Doce años sin Monterroso
“Queremos tanto a Monterroso”, dice el autor en este texto tributo al genial escritor guatemalteco, en el aniversario de su partida.
José Luis Exeni
Hace doce años, febrero gris, partió uno de los escritores
latinoamericanos más apreciados y (re)leídos: Augusto Monterroso. Fue en
México, su segunda patria. Y nos dejó rabiosos, enmudecidos, huérfanos.
Todavía conservo en la memoria el pequeño dinosaurio de tela
verde que alguien puso sobre su féretro. Y ahora estoy convencido de que era el
celoso guardián de las miles de historias que Augusto tenía para contarnos y,
hasta el final, inteligente como era, se negó a publicar. Lo que sigue es un
recordatorio/homenaje a sus (no) escritos. Queremos tanto a Monterroso.
El más prolífico
A este escritor, nacido en Honduras pero de patria
guatemalteca, se lo (mal) identifica y (bien) conoce por dos cualidades de su
obra: la brevedad y el humor. Mezcla venenosa aunque no necesariamente
verdadera. Augusto escribió también cosas larguísimas. Y lo hizo con la más
cultivada de las seriedades. Aunque en rigor, como solía decir, no escribía.
“Yo solo corrijo”, confesó en un coloquio de escritores. La especialidad del
buen M era tachar. Pero lo que en verdad le gustaba, sin matices, sin
concesiones, era leer.
Es un lugar común sostener, como tarjeta de identidad/presentación,
en su bio-bibliografía, que Monterroso es el autor del cuento más corto y
famoso de la historia de la literatura: “-Envejezco mal -dijo; y se murió”.
El título de tan intenso relato es Nulla dies sine linea, en homenaje a Plinio el Viejo que, como
Augusto el Prolífico, no pasaba un solo día sin hacer una línea. Aunque sea
para sobreponerla a otra del día anterior. O borrarla. Aunque sea para no
envejecer. O aguijonear al enemigo principal: la solemnidad.
En su inaugural Obras
completas (y otros cuentos) escribió también un cuento llamado El dinosaurio, pero como es muy largo
(tiene siete palabras), poco conocido y peor citado, mejor dejarlo a los
insomnes y especialistas. Igual hay ediciones íntegras y anotadas de esta obra.
Y sus variaciones son innúmeras. Como sus distorsiones: Vargas Llosa convirtió
al dinosaurio ¡en unicornio! Y Carlos Fuentes lo confundió con un cocodrilo.
Con los creadores nunca se sabe. Ni con los lectores: consultada sobre este
cuento, una dama aseguró que llevaba días leyéndolo.
El más alto
Tito, como le decían sus amigos con respeto, no fue
solamente un gran escritor, sino también un escritor grande. Queda como
testimonio de ello una hermosa fotografía junto con el cronopio Cortázar, a
quien miraba desde el hombro.
Su estatura, claro, le granjeó toda clase de bromas. “Desde
pequeño fui pequeño”, escribió una vez ironizando acerca de sus cumbres. Su
tamaño era una máscara. Como su timidez. Monterroso fue un gigante. Inagotable.
Por eso no escribió versos. Y en venganza aconsejaba: “Poeta, no regales tu
libro: destrúyelo tú mismo”.
Pero Augusto, está dicho, no solo escribió cuentos más o
menos extensos y benévolos. Fue asimismo un notable ensayista. No es casual que
el prestigioso The Oxford Book of Latin American Essays registre en sus páginas
este escrito monterrosiano: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando
esta línea”. Hermoso ensayo. Fecundidad,
se llama. Y es parte de su Movimiento
perpetuo. En otro inolvidable ensayo se propuso “contar la historia del día
en que el fin del mundo se suspendió por mal tiempo”.
Monterroso también nos regaló una novela construida de
fragmentos. Se trata de un tejido imprescindible para entender América Latina y
contemplarnos en el espejo. Porque si -como aseguran los epistemólogos del Sur-
Macondo es el microcosmos de la región y Luvina su purgatorio, San Blas, San
Blas, S.B. constituye su plaza pública. Con Eduardo Torres como ineludible
testigo. Y es que “mientras en un país haya niños trabajando y adultos sin
trabajo, la organización de ese país es una mierda”. Lo demás es silencio.
El más triste
“Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el
hombre es risible o humorístico”, decía Tito. Y con esa convicción, desde el
zoológico de Chapultepec, escribió cuarenta fábulas gravísimas.
“Hubo una vez un rayo que cayó dos veces en el mismo sitio;
pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era
necesario, y se deprimió mucho”. ¿Les parece divertido? Algunos críticos
insisten en que Augusto escribía ora con humor, ora con ironía, ora con
sarcasmo. Por mi parte juro que en sus páginas encontré mucha (antología de)
tristeza.
Con esa declarada angustia, Monterroso dejó también
memorias, entrevistas, parcelas de su diario, aforismos, misceláneas, letras E,
palabras mágicas, renovados cuentos, reseñas biográficas, ensayos del adiós….
Su producción literaria es tan fecunda y nutritiva que uno puede pasarse la
vida (o los carnavales) leyéndolo. Releyendo, más bien. Y es que en algunas
piezas del bendito M, como en los clásicos que tanto cortejó, se puede
encontrar más sabiduría que en muchas, prescindibles, (s)obras completas.
Me olvidaba. Creador completo como era, Tito también nos
legó espléndidos dibujos. Sus autorretratos, en especial, y sus mosquitos, en particular,
son de una elocuencia insuperable. No quiero ser vanidoso pero tengo en mi
poder una de sus mejores obras: la vaca, que hice enmarcar y ahora pasta en mis
paredes, melancólica, con “todos los chorritos de humeante leche con que
contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su
marcha”. Es la vaca de Maiakovski “dando cornadas contra la locomotora”.
De paso por Bolivia
(paréntesis)
La relación del maestro Monterroso con Bolivia fue breve
pero intensa. Estuvo en nuestro país entre 1953 y 1954, en plena Revolución
Nacional, como primer secretario y cónsul de Guatemala, en representación del Gobierno
de Jacobo Árbenz.
No he encontrado registros de ese período, pero sus
biógrafos cuentan que ese año, desde La Paz, hizo una cerrada defensa del
régimen revolucionario de Árbenz hasta que fue derrocado por un golpe de Estado
made in USA. Entonces Tito renunció y
partió al exilio en Santiago de Chile.
Claro que lo suyo no era la diplomacia sino, está visto, la
palabra escrita. Y ese tránsito, si acaso, se desencadenó en Bolivia. Fue al
pie del Illimani donde Augusto, en 1953, escribió su cuento más antiimperialista:
el excepcional Míster Taylor. Es el
cuento que abre su primera obra publicada. No volvió a visitarnos.
Epílogo con Cielo
Tito partió hace doce años y hoy debe estar riéndose de
nosotros, humanidad. Si existe, seguro está en el cielo, domando demonios.
Claro que no partió libre de prevenciones. “Lo único malo de irse al Cielo es
que allí el cielo no se ve”, escribió en su Paraíso
imperfecto. Juan Villoro nos hace notar la sustantiva diferencia entre el
primer Cielo absoluto (con mayúscula) y el segundo cielo común (con minúscula).
Es la importancia de la travesía.
Augusto Monterroso, escritor con mayúscula, nos dejó huérfanos
de su presencia. Cierto. Pero su Cielo/horizonte, almita, continúa intacto.
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