Exhibición de cuerpos
Crítica del libro The corpse exhibition (2014) del narrador iraquí Hassan Blasim, un conjunto de relatos sobre la guerra y el horror.
Alfonso
Gumucio Dagron
Mi
amigo Raúl Teixidó, escritor boliviano que radica desde hace muchos años en
Iguala, Cataluña, suele hacerme magníficos regalos: libros que él selecciona y
que me envía luego de haberlos leído y forrado con extremo cuidado. Muchos de
esos libros son en inglés, idioma que domina a la perfección, en buena parte
gracias a la persistencia de sus lecturas.
Uno
de los libros que me envió recientemente me quitó el sueño y me tuvo de mal
humor una semana, aunque quizás no fue la única causa. Se trata de The corpse exhibition (2014) del
narrador iraquí Hassan Blasim, un libro de relatos capaz de sorprender en cada
página y de quitar el aliento al lector. Este ha sido para mí un descubrimiento
formidable. Leí la traducción del árabe al inglés porque lamentablemente no
existe aún una versión en castellano.
Refugiado
en Finlandia desde 2004, Blasim es cineasta además de escritor, lo cual no
sorprende pues sus relatos son secuencias de imágenes tan vívidas que no
necesitan adjetivos.
No
tenemos idea de lo que es la crueldad. Aunque leamos en los diarios sobre la
guerra o veamos en televisión imágenes que nos conmueven, nada de ello nos
adentra tanto en la vivencia cotidiana de las víctimas como la literatura.
En
The corpse exhibition aparece de
cuerpo entero toda la barbarie, contada de la manera más natural (si acaso cabe
ese término), a través de los ojos de personajes que viven la mutilación y la
muerte de manera cotidiana, resignada y también creativa… la crudeza de las
descripciones se compensa con la magia de las situaciones narradas.
La
incertidumbre y la noción de una vida con un horizonte de 24 horas es el hilo
conductor de los cuentos. Del cielo pueden caer bombas en cualquier momento, y
de la tierra pueden surgir asesinos despiadados en forma de milicias, de
soldados iraquíes o gringos, todos igualmente peligrosos. La guerra es el
imperio de la no-ley, de la arbitrariedad. Todo es posible y normal.
La
sociedad está dividida, el país desintegrado por la política, por la historia y
por la cultura. En cada familia hay muertos, mutilados y los que desaparecen en
cualquier momento para siempre. Las cicatrices se exhiben indecorosamente y no
impiden que la vida, el fútbol, el salón de té o la carnicería, sigan
existiendo.
El
país destruido e invadido no tiene futuro, sus fronteras solo pueden ofrecer
muerte. Los personajes de estos relatos detestaban al dictador (Sadam Hussein)
pero detestan tanto o más a los invasores de Estados Unidos.
No
se crea sin embargo que esta suma de relatos es un catálogo de horrores
insoportables, porque hay en cada uno de ellos una dimensión fantástica y un
arte de narrar que apasiona y sorprende. Nada sobra, cada narración es concisa,
tallada como una escultura de mármol. Los 14 cuentos del libro son parábolas y
cada uno tiene un leit motiv, algún hilo
conductor que captura el interés del lector y lo hace fácilmente cómplice hasta
el final.
El
primer cuento, que da el título al libro, es extraordinario: una organización
secreta contrata a asesinos para que cometan sus crímenes con sentido artístico
y exhiban los cuerpos de sus víctimas de manera creativa.
En
otro, un funcionario del gobierno con veleidades literarias recibe del frente
de guerra relatos de un soldado anónimo, tan extraordinarios que decide
publicarlos como si fueran suyos, pero no sospecha las consecuencias de su
acto. En otro, personajes que huyen de la guerra a través de un bosque caen en
un profundo agujero donde los acoge un extraño personaje.
A
medida que avanza el libro, avanza la guerra. Hay una secuencia lógica en los
cuentos: dictadura, guerra con Kuwait, invasión gringa y ocupación… exilio.
Un
cuento narra la transformación social y física que experimenta un barrio muy
pobre de la ciudad simplemente porque una mañana aparecen de la nada dos
jóvenes rubios que todos los días atraviesan al trote las calles, fascinando a
los pobladores que aguardan la repetición de ese acontecimiento cotidiano. En
otro relato, una familia tiene el poder mental de hacer desaparecer cuchillos,
sin saber a ciencia cierta por qué.
Todas
las narraciones son metáforas sobre el terror, un terror que se abate al azar,
pero que también puede caer sobre los personajes que no saben ubicarse en el
bando correcto en el momento correcto, como le sucede al compositor de
canciones patrióticas que pierde la noción del tiempo en que vive, y termina
decapitado. A todos les toca una ración de muerte.
La
guerra hace pausas pero no el terror. En uno de los cuentos situados durante la
invasión gringa, a las puertas de Radio Memoria se instala una línea
interminable de personas que quieren contar la más horrible experiencia vivida
durante el conflicto, a cambio de un premio. En otro, el conductor de
ambulancia de un hospital es secuestrado junto a seis cabezas de decapitados,
para servir de elemento de propaganda a milicias extremistas que lo mantienen
como rehén y lo filman representando a diversos personajes: traidor kurdo,
cristiano infiel, terrorista saudita, espía iraní…
Hacia
el final del libro, los dos últimos cuentos ocurren en el exilio. En uno de
ellos un refugiado ejemplar, casado con holandesa, que adopta el nombre de
“Carlos Fuentes” para evitar el estigma, termina enloquecido y se suicida,
atrapado por los recuerdos de la guerra, incapaz de asumir completamente su
nueva vida e identidad.
Y
en otro relato magistral, un iraquí refugiado en Finlandia, despierta un día
con una sonrisa que no logra borrar de su rostro a medida que pasa el día, un
rictus congelado que le acarrea más de un problema.
En
estos relatos la fuerza testimonial se articula de manera simbiótica a la realidad
inventada por el autor, con una maestría y una pasión que suelen estar ausentes
en las crónicas de guerra. Una vez más la literatura supera a la realidad pero
la hace insoslayable. ¿Se puede escribir literatura bella con el horror de la
muerte? Blasim prueba que es posible y lo hace con una gran destreza.
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