Todo himno es político
Sobre la ficción habla esta columna. Sobre su magia y valor tan triste y frecuentemente ignorados, sobre su poder menoscabado, y sobre el peligro de su banalización, entre otras cosas.
Antonio
Vera
“¡Ah,
descendencia de mortales! ¡Cómo considero que vives una vida igual a nada!”, entona
el fatídico coro mientras el rey Edipo va descubriendo la interminable sarta de
desmanes que ha cometido desde que comenzó su recorrido.
Si
bien anuncia y confirma la desgracia, el gesto de ese coro corresponde con la
solemne pretensión de un himno pues apunta a exacerbar el carácter del suceso, y
a mantenerlo vivo en la memoria. Supuestamente, cada vez que las palabras de un
himno se repitan, quienes lo entonen y lo escuchen deberían, gracias a su poderoso
influjo, volver a instalar la hazaña.
Pero
en tiempos de heroísmo devaluado, eso no siempre ocurre. De ahí que sea
totalmente diferente entonar un himno en una hora cívica que hacerlo en la
tribuna abarrotada de un estadio.
Y
es que para que el himno funcione parece indispensable que sus usuarios
experimenten aunque sea pálidamente la conexión con lo heroico. En otras
palabras, hace falta que su mecanismo ficcional esté lo suficientemente
aceitado para que se ponga en movimiento. De lo contrario, un himno, en lugar
de sonar, cruje y eso se puede comprobar penosamente en las ceremonias
marciales rutinarias de escuelas y desfiles, que pretenden reinstaurar la
hazaña pero solo logran instalar el ridículo y el aburrimiento.
Movidos
seguramente por el lujurioso apego hacia lo inmediato y lo tangible, quienes
ocupan cargos públicos y ejercen algún tipo de poder temporal, por más limitado
e interino que éste sea, suelen ningunear el poder de la ficción.
Normalmente
lo mantienen a raya, lo alejan de sus bibliotecas y lo encapsulan bajo el
ancestral desprecio del filósofo por la palabra desatada. En tiempos de
certezas demasiado enfáticas se pueden ver libros ardiendo en hogueras
callejeras, cuadros destruidos o simplemente listas de prohibición. La verdad,
como decía Robbe Grillet, es un concepto fascista. Pero lo peor ocurre cuando
el poder intenta subordinar a la ficción a partir de la puesta en escena del
elogio y la consagración.
Es
evidente que la pantomima del pseudo alcalde no tiene más relevancia que la
anécdota, pero no habría que perder de vista que se trata de una tendencia más
o menos frecuente tratar a la ficción como un utensilio al servicio del poder.
Sí,
suena ingenuo todo esto, aunque quizás no tanto si por un momento nos
imaginamos a Collita perdiendo
irremediablemente su magia en tediosas ceremonias oficiales. No es inocente ni
aislada esa pretensión.
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