesía también como sublimación: estadio superior de la unidad
esencial de las artes.
Lo primero a destacar en la poesía de Ávila es la
atmósfera inconfundible en la que se inscribe su obra. Esta unidad es a la vez determinante y
distintiva en ella. “El aura en los poemas de Ávila Echazú es uno sólo; siempre
el mismo”, comienza Saenz en el prólogo que le dedica a la obra antológica
parcial del autor. La voz poética ondula en un tránsito entre búsqueda y
descubrimiento. La mayoría de los hallazgos se obtienen del mismo baúl de las
pistas: la memoria. “Ávila Echazú, a lo largo de los caminos recorridos,
descubre a nuestros ojos aquellos hitos por los cuales se define el auténtico
poeta alumbrando su búsqueda con un destello vital y dejando a su paso una
huella en que se cifran los hallazgos, a lo largo de los años, a lo largo de la
vida que se consume, haciendo resplandecer en la altura el mensaje
trascendental”, continúa Saenz.
Cercado
por la melancolía excitante
del
joven otoño cazando pájaros en trance,
con
la voz adquirida en los juegos míticos
perdidos
ya,
así
recuerdo al amor
cuando
descubrí que en el hombre se dan
los
adioses y los reconocimientos;
y,
asimismo, que puede escuchar los sonidos
del
diario conversar con la piel
y
también las consecuencias de la traición
y
la ansiedad y la medida de los días
(Agoniza
la tarde, en Habitante fugitivo,
1965)
Sus imágenes materializan en momentos plásticos. La
mirada contemplativa y cuestionadora de la soledad conoce la lucidez como signo
de nuevas e inacabables lecturas de los recuerdos y sus significaciones. La voz
poética de Ávila indaga en el interior y es dueña de una destreza: asir los
momentos trascendentales del tiempo. Capturar del instante exacto del cambio es
un logro original y personalísimo del autor, casi un sello. En sus cimas, la
poesía de Ávila acciona el mecanismo de la contemplación movilizadora: pinta un
escenario, su pluma funciona como un retroproyector que nos muestra la
fotografía mental que el ritmo propio de su palabra anima en cortos y sutiles
cameos, movimientos calculados: fotos que se convierten en GIF.
En el extremo opuesto de la musicalidad cantarina y
localista de los poetas tarijeños anteriores, cuyo máximo exponente es Octavio
Campero, en los versos de Ávila no sucede la rima. No está en primer plano la
musicalidad sino el ritmo en el que se demoran o precipitan los versos. En el
largo camino de sus 12 libros utiliza, no siempre con idéntica precisión,
varios modelos de escritura métrica. Logra en todos ellos, no obstante, el
cometido fundamental de la versificación: alterar el continuum de la sintaxis ordinaria mediante la disposición
codificada de unidades sonoras: Allí está otra vez el signo de su poética: la
atmósfera sacralizada, el paso trascendental del tiempo.
Las palabras llegan con menos profusión en los poemas
de su vejez: concisas, certeras, afinadas. El recuerdo sigue siendo el
mecanismo poético mediante el cual Ávila no narra sino escenifica ambientes,
sensaciones, reflexiones en torno a los demás… todo bajo el personalísimo
encuadre de su voz poética que escoge, precisas y taciturnas, a las palabras
que nominan y describen al tiempo en el cual se inscriben en búsqueda de una
intensa emoción, vigorosa en la distancia:
Vuelvo hacia las aguas
taciturnas,
a las indefinidas orillas
donde la cúpula
de un gran árbol esconde
el color de los días
y el clamor de los
insectos del verano:
¿quién podría desoír sus
llamados?
(II,
en Memoria de la tierra, 1967)
En los poemas que impelidos de afición organizativa
llamaremos la segunda etapa de la obra poética de Ávila (libros publicados
entre los 70 y 90), irrumpe mientras se oculta, circunda las imágenes, un
enigma cuya inteligibilidad reposa en los guiños y pistas que se descascaran de
la pared verbal que las soporta cual la paja de un muro reventado desde sus
adobes. Se cifra aún más en su aparente simpleza, condensa la poética de Ávila
con el paso de los años.
La atmósfera persiste, hay en el poeta un empeño: Observar
fotos, darles play a través de las
palabras que resignifican, convierten en obra a los recuerdos. El encuadre de
su mirada se mueve ahora, cámara en mano, hacia los detalles. El énfasis de las
impresiones primeras plasma en una acuarela. El pintor y el poeta se encuentran
en el verso.
El ejercicio de la memoria como afirmación de la
victoria de amar la vida, como abrigo y posición ante el presente del nombrar.
En este cometido, la infancia en Ávila es fuente inagotable de materia poética,
al igual que la ausencia, otro de sus leitmotiv.
La palabra tejida como una telaraña dispuesta ante la ausencia.
En los poemarios de su tercera etapa, publicados todos
luego de que el autor superó los 80 años, aparecen nuevos signos del quehacer
poético. La escritura se ha concentrado más sobre sí misma, la voz poética se
refugia en la familia y en la literatura. Donde antes estaban los padres y los
hijos están hoy los bisnietos y la esposa “como se oye el nombre / de la vida /
en el agua”. Donde antes estuvieron la patria y la tierra están ahora Cervantes
y Góngora.
Vuelven completos los signos de puntuación, que en la
segunda etapa habían desaparecido, y cambia la forma: los versos se inscriben
en el centro de la hoja. Es como si los briosos versos que movían las fotos
hubieran otoñado benéficamente convertidos en el sepia bruñido de la imaginería
del poeta.
No seas
Memoria
mi torre
de Babel
con sus
imposibles lenguas
que no
comprendo
aunque
recupere sus imágenes.
Vuelve a
ser Memoria
el canto
de una acequia.
(8,
en La noche, 2015)
“Para algunos el poema es la experiencia del abandono;
para otros, del rigor”, reflexiona Octavio Paz en el ensayo que nombrábamos al
principio. Es evidente que, en la tradición poética del país, Edgar Ávila se
inscribe, y en primera fila, entre los que pertenecen al segundo grupo.
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Edgar Ávila Echazú y Marco Montellano (La Paz, 2016) |