A manera de prólogo
Fragmento del texto prologal del libro Territorios, razas y etnias en la novela boliviana (1904-1952) de Willy Óscar Muñoz, recién editado por Kipus y presentado en la FIL Cochabamba.
Luis
H. Antezana J.
Este
Territorios, razas y etnias en la novela boliviana
(1904-1952) de Willy Óscar Muñoz incluye una detallada “Introducción” en la
que el autor presenta los alcances y características de su propuesta y,
también, motiva la pertinencia de las obras que ha escogido para tratar los
temas que le ocupan.
Dicha
“Introducción” cumple una función que, en cierta forma, condenaría a la
repetición o paráfrasis a notas prologales como ésta que, en principio, precede
al libro. Por ello, para evitar una posible versión meramente especular de lo
venidero, en lo que sigue y porque el período tratado por Muñoz (1904-1952) lo
permite, voy a tratar de evitar reiteraciones ─sean estas “previas”─ y,
simplemente, voy a intentar acompañar este libro ─y, claro, su “Introducción”─
desde una perspectiva, se diría, más general, una relativa a las posibles
condiciones de emisión y recepción de las obras y temas aquí tratados. El
período (1904-1952), reitero, permite tratar ─sea conjeturalmente─ esas huellas
─a su manera─ previas.
Tomando,
simplemente como señal, a Yanakuna de
Jesús Lara, la última obra cronológicamente tratada en este estudio, podemos
aprovechar el año de su publicación (1952) para evocar la Revolución de Abril
que, a su manera, contextualmente, con la instauración del “Estado del 52”, marcaría
el fin de este período donde abundan las búsquedas de sentido ─conjeturas,
cartografías, privilegios y exclusiones, de por medio─ de la posible “nación
boliviana” que, como se sabe, caracterizan a buena parte de la literatura
boliviana de esa primera mitad del siglo XX. O sea, estaríamos en un período
donde las preguntas y las búsquedas priman sobre las respuestas y los
hallazgos. El “¿quiénes somos?” ─de siempre─ es harto explícito en esos
tiempos. (…)
(…)
Por las primeras producciones, como las tratadas en este libro de Muñoz, junto
a la ciudadanía, el territorio común (Bolivia, en este caso) suele ser
considerado como el referente articulador de una literatura, como el
catalizador significativo del y para el ámbito discursivo común. No es un
parámetro equivocado, pero, sí, es insuficiente.
Por
cosas de la época, las prácticas del costumbrismo, realismo y, luego,
naturalismo facilitan sin duda el uso de ese catalizador territorial. Y, no solo
la narrativa sigue esos caminos sino, también, pese a su mayor independencia
referencial, la poesía también los frecuenta. O, por lo menos, también es
posible leer la poesía producida en Bolivia como parte de un proceso análogo de
nominación territorial.
Creo
que Itinerario espiritual de
Bolivia de José Eduardo Guerra, que recorre el territorio boliviano (“La
puna”, “La selva” y “El Valle”) prestando atención a sus expresiones poéticas
relativas, ilustra bastante bien esa posibilidad. Pero, obviamente, esa es solo
una limitada faceta del hacer literario y, ahí, la poesía, precisamente, es la
que mejor indica la complejidad en juego.
Desde
ya, para comprobar ese hecho, no es necesario llegar a nuestros tiempos donde
la arbitrariedad de la poesía respecto a los referentes es moneda corriente. Ya
desde fines del siglo XIX, el modernismo ─impulsado por Rubén Darío─ no
necesitaba ese código; podía ser poco o nada referencial: nórdico en manos de
Ricardo Jaimes Freyre, griego en manos de Franz Tamayo, por ejemplo, y, sin
embargo, pese a la ausencia de referencias territoriales inmediatas (ostensibles),
a la larga, esa producción resulta parte nomás de la “literatura boliviana” y,
en este caso, una parte harto notable, con las “cuatro constelaciones” (Mitre)
que, por estos lares, ahora marcan ese cielo: las poesías de Jaimes Freyre,
Tamayo, Reynolds y Guerra. Desde ya, pese a las apariencias “nominativas”,
entre las obras estudiadas en este libro, no faltan tempranas “libertades”
referenciales; mencionaría, por ejemplo, que, en La Chaskañawi, Medinaceli denomina “San Javier de Chirca” su lugar
de referencia y no, diríamos, la posible Cotagaita de su errante vida;
análogamente, la mina “Espíritu Santo” de Aluvión
de fuego también carece de referencia ostensible. Cosas así que, más
adelante, vía la más amplia literatura latinoamericana, por ejemplo, permiten
no hacerse líos referenciales con Comala o Macondo… o ─valga la connotación─ La
Paz de Saenz o el Buenos Aires de Arlt.
Por
supuesto, esta constitución discursiva de una “literatura nacional” no supone una
reducción ignorante de las variables internacionales. La literatura, pese a
todo, no sucede en el aire, menos en el aire inmediato; por ejemplo, no hay por
qué ignorar que las mencionadas “cuatro constelaciones” del modernismo en
Bolivia siguen las huellas del nicaragüense Darío quien, a su vez, reformuló
iniciativas europeas, y no hay por qué olvidar que los costumbrismos, realismos
o naturalismos de la narrativa, afines al período aquí estudiado, tuvieron previos
impulsos europeos.
La
constitución de los ámbitos discursivos literarios ─y, prácticamente de todos,
en general─ supone, a priori, varias tensiones internas como ─en el discurso
literario─ indican las que suceden cuando, por ejemplo, en un mismo período,
surgen varias propuestas alternas, tipo “modernismo” versus “romanticismo” o
“realismo” versus “naturalismo” o “dadaísmo” versus “surrealismo”, y, así,
ilimitadamente, propuestas por el estilo que, dentro del mismo discurso, tiende
a marcar sus diferencias, supuestas excelencias o hasta posibles cánones:
“realismo mágico”, “hiperrealismo”…
Lo
importante del gesto de Moreno, Bustillo y, notablemente, Medinaceli es el de constituir
un ámbito local de interpelación relativa (escritura/lectura), que, además, no
tiene por qué ser autista. Medinaceli leía todo lo que estaba a su alcance. Una
prueba: hoy en día, este libro de Muñoz puede leer, como parte de un mismo
proceso literario, obras originalmente escritas en inglés o francés… No hay
problema.
Ojalá
estos índices, quizá conjeturales, acompañen aceptablemente este libro. Aunque
he querido evitar reiteraciones, para terminar, quisiera, de todas maneras,
destacar que, felizmente, aquí se tratan dos obras generalmente ignoradas por
nuestro horizonte de recepción: estas son El
valle del sol de Diómedes de Pereyra, recientemente editada, y Aguafuertes (1928) de Roberto Leitón,
valorada, en su momento, por Medinaceli y, luego, destacada por Augusto Guzmán
en su Panorama de la novela en Bolivia, pero, más tarde, prácticamente ignorada.
Por
supuesto, Willy Muñoz destaca esos descuidos, pero, creo que conviene
subrayarlos para, precisamente, ilustrar la apertura del “momento constitutivo”
indicado: capaz, ahora, de también rescatar no solo recuerdos sino también
olvidos.
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