miércoles, 12 de octubre de 2016

Reseña

Más apuntes sobre una novela


Otra lectura de Catre de fierro, otra lectura que coincide en el enorme valor estético y narrativo de la obra de Alison Spedding.




Moira Bailey 

Como toda gran novela, Catre de fierro es muchas cosas a la vez. Es el desajustado dinamismo que existe entre la vida campesina y la ciudad; la extraña bendición de un prostíbulo disfrazado; las desventuras e intrigas de una familia a partir de la particular manera que cada uno tiene de acatarlas.
Es también un inquietante repaso a la historia contemporánea del país que va desde las dictaduras de los 70, pasando por la preponderancia de la actividad del narcotráfico en los 80, además de las múltiples coaliciones de partidos que han dominado la escena política hasta tiempos muy recientes.
Cuarenta años es tiempo razonable como para que las hadas y los fantasmas de una región determinada hayan salido todos a la luz más de una vez para explicar, a quienes  hayan decidido habitar allí, cómo es la vida. El relato se desarrolla en un lapso de historia lo suficientemente largo y con una variedad tan importante de realidades, que todos resultamos representados en él, aunque sea de forma vaga o lejana. Esa capacidad, la de sintetizar, embutir, abstraer un conglomerado de realidades en apariencia disímiles, además de la tensión que alcanza el relato, parecida a un cable delgado que no llega a romperse aunque se vaya adelgazando hasta el límite, convierte a este libro en un espacio convergente en varios aspectos.
En una reflexión sobre literatura boliviana, Juan Pablo Piñeiro establece una continuidad entre territorio y novela, desprestigiando de algún modo la ya cristalizada relación que ésta tiene con el paisaje. Afirma que la novela boliviana solo se puede escribir desde la angustia que provoca el territorio cuando se lo intenta nombrar y se fracasa. Esa angustia que solo puede sentir un fantasma que se ha quedado tan solo que solo puede dialogar consigo mismo. Y son, esa angustia específica y un territorio muy particular, la provincia de Inquisivi, en el centro del departamento de La Paz, los marcos que determinan esta novela.
Sí, se trata de una novela boliviana con todas sus implicaciones, pero ya no responde a la lógica de la historia o de la antropología como sucedía en el pasado con gran parte de nuestras letras, sino a la de la propia literatura y los lazos invisibles que ésta estrecha con la geografía.
Es una novela trágica, que pese a su realismo exacerbado se las arregla para tener personajes surrealistas, como un preso que entra y sale cuando quiere de una pequeña carceleta de la que posee el único par de llaves, mientras el alcaide pasa más días en el trayecto hacia la ciudad para cobrar su sueldo, que en el singular y alejado reclusorio que dirige y que paradójicamente se convierte en el centro de gran parte de la trama. Es una novela en la que se puede palpar claramente que la nación en sí misma es un serio y potente sujeto narrativo, como ha expuesto Martín Zelaya.
Al descubrir los enredos de la familia Veizaga, se tiene la sensación de que se despliega un álbum de fotos que develan progresivamente los secretos y códigos dobles de una sociedad, las vicisitudes de una singular manera de ver las cosas, y la aún más sui generis forma de expresarlas; pero a la par que se desdobla se dobla, pues el álbum sintetizas las imágenes y las purifica para mostrarnos un menor número de fotos que representa una gama muy amplia de vivencias. Esa sensación que tuve en la lectura, es decir, sentir que las imágenes de la novela se podían tentativamente plegar o desplegar, coincide con una anécdota que cuenta Omar Rocha, que a su vez escuchó de la autora: el disparador de la escritura de esta novela. Según palabras de Spedding, fue una foto que reproduce la imagen de una familia tradicional de La Paz en la que aparece, además y por añadidura, un niño zaparrastroso.
Es notable que una foto sintetice la historia de varias décadas de la vida de un país, y que a partir de ella se puedan desdoblar un conjunto de planos y realidades, que después de mucho observar, pudieran volverse  a convertir en la de la foto original: una familia en sus mejores trazas, a la que se la ha colado la imagen de aquel niño que, después de haber estado de más, se convierte en algo esencial.
Todo es mentira en el relato, pero también incuestionable verdad, ahí es donde se juntan la historia y la literatura, cuya armonía y mimetización son parte de la clave de este o cualquier texto literario que funcione. Los personajes y los paisajes del barrio de Miraflores, o de las intrincadas calles de El Alto son reales y ficticios. Spedding no teme al estereotipo, a la obviedad ni a nada, es de una libertad envidiable a pesar de ceñirse a las costumbres o a la lógica de una sociedad profundamente estratificada que no se mueve tranquila en la espontaneidad. Muestra casi siempre una realidad solemne y trágica, pero con un tono que escapa de serlo todo  amén de los peligros que muchas veces acechan a los personajes.
Omar Rocha termina el párrafo de un escrito con una contundente afirmación que nos devuelve a los pasajes desalmados de este libro: Esta ambiciosa saga familiar, concebida en el mismísimo meollo de la vida nacional, cuya trama llega prácticamente hasta la actualidad, tiene un final trágico en el sentido griego.
No es cosa fácil aceptar que después de años de tiranos, traficantes y alianzas despatarradas tengamos que  llegar a la tragedia y que esta afirmación venga en un tiempo en el que las letras bolivianas viven un muy merecido periodo de ebullición y vitalidad del que este relato es muestra.
Es también difícil evadir esta lectura al enfrentarse a una novela híper realista basada en diálogos reales del día a día de la gente de la calle, que reproducen su sentir y su forma de razonar de modo arrolladoramente claro, y hacerlo en un momento en el que la prensa y la sociedad lanzan gritos pidiendo auxilio; reclamando abusos, extorsión y robos millonarios. Nuevamente la historia y la novela se entremezclan para ilustrar de verdad lo que se está viviendo.

Se requiere valentía y una mirada muy realista para aceptar esta tesis, y para quienes así lo hagan, ¿será dable pensar que la tragedia griega en este tiempo corresponde a la irracional instalación de una planta nuclear en Bolivia, cuando la experiencia y la sensatez marcan un camino completamente contrario?

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