Ciencia ficción y mito en la literatura boliviana
Fragmento del estudio introductorio del libro De la tricolor a la wiphala, una antología de narrativa boliviana publicada en argentina por los firmantes.
Sergio Di Nucci, Nicolás G. Recoaro
y Alfredo Grieco y Bavio
y Alfredo Grieco y Bavio
La literatura actual del país que llegó a su primer satélite
y al teleférico futurista que cruza el cielo desde La Paz hasta El Alto,
confluye en la ciencia ficción como género mayor.
La última novela de Edmundo Paz Soldán, Iris (2014), trascurre en el planeta inventado con ese nombre. Si
en ese mundo habitable los símbolos se valen de sincréticos materiales
latinoamericanos (el fálico kurupí guaranítico, o el monstruo nocturno que roba
la energía en los Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca), el tema del libro
es la violencia política norteamericana, menos aquí la doméstica que la
desplegada en sus guerras exteriores, en Irak o Afganistán.
Sin embargo, el de esta novela última y nueva de Paz Soldán
es un laberinto con claraboya: la distopía explosiva implosiona en suave,
melódica utopía, en la esperanza que alienta tras una experiencia mística,
selvática pero no salvaje que ha compartido con otros dos autores del volumen.
De lo inefable, mejor es callarse, o hablar como lo hace la voz narrativa de
Iris; el mundo no termina ni con un estallido ni con un sollozo, sino que una
música suena: ¿Incipit Vita Nova?
La novela El hombre
(2013), de Álvaro Pérez, es también una fábula de ciencia ficción sobre el
factor y el error humanos. En el acta del jurado que le concedió el Premio del
VII Concurso Plurinacional de novela, se hacía constar que se había preferido
premiar esta obra antes que a otra de calidad casi equivalente pero de temática
nacional. De algún modo parecía inferirse del fallo que la posibilidad de no
atarse al tema nacional en la premiación era un signo de madurez histórica.
En las novelas de Alisson Spedding -como firma su narrativa
esta investigadora, profesora en la Carrera de Sociología y cocalera de origen
británico-, la ciencia ficción no abomina de la historia sino que sirve para
dar de ella una interpretación insidiosa y acuciante, en una lengua donde el
español de los Andes, el aymara y el inglés se unen y se separan furiosos.
De cuando en cuando
Saturnina / Saturnina from time to time (2004) está subtitulada en tapa Una historia oral del futuro: su acción
se centra en Qullasuyo Marka (la ex Bolivia) entre 2022 y 2086.
Su aún inédita El
catre de fierro, a la que pertenece el pasaje incluido en este volumen, es
una extensa novela-río, del grosor del Felipe
Delgado -más de 600 páginas- que publicará la editorial Plural cuando
Mauricio Souza, acaso el mejor crítico literario boliviano, complete su
lectura.
El tema de El catre de
fierro no es menos amplio que la entera historia de Bolivia atravesada por
la revolución de 1952. Como La montaña de
los ángeles (1958), del ideólogo y propagandista del MNR José Fellman
Velarde, la de la antropóloga social es una novela de familias y parentescos,
consanguinidades y afinidades, afiliaciones y desafiliaciones. Pero aquí
terminan, si es que alguna vez empezaron, las semejanzas entre uno y otro
libro.
De kenchas,
perdularios y otros malvivientes (2013), de los hermanos Loayza,
posiblemente sea la mejor novela de la década que promedia. Está dotada de una
comicidad decidida pero eficiente que se extraña en una producción novelística
caracterizada por la seriedad.
Es una novela de educación -el joven Mano Virgen llega
inocente del campo a la ciudad- pero también es una novela de anticipación,
cuya acción se despliega en una Bolivia donde se han prohibido los dados y el
alcohol, el cacho y el singani.
