Yo, el que huele
El poder del olor, del olfato. De la vida a través de la nariz, y de la posibilidad de memoria y razón a través de los aromas de la gente y de las cosas.
Wilmer
Urrelo
El
mundo de los olores era temible e infinitamente rico.
C.E. Feiling, El mal menor
Ocurre
que el olor. O los olores, más bien. Me refiero a esos extraños y sombríos
fenómenos como el olor paceño. El olor, por ejemplo, que despide el Cruce de
Villas.
El
olor que había en ese lugar cuando fui a vivir ahí, hace más de catorce años.
Por esa época despedía un olor a acequias y a casas a medio construir. Hoy
huele a escapes de minibús y a billetes manoseados y también a un crecimiento
desmesurado.
O
también puedo hablarles del olor de la desesperación, es decir, a caramelo de
limón. Quizá gracias a mis incapacidades visuales (y por la migraña) tengo el
sentido del olfato afilado, trágicamente afilado, más bien, y por eso o por
vanidad, poseo un perfumito para cada día de la semana.
Y
también: a causa de esta maldición o de ese universo trágico del oledor
profesional, escojo con mucha cautela el jaboncillo que recorrerá por las
mañanas este cuerpecito (y la esponja también) que tantas chiquillas desean (y
que le pertenece sólo a una, y ella sabe quién es), y por eso, aunque parezca
el plan de un depravado, cuando paso cerca de una chica agraciada o más o menos
agraciada, la huelo. Sin malas intenciones, ojo. Sólo es el deseo de saber cómo
es la niña en cuestión lo que me impulsa a hacerlo.
Entonces
cierro mis ojitos tapatíos y aspiro su olor y ahí sé: ah, esta es renegona, no
aguanta pulgas; ah, esta otra es más cristiana que la insoportable doña que
conduce Vaso frágil; mientras que
esta otra, ah, esta es multicultural y encima snob (lectora de Paul Auster o de
Murakami, seguro) y se chupa los fines de semana en el Ojo de Agua (¿seguirá
existiendo ese espantoso cuchitril?), y esta otra es tierna, aunque celosa, ah.
Oler.
Oler para saber cómo es una persona (o para inventar cómo es, eso es más
divertido). Juro por Satanás y por la Curva del Diablo que puedo hacerlo y que
es un infortunio sin nombre, gigante, pues uno termina siendo esclavo de su propio
olfato.
Sigo:
por ejemplo, esta chica es independiente, una chica de hoy, “con el mundo al
hombro, tururú, tururú”, como decía la canción. Ya sé. Seguro que ahora, mis queridos
educandos, se les viene a la mente El
perfume, de Patrick Süskind (mala novela, por cierto). Y bueno, a lo mejor
lo que pasaba en el libro sí es cierto. Ir por la vida oliendo, llevar esa
desdicha encima, poder cerrar los ojos y caminar con la nariz al aire, oliendo,
capturando esencias, dejándose embelesar y confundir por eso. Les hablo de
formas de actuar en público y les hablo de formas de ser en privado. Para mí oler
significa eso. Eso es el olor.
Por
otro lado, cuando viajo cada aeropuerto también tiene su olor. La terminal
aérea de El Alto huele a leche de vaca, es decir, a desdén. El de Viru Viru a
humedad, es decir a ti, que ya me olvidaste. El de Lima a pescado y a café, es
decir a chavetazos rasgando el aire. El de Buenos Aires a lejanía, a Europa, y
el de México DF a desconfianza y a peligro súper menta. Y no se diga el de
Frankfurt: ese huele a silencio, a inglés pésimamente hablado y a comida recalentada.
El de Quito huele a silencio, a un terrorífico silencio como el asesinato del
pobrecito mariscal Sucre.
Y
la música también tiene su olor. La que hace Brujería huele a rica marihuana.
The Cure a demasiada sensibilidad. Y las canciones del ahora retirado Braulio
Hito huelen a ese bar de mala muerte que se llamaba Luminar y que estaba ahí
cerquita de la Garita de Lima.
Qué
recuerdos traerá este nombre a los borrachitos y bohemios fracasados de la
época. “Se sufre pero se aprende”, decía Braulio Hito, y yo le digo: mentira,
Braulio, sólo se sufre, mas no se aprende.
Y
el olor de Cochabamba: a río y a cuero, igual que a esa curtiembre que me
fascinaba, hace años ya, y que estaba en plena avenida Tejada Sorzano. Ahora
ahí funciona una universidad, ¡qué retroceso!
O
bien el olor de la amistad, es decir, un olor que va mutando según avanza el
tiempo. O bien el olor de aquellos amigos que ya tienen familia: esos huelen a
domingos aburridos y a domingos de ese infame deporte llamado wally. Los amigos
a los que casi no ves, esos huelen al desierto de Sonora, en otras palabras, a
miedo.
Y
el olor de los libros, esos huelen a engrudo (harina, resina en polvo, alumbre
y unas gotas de clavo de olor) o bien a humedad o bien a hilo de lino de
primera calidad. Ah, esa humedad que sólo dan los años, un olor como ese no
existe. Decía al respecto Héctor Abad Faciolince (otro trágico oledor como su
servidor, imagino) en la novela Angosta:
“Clavó su nariz en la hendidura de los pliegos como quien la hunde entre las
piernas y los pliegues de una mujer”.
Y
también está el olor de uno mismo. El mío, por ejemplo, se transformó según
iban pasando los años. Antes olía a café con leche, es decir a desconfianza,
luego a sábados por la tarde, es decir, a decepción, luego a… no sé, a
enfermedad, es decir, a olvido, me refiero a la distancia kilométrica que ahora
nos separa.
Dame
tu olor y yo, a cambio, te suministraré mariposas de colores.
Lo
olores, pues, ahí están, transitando como fantasmas simultáneos, atormentándome
todo el tiempo, cada quien con su historia cierta o inventada y protagonizando
su final fugaz. Son los olores.
Y
ahora me pregunto: ¿a qué olerán mis palabras? Y telepáticamente me respondo: bueno,
a eso que están imaginando, maliciosos. Pensar como lo hacen ustedes también es
humano. Ocurre que ése es el olor de la humanidad, chiquillos: mierda, me suena
el celular. Contesto y vuelvo a escribir para ustedes. Mientras tanto, tarea
para la casa: piensen en el olor de la humanidad y díganme a qué les huele.
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