domingo, 4 de junio de 2017

Ensayo

Portador de tres nombres


Fragmento del prólogo de la edición de Eisejuaz de Sara Gallardo, que inaugura la editorial Dum Dum.




Mónica Velásquez Guzmán 

“Cuando entregues las manos perderás la sed”, así exige Dios a un mataco, así le ha demandado la historia, la colonia, la explotación de caña o de caucho, así todos los modelos del capitalismo; sin embargo esa sed milenaria sigue secando miles de gargantas. La novela Eisejuaz de Sara Gallardo (1971) nos desafía a leer lo ilegible de ese sitio ajeno a nosotros, colocándonos fuera del conocido mundo donde creemos haber civilizado a los otros, a lo otro que guardamos en nuestras memorias privada y pública.
Acorde a su tiempo, Gallardo hacía ingresar al escenario de lo simbólico una nueva lectura del indio, ya no representado en esa masa o colectividad con que la literatura del siglo XIX y principios del XX había hablado de la fuerza de trabajo, de resistencia o de barbarie restante desde el proyecto colonial. Tampoco se trata ahora de un arquetipo cuyo hablar se transcribe en sus peculiaridades de pronunciación o sintaxis; no existe ya la más mínima posibilidad de hablar de, o por, el