Un pretexto para la alegría de las ciudades
Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.
Aldo
Medinaceli
La
gran ciudad. Suma de luces, gente concentrada y vehículos. Máquina de lo
artificial. Devoradora de almas y también gestora de anhelos. Avispero de voces
que hablan consigo mismas.
La
urbe. Némesis de la naturaleza. Circuito cerrado. Placa informática. Señales de
asombrosa funcionalidad. Acero en las esquinas. Rostros. Metrópoli. Síntesis
del mundo. Residuo del mundo. Ventanas de edificios como delgados párpados.
Sonidos yuxtapuestos. El impredecible acontecer de los hechos. El azar. Los resoplidos.
Las alcantarillas.
Escenas
que se repiten incansablemente día tras día. La misma ruta a la oficina, los
mismos trajes arrugados, el maquillaje radiante luciendo efímero. Esa misma repetición
como ritual de la existencia. Los horarios como metáfora de una limitada comprensión
del tiempo. Las cimas, las depresiones. Abismos de los que nadie se entera. La
soledad. Intuir que aquí cerca se encuentra el prójimo sin asimilarlo. Tanta
separación y tanta conexión.
Recuerdo
un pasaje de El Loco de Arturo Borda:
el narrador regresando a su buhardilla dentro de una vecindad atribulada. El “Caserón
del Pobre” o uno de los tantos conventillos que abundan en los alrededores.
Nido de inocentes. Panal desvencijado. Las puertas cerrándose. Nuestro narrador
llegaba a su cubículo para escribir lo que veía en las calles de hace un siglo.
Borda era también un cronista, pienso, y el escritor de su propio diario,
complejo y revelador diario. Una vez encerrado ante el papel en blanco y la luz
de la lámpara, describía un pueblo grande que comenzaba a convertirse en aquella
gran ciudad: La Paz.
En
esas páginas es posible descubrir la metamorfosis, el paso de la comunidad hacia
el implacable anonimato. La infatigable tarea para ganarse la recompensa mercantil.
Los días largos y la fiesta, siempre la fiesta.
En
la escena, Borda -su narrador- hablaba de los danzarines, de los instrumentos
musicales y asistíamos a aquella maravillada descripción. Alguna vez habló de
la fiesta de la raza, por ejemplo, o del centenario nacional, o de los
carnavales. Pero la impresión era la misma siempre. Un cronista retratando su
sociedad para un improbable lector, tal vez para sí mismo, para su otro
desvanecido.
Desde
los primeros libros de El Loco: Divagaciones, De la miseria o Razón y locura,
hasta los últimos como El triunfo del arte,
la escena se repite innumerables veces: el artista regresando a su habitación
desolada para retratar la fiesta que veía en las calles. Sin huirle a esa
fiesta, canalizando su algarabía, los ritmos y el nacimiento de una nueva
manera de habitar la realidad. En estados parecidos al delirio, el narrador de El Loco iba tejiendo una materia muy
similar a la de que están hechas las calles de esa misma urbe desenfrenada,
caótica, a ratos esplendorosa y a ratos insensible.
Haber
narrado tantas veces la misma secuencia seguramente habría sido el producto de
una experiencia a su vez repetitiva, que nacía del estado bipolar entre un
desequilibrio entre el mundo interior y el exterior, tan bien representado en la
disyuntiva de las inmensas praderas frente a las diminutas habitaciones de
aquella Casona, que solía pintar en sus lienzos.
La
escena:
a)
El narrador regresa afiebrado después de una exhaustiva caminata.
b)
Se dirige a un lector confidente quien será el único en conocer lo que sucedió en
su excursión.
c)
Comienza un relato realista y en exceso cotidiano.
d)
Luego la realidad va cediendo ante la potente imaginación de Borda y la escena
se desconfigura completamente.
e)
Después -como lectores- estamos ante escenarios inverosímiles, fantásticos:
Arañas mecánicas hechas de madera, sardinas que nadan detrás de un barco en el
mar, ensoñaciones fuera de la misma vía láctea.
f)
Posteriormente, ya cansado, el mismo autor se descubre delirando y decide destruir
su creación.
g)
El personaje se ve solo en una pequeña habitación mal iluminada.
h)
Inicia una nueva búsqueda cada vez más profunda y delirante.
A
veces las calles de la ciudad parecieran decir, retrucando aquel viejo lema del
navegante: “Bailar es necesario, vivir no es necesario”.
Una
ciudad que estalla, que se despide de viejas vestimentas para desplazar la
lógica del disfraz, de la máscara carnavalera, donde las identidades se mezclan
sin jerarquía, y las multitudes avanzan por los paseos sin otro obstáculo que el
ritmo de sus propios pasos.
Esta
escena repetida una y otra auguraba el nacimiento del antihéroe a cabalidad. El
ser nulo. Anulado por su entorno. Un espía de su prójimo y voyeur de su mismo interior desconocido.
En
El Loco se encuentran tantos hilos
para tejer.
Incluso
hoy son varias las casas donde se convive solamente desde el símbolo, desde el
saludo y desde el vacío. La comunidad se ve amurallada, emerge la voluntad
individual.
Así
como existen vías destinadas para la circulación de automóviles, existen otros
ríos menos evidentes destinados al fluir de las energías personales, a sus
emociones y pensamientos. Calles peatonales. Ciclovías. Andamios por todas
partes y -escondido entre los intersticios- un nuevo canal por donde las
personas se comunican. Redes telefónicas. Conexiones a internet. Instalaciones
eléctricas. Nuestro instinto.
La
escena de aquel personaje que intentaba reunificar las partes dispersas de una
comunidad extraviada funciona como el óleo angular desde el cual Borda se
conectaba con su propia comunidad. Íntima comunidad. Caótica comunidad. Y nos
describía un espacio en ciernes desde el cual se empezaba a imaginar una
realidad explosiva, en la cual la soledad pierde el partido frente a lo
colectivo, donde es posible encontrarse como individualidades, pero siempre
retornando a un espacio común. Muchas veces regado por altas dosis de alcohol y
fertilizado por el sabio pretexto de la alegría eterna.
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