lunes, 16 de febrero de 2015

El chicuelo dice

Yo, el que huele

El poder del olor, del olfato. De la vida a través de la nariz, y de la posibilidad de memoria y razón a través de los aromas de la gente y de las cosas.


Wilmer Urrelo


El mundo de los olores era temible e infinitamente rico.
C.E. Feiling, El mal menor

Ocurre que el olor. O los olores, más bien. Me refiero a esos extraños y sombríos fenómenos como el olor paceño. El olor, por ejemplo, que despide el Cruce de Villas.
El olor que había en ese lugar cuando fui a vivir ahí, hace más de catorce años. Por esa época despedía un olor a acequias y a casas a medio construir. Hoy huele a escapes de minibús y a billetes manoseados y también a un crecimiento desmesurado.
O también puedo hablarles del olor de la desesperación, es decir, a caramelo de limón. Quizá gracias a mis incapacidades visuales (y por la migraña) tengo el sentido del olfato afilado, trágicamente afilado, más bien, y por eso o por vanidad, poseo un perfumito para cada día de la semana.
Y también: a causa de esta maldición o de ese universo trágico del oledor profesional, escojo con mucha cautela el jaboncillo que recorrerá por las mañanas este cuerpecito (y la esponja también) que tantas chiquillas desean (y que le pertenece sólo a una, y ella sabe quién es), y por eso, aunque parezca el plan de un depravado, cuando paso cerca de una chica agraciada o más o menos agraciada, la huelo. Sin malas intenciones, ojo. Sólo es el deseo de saber cómo es la niña en cuestión lo que me impulsa a hacerlo.
Entonces cierro mis ojitos tapatíos y aspiro su olor y ahí sé: ah, esta es renegona, no aguanta pulgas; ah, esta otra es más cristiana que la insoportable doña que conduce Vaso frágil; mientras que esta otra, ah, esta es multicultural y encima snob (lectora de Paul Auster o de Murakami, seguro) y se chupa los fines de semana en el Ojo de Agua (¿seguirá existiendo ese espantoso cuchitril?), y esta otra es tierna, aunque celosa, ah.
Oler. Oler para saber cómo es una persona (o para inventar cómo es, eso es más divertido). Juro por Satanás y por la Curva del Diablo que puedo hacerlo y que es un infortunio sin nombre, gigante, pues uno termina siendo esclavo de su propio olfato.
Sigo: por ejemplo, esta chica es independiente, una chica de hoy, “con el mundo al hombro, tururú, tururú”, como decía la canción. Ya sé. Seguro que ahora, mis queridos educandos, se les viene a la mente El perfume, de Patrick Süskind (mala novela, por cierto). Y bueno, a lo mejor lo que pasaba en el libro sí es cierto. Ir por la vida oliendo, llevar esa desdicha encima, poder cerrar los ojos y caminar con la nariz al aire, oliendo, capturando esencias, dejándose embelesar y confundir por eso. Les hablo de formas de actuar en público y les hablo de formas de ser en privado. Para mí oler significa eso. Eso es el olor.
Por otro lado, cuando viajo cada aeropuerto también tiene su olor. La terminal aérea de El Alto huele a leche de vaca, es decir, a desdén. El de Viru Viru a humedad, es decir a ti, que ya me olvidaste. El de Lima a pescado y a café, es decir a chavetazos rasgando el aire. El de Buenos Aires a lejanía, a Europa, y el de México DF a desconfianza y a peligro súper menta. Y no se diga el de Frankfurt: ese huele a silencio, a inglés pésimamente hablado y a comida recalentada. El de Quito huele a silencio, a un terrorífico silencio como el asesinato del pobrecito mariscal Sucre.
Y la música también tiene su olor. La que hace Brujería huele a rica marihuana. The Cure a demasiada sensibilidad. Y las canciones del ahora retirado Braulio Hito huelen a ese bar de mala muerte que se llamaba Luminar y que estaba ahí cerquita de la Garita de Lima.
Qué recuerdos traerá este nombre a los borrachitos y bohemios fracasados de la época. “Se sufre pero se aprende”, decía Braulio Hito, y yo le digo: mentira, Braulio, sólo se sufre, mas no se aprende.
Y el olor de Cochabamba: a río y a cuero, igual que a esa curtiembre que me fascinaba, hace años ya, y que estaba en plena avenida Tejada Sorzano. Ahora ahí funciona una universidad, ¡qué retroceso!
O bien el olor de la amistad, es decir, un olor que va mutando según avanza el tiempo. O bien el olor de aquellos amigos que ya tienen familia: esos huelen a domingos aburridos y a domingos de ese infame deporte llamado wally. Los amigos a los que casi no ves, esos huelen al desierto de Sonora, en otras palabras, a miedo.
Y el olor de los libros, esos huelen a engrudo (harina, resina en polvo, alumbre y unas gotas de clavo de olor) o bien a humedad o bien a hilo de lino de primera calidad. Ah, esa humedad que sólo dan los años, un olor como ese no existe. Decía al respecto Héctor Abad Faciolince (otro trágico oledor como su servidor, imagino) en la novela Angosta: “Clavó su nariz en la hendidura de los pliegos como quien la hunde entre las piernas y los pliegues de una mujer”.
Y también está el olor de uno mismo. El mío, por ejemplo, se transformó según iban pasando los años. Antes olía a café con leche, es decir a desconfianza, luego a sábados por la tarde, es decir, a decepción, luego a… no sé, a enfermedad, es decir, a olvido, me refiero a la distancia kilométrica que ahora nos separa.
Dame tu olor y yo, a cambio, te suministraré mariposas de colores.
Lo olores, pues, ahí están, transitando como fantasmas simultáneos, atormentándome todo el tiempo, cada quien con su historia cierta o inventada y protagonizando su final fugaz. Son los olores.

Y ahora me pregunto: ¿a qué olerán mis palabras? Y telepáticamente me respondo: bueno, a eso que están imaginando, maliciosos. Pensar como lo hacen ustedes también es humano. Ocurre que ése es el olor de la humanidad, chiquillos: mierda, me suena el celular. Contesto y vuelvo a escribir para ustedes. Mientras tanto, tarea para la casa: piensen en el olor de la humanidad y díganme a qué les huele.

No hay comentarios:

Publicar un comentario