sábado, 7 de febrero de 2015

El último mestizo

Mi primer amor


Manuel Vargas continúa con sus crónicas autobiográficas, y esta vez recala en sus lecturas iniciales, en los grandes autores que marcaron su vida.



Manuel Vargas 

Estoy hablando de Franz Kafka. No hay duda de que fue el primero. Me pescó nuevito y dispuesto. Debo aclarar que hasta 1970, para bien mío, La metamorfosis no era un texto obligatorio en el colegio. Tampoco en la Carrera de Literatura.
También aclarar quiero, que los otros libros que ya nombré hace un mes, como Raza de bronce y Más allá del horizonte, los leí por puro gusto, que es como tendría que ser.
En esos tiempos la vida era tan relajada, que el profesor de literatura, muy vagamente recuerdo, nos pidió que leyéramos Juan de la Rosa, el gran clásico de la novela boliviana. No lo leí, ¿accedí a algún resumen? Pero pasé la materia. Recién gusté de esta bella y recomendable novela cuando estaba en la Carrera de Literatura.
Vuelvo a mi primer amor. Fue realmente un acontecimiento en mi vida. Nunca más me enamoraría tanto y tan hasta las patas. No, no me puse a estudiar alemán. Igual entendí su belleza y su mundo desconcertante. Hasta entonces creía que la literatura era contar una historia, corta en un cuento, larga en una novela, con pies y con cabeza. Con principio y fin. Un cuento de hadas, una novela de aventuras. Pero la literatura había sido otra cosa. La fantasía no había estado en los ogros y en las princesas, y las aventuras no eran en el África o en la luna. Todo estaba dentro de uno mismo, me susurró Franz Kafka.
Para escribir no necesitas salir, sino entrar. La escritura no es cosa de aventureros y viajeros y conocedores del mundo. Todo está dentro de ti. El conocimiento de ti mismo te puede llevar más de una vida, y es por demás para hacer tu obra. Tus sueños y tus fracasos, tu pequeñez, tu no ser nada, es la semilla de tu obra. De la Obra.
Y me adentré en el mundo de lo extraño y de la extrañeza. Cómo es que una persona se vuelve insecto y puede ser verdad. Qué pasa con un señor al que lo buscan y procesan sin haber cometido ninguna falta, y otro que quiere llegar a un lugar y nunca llega, porque dicho lugar ni siquiera existe.
Milena, tan lindo nombre. Felice, el padre, el cordero que no es cordero, la hermana, un tal Max Brod, los monstruos. Los contactos eróticos debajo de una mesa. Los corredores. Qué es esto. Los diarios, más cartas. La enfermedad. La muerte temprana. Esto era el mundo en el siglo XX. Mi mundo, el nuestro.
Todo artículo de revista, todo estudio o entrevista, toda referencia a Kafka era buscado y degustado. Cómo leer a Kafka de Mario Lancelotti. Acerca de Kafka, acerca de Freud, de Marthe Robert. Hay miles de formas de leerlo e interpretarlo. La religión, la política (la burocracia), la educación, la psicología pueden servir pero no son suficientes.
La literatura no había estado fuera del mundo, no es cosa de snobs ni de profesionales del éxito, había sido la vida misma. Mi vida. La marca y la maldición.
Ay, ¿se imaginan semejante amor? Después vinieron otros pero el primero permanece, sin celos y sin incomodidades.
Así como Kafka fue lo que fue y lo que es, Hermann Hesse y Knut Hamsum significaron bellas aventuras -a este último todavía retorno y me acepta. El príncipe idiota. Los hermanos Karamasov, fueron viajes profundos, aún más que Crimen y castigo. Qué manera de sufrir y de gozar con la lectura. El mundo había sido tan inmenso. Y a medida que uno conoce algo, a medida que uno lee más libros, estos aumentan. ¿Pero hay que leer tanto? ¿Qué es una vida?
Aparecieron los clásicos españoles. Del Mío Cid a La lozana andaluza. De El Quijote a El diablo cojuelo. Los hice míos porque eran míos, hablaban el mismo lenguaje que bebí con la leche de mi madre y de otras madres.
Esto no es lenguaje figurado. Muchas de esas palabras y expresiones y cosas antiguas, las escuché y usé en mi infancia, ¿cómo no iba a identificarme? Aclaro: en el habla de Vallegrande, de mi tiempo y de mis regresos, junto con expresiones quechuas, se siguen utilizando expresiones de la época de la conquista española. Tal vez ahora es menos, lo cual ya no viene al caso. Vide, helay, jacha… Troje y perchel y garabato. Y claro, esto ya no estaba en un autor sino en cientos.
De yapa, vivíamos en los años 70, en la fuerza del boom literario de América Latina. ¿Para qué poner nombres? Novelas, teorías, entrevistas, discursos. México y Buenos Aires. París, Barcelona. Y William Faulkner. ¿Cuántos amores ya van?
Y uno lee, lee, esperando otro deslumbramiento, y cada vez es más difícil entusiasmarse como la primera vez. Tal vez ya no un autor, más bien una época, un grupo de autores, un subgénero. Digamos la literatura oral, como una vuelta a la infancia mía y de los pueblos. Digamos los cuentos de terror, a cuya sombra escribí mis Cuentos tristes. Más allá de Poe y Lovecraft.
Escuché decir en estos tiempos (Francisco Umbral), que las novelas de Kafka están queriendo envejecer. No voy a pegar el grito al cielo. También dicen que lo que quedará serán sus cartas y sus diarios. Que ahí está el hombre fresquito y viviente. ¿Qué es literatura, qué no es? ¿Y la vida real y los amores tristes de un oficinista enfermo y debilucho? ¿Qué es la realidad?
Y cada vez hay más libros y más viajes al pasado y al presente y a los mundos interiores, y menos tiempo. Tengo que volver a mis amores tristes.


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