De kenchas,
perdularios y otros malvivientes es más arriesgada en sus operaciones con
el tiempo y la temporalidad. Sus personajes habitan el futuro de un pasado que
hubiera torcido su curso (no por fuerza su rumbo) antes de la presidencia de
Morales. (…)
Del mito a la historia
Otra forma de la internacionalización de la literatura
boliviana ha sido el redescubrir el realismo mágico y el imbuirlo de lirismo
andino. Es la fórmula feliz de las novelas de Juan Pablo Piñeiro, Cuando Sara Chura despierte (2003) e Illimani púrpura (2010).
La suya es como una literatura de la paceña calle Sagárnaga,
favorita de los turistas cool: mitos aymaras, visionarios y visionarias
profesionales, tejedores y tejedoras, telares de donde brotan textiles de
colores nítidos y tramas elegantes, fetos auténticos de llamas ídem, olores
perfumados y ceremoniales, danzas fraternales y sororales coreografiadas a
medida.
En un contexto de world
literature, la estrategia retóricamente exitosa de Piñeiro es el
posicionamiento de una “marca Bolivia”. De Sara Chura ha dicho el novelista
chapaco Jesús Urzagasti: “Memorable arquetipo femenino labrado en cuartos
ófricos y en piezas que reverberan la fiesta”.
Como el novelista paceño Saenz, Piñeiro ofrece el mito literario
como realidad última, pero también como realidad a secas. “Labrado en cuartos
ófricos” -bolivanismo por fríos, oscuros lóbregos- puede llevar a engaño.
Juan Pablo Piñeiro, Sebastián Antezana, Álvaro Loayza, Diego
Loayza y Mauricio Murillo fueron condiscípulos en el San Ignacio, el colegio
privado de los jesuitas en la Zona Sur, la más rica -y la menos fría- de la
Ciudad de La Paz. El autor de Sara Chura fue alumno de Urzagasti en una carrera
de creative writing en la Universidad
Católica Boliviana.
Si el proceso de cambio, que bíblicamente “eleva a los
humildes”, ha de buscarse en vano como tema o problema focal en la narrativa de
la última década boliviana, otro tanto ocurre con el gratín social, con la Zona
Sur paceña o el Equipetrol cruceño.
No así en el cine. Zona
Sur (2009) es la mayor película de Juan Carlos Valdivia hasta la fecha,
sobre la venta, forzada por las circunstancias, de una casa de la oligarquía,
en el Alto Obrajes paceño, a una chola de la nueva burguesía aymara.
Las luces y sombras de las nuevas urbanizaciones cruceñas
pueden verse, desde el cielo hasta el suelo, en el film Las bellas durmientes (2012) de Marcos Loayza.
En la literatura, una excepción son las bien construidas novelas
de Juan de Recacoechea -como Abeja reina
(2009), cuya acción transita la Zona Sur. (…)
Otros autores, por el contrario, como Wilmer Urrelo Zárate,
son renuentes a los sueños míticos, aunque menos a la pesadilla de la historia.
Van a contracorriente, y sus ficciones asentadas en una Bolivia real y
reconocible evocan lo que se quiere olvidar. Inclusive, al menos en un
andarivel, son novelas históricas.
La primera, Fantasmas
asesinos (2006), reescribe la crónica del crimen que siguió al secuestro,
más erótico que extorsivo, de un niño en la década de 1980, y que regaló al
presidente Víctor Paz Estenssoro casi el único instante de popularidad
recobrada con aplausos, cuando salió al balcón del Palacio Quemado para
prometer la pena de muerte para el captor.
La segunda, Hablar con
los perros (2011), recupera las memorias fraguadas sobre la Guerra del
Chaco (1932-1935), cuando Bolivia fue derrotada por Paraguay. En cambio, sus
cuentos, todavía no reunidos en volumen (en 2015 lo serán, por la editorial El
Cuervo), son muchas veces repugnantes de todo realismo.
El costumbrismo, que ha dado tantos buenos libros, sometido
algunas veces –no sin alarma de sus defensores y de sus detractores- a
regímenes experimentales en las novelas y relatos de Manuel Vargas, de Gary
Daher o de Jaime Nisttahuz, parece haberse corrido, de momento, del frente de
la atención literaria (…).
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