lunes, 16 de febrero de 2015

Las escenas

Un pretexto para la alegría de las ciudades


Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.



Aldo Medinaceli 

La gran ciudad. Suma de luces, gente concentrada y vehículos. Máquina de lo artificial. Devoradora de almas y también gestora de anhelos. Avispero de voces que hablan consigo mismas.
La urbe. Némesis de la naturaleza. Circuito cerrado. Placa informática. Señales de asombrosa funcionalidad. Acero en las esquinas. Rostros. Metrópoli. Síntesis del mundo. Residuo del mundo. Ventanas de edificios como delgados párpados. Sonidos yuxtapuestos. El impredecible acontecer de los hechos. El azar. Los resoplidos. Las alcantarillas.
Escenas que se repiten incansablemente día tras día. La misma ruta a la oficina, los mismos trajes arrugados, el maquillaje radiante luciendo efímero. Esa misma repetición como ritual de la existencia. Los horarios como metáfora de una limitada comprensión del tiempo. Las cimas, las depresiones. Abismos de los que nadie se entera. La soledad. Intuir que aquí cerca se encuentra el prójimo sin asimilarlo. Tanta separación y tanta conexión.
Recuerdo un pasaje de El Loco de Arturo Borda: el narrador regresando a su buhardilla dentro de una vecindad atribulada. El “Caserón del Pobre” o uno de los tantos conventillos que abundan en los alrededores. Nido de inocentes. Panal desvencijado. Las puertas cerrándose. Nuestro narrador llegaba a su cubículo para escribir lo que veía en las calles de hace un siglo. Borda era también un cronista, pienso, y el escritor de su propio diario, complejo y revelador diario. Una vez encerrado ante el papel en blanco y la luz de la lámpara, describía un pueblo grande que comenzaba a convertirse en aquella gran ciudad: La Paz.
En esas páginas es posible descubrir la metamorfosis, el paso de la comunidad hacia el implacable anonimato. La infatigable tarea para ganarse la recompensa mercantil. Los días largos y la fiesta, siempre la fiesta.
En la escena, Borda -su narrador­- hablaba de los danzarines, de los instrumentos musicales y asistíamos a aquella maravillada descripción. Alguna vez habló de la fiesta de la raza, por ejemplo, o del centenario nacional, o de los carnavales. Pero la impresión era la misma siempre. Un cronista retratando su sociedad para un improbable lector, tal vez para sí mismo, para su otro desvanecido.
Desde los primeros libros de El Loco: Divagaciones, De la miseria o Razón y locura, hasta los últimos como El triunfo del arte, la escena se repite innumerables veces: el artista regresando a su habitación desolada para retratar la fiesta que veía en las calles. Sin huirle a esa fiesta, canalizando su algarabía, los ritmos y el nacimiento de una nueva manera de habitar la realidad. En estados parecidos al delirio, el narrador de El Loco iba tejiendo una materia muy similar a la de que están hechas las calles de esa misma urbe desenfrenada, caótica, a ratos esplendorosa y a ratos insensible.
Haber narrado tantas veces la misma secuencia seguramente habría sido el producto de una experiencia a su vez repetitiva, que nacía del estado bipolar entre un desequilibrio entre el mundo interior y el exterior, tan bien representado en la disyuntiva de las inmensas praderas frente a las diminutas habitaciones de aquella Casona, que solía pintar en sus lienzos.

La escena:
a) El narrador regresa afiebrado después de una exhaustiva caminata.
b) Se dirige a un lector confidente quien será el único en conocer lo que sucedió en su excursión.
c) Comienza un relato realista y en exceso cotidiano.
d) Luego la realidad va cediendo ante la potente imaginación de Borda y la escena se desconfigura completamente.
e) Después -como lectores- estamos ante escenarios inverosímiles, fantásticos: Arañas mecánicas hechas de madera, sardinas que nadan detrás de un barco en el mar, ensoñaciones fuera de la misma vía láctea.
f) Posteriormente, ya cansado, el mismo autor se descubre delirando y decide destruir su creación.
g) El personaje se ve solo en una pequeña habitación mal iluminada.
h) Inicia una nueva búsqueda cada vez más profunda y delirante.

A veces las calles de la ciudad parecieran decir, retrucando aquel viejo lema del navegante: “Bailar es necesario, vivir no es necesario”.
Una ciudad que estalla, que se despide de viejas vestimentas para desplazar la lógica del disfraz, de la máscara carnavalera, donde las identidades se mezclan sin jerarquía, y las multitudes avanzan por los paseos sin otro obstáculo que el ritmo de sus propios pasos.
Esta escena repetida una y otra auguraba el nacimiento del antihéroe a cabalidad. El ser nulo. Anulado por su entorno. Un espía de su prójimo y voyeur de su mismo interior desconocido.
En El Loco se encuentran tantos hilos para tejer.
Incluso hoy son varias las casas donde se convive solamente desde el símbolo, desde el saludo y desde el vacío. La comunidad se ve amurallada, emerge la voluntad individual.
Así como existen vías destinadas para la circulación de automóviles, existen otros ríos menos evidentes destinados al fluir de las energías personales, a sus emociones y pensamientos. Calles peatonales. Ciclovías. Andamios por todas partes y -escondido entre los intersticios- un nuevo canal por donde las personas se comunican. Redes telefónicas. Conexiones a internet. Instalaciones eléctricas. Nuestro instinto.

La escena de aquel personaje que intentaba reunificar las partes dispersas de una comunidad extraviada funciona como el óleo angular desde el cual Borda se conectaba con su propia comunidad. Íntima comunidad. Caótica comunidad. Y nos describía un espacio en ciernes desde el cual se empezaba a imaginar una realidad explosiva, en la cual la soledad pierde el partido frente a lo colectivo, donde es posible encontrarse como individualidades, pero siempre retornando a un espacio común. Muchas veces regado por altas dosis de alcohol y fertilizado por el sabio pretexto de la alegría eterna.

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