Más apuntes sobre una novela
Otra lectura de Catre de fierro, otra lectura que coincide en el enorme valor estético y narrativo de la obra de Alison Spedding.
Moira Bailey
Como toda gran novela, Catre de fierro es
muchas cosas a la vez. Es el desajustado dinamismo que existe entre la vida
campesina y la ciudad; la extraña bendición de un prostíbulo disfrazado; las
desventuras e intrigas de una familia a partir de la particular manera que cada
uno tiene de acatarlas.
Es también un inquietante repaso a la historia
contemporánea del país que va desde las dictaduras de los 70, pasando por la
preponderancia de la actividad del narcotráfico en los 80, además de las
múltiples coaliciones de partidos que han dominado la escena política hasta
tiempos muy recientes.
Cuarenta años es tiempo razonable como para que las hadas
y los fantasmas de una región determinada hayan salido todos a la luz más de
una vez para explicar, a quienes hayan
decidido habitar allí, cómo es la vida. El relato se desarrolla en un lapso de
historia lo suficientemente largo y con una variedad tan importante de
realidades, que todos resultamos representados en él, aunque sea de forma vaga
o lejana. Esa capacidad, la de sintetizar, embutir, abstraer un conglomerado de
realidades en apariencia disímiles, además de la tensión que alcanza el relato,
parecida a un cable delgado que no llega a romperse aunque se vaya adelgazando
hasta el límite, convierte a este libro en un espacio convergente en varios aspectos.
En una reflexión sobre literatura boliviana, Juan Pablo
Piñeiro establece una continuidad entre territorio y novela, desprestigiando de
algún modo la ya cristalizada relación que ésta tiene con el paisaje. Afirma que
la novela boliviana solo se puede
escribir desde la angustia que provoca el territorio cuando se lo intenta
nombrar y se fracasa. Esa angustia que solo puede sentir un fantasma que se ha
quedado tan solo que solo puede dialogar consigo mismo. Y son, esa angustia
específica y un territorio muy particular, la provincia de Inquisivi, en el
centro del departamento de La Paz, los marcos que determinan esta novela.
Sí, se trata de una novela boliviana con todas sus
implicaciones, pero ya no responde a la lógica de la historia o de la
antropología como sucedía en el pasado con gran parte de nuestras letras, sino
a la de la propia literatura y los lazos invisibles que ésta estrecha con la
geografía.
Es una novela trágica, que pese a su realismo exacerbado se
las arregla para tener personajes surrealistas, como un preso que entra y sale
cuando quiere de una pequeña carceleta de la que posee el único par de llaves,
mientras el alcaide pasa más días en el trayecto hacia la ciudad para cobrar su
sueldo, que en el singular y alejado reclusorio que dirige y que paradójicamente
se convierte en el centro de gran parte de la trama. Es una novela en la que se
puede palpar claramente que la nación en sí
misma es un serio y potente sujeto narrativo,
como ha expuesto Martín Zelaya.
Al descubrir los enredos de la familia Veizaga, se tiene
la sensación de que se despliega un álbum de fotos que develan progresivamente los
secretos y códigos dobles de una sociedad, las vicisitudes de una singular
manera de ver las cosas, y la aún más sui generis forma de expresarlas; pero a
la par que se desdobla se dobla, pues el álbum sintetizas las imágenes y las
purifica para mostrarnos un menor número de fotos que representa una gama muy
amplia de vivencias. Esa sensación que tuve en la lectura, es decir, sentir que
las imágenes de la novela se podían tentativamente plegar o desplegar, coincide
con una anécdota que cuenta Omar Rocha, que a su vez escuchó de la autora: el
disparador de la escritura de esta novela. Según palabras de Spedding, fue una
foto que reproduce la imagen de una familia tradicional de La Paz en la que
aparece, además y por añadidura, un niño zaparrastroso.
Es notable que una foto sintetice la historia de varias
décadas de la vida de un país, y que a partir de ella se puedan desdoblar un
conjunto de planos y realidades, que después de mucho observar, pudieran volverse
a convertir en la de la foto original:
una familia en sus mejores trazas, a la que se la ha colado la imagen de aquel
niño que, después de haber estado de más, se convierte en algo esencial.
Todo es mentira en el relato, pero también incuestionable
verdad, ahí es donde se juntan la historia y la literatura, cuya armonía y
mimetización son parte de la clave de este o cualquier texto literario que
funcione. Los personajes y los paisajes del barrio de Miraflores, o de las
intrincadas calles de El Alto son reales y ficticios. Spedding no teme al
estereotipo, a la obviedad ni a nada, es de una libertad envidiable a pesar de
ceñirse a las costumbres o a la lógica de una sociedad profundamente estratificada
que no se mueve tranquila en la espontaneidad. Muestra casi siempre una
realidad solemne y trágica, pero con un tono que escapa de serlo todo amén de los peligros que muchas veces acechan
a los personajes.
Omar Rocha termina el párrafo de un escrito con una
contundente afirmación que nos devuelve a los pasajes desalmados de este libro:
Esta ambiciosa saga familiar, concebida
en el mismísimo meollo de la vida nacional, cuya trama llega prácticamente
hasta la actualidad, tiene un final trágico en el sentido griego.
No es cosa fácil aceptar que después de años de tiranos,
traficantes y alianzas despatarradas tengamos que llegar a la tragedia y que esta afirmación
venga en un tiempo en el que las letras bolivianas viven un muy merecido periodo
de ebullición y vitalidad del que este relato es muestra.
Es también difícil evadir esta lectura al enfrentarse a una
novela híper realista basada en diálogos reales del día a día de la gente de la
calle, que reproducen su sentir y su forma de razonar de modo arrolladoramente
claro, y hacerlo en un momento en el que la prensa y la sociedad lanzan gritos
pidiendo auxilio; reclamando abusos, extorsión y robos millonarios. Nuevamente
la historia y la novela se entremezclan para ilustrar de verdad lo que se está
viviendo.
Se requiere valentía y una mirada muy realista para
aceptar esta tesis, y para quienes así lo hagan, ¿será dable pensar que la
tragedia griega en este tiempo corresponde a la irracional instalación de una
planta nuclear en Bolivia, cuando la experiencia y la sensatez marcan un camino
completamente contrario?
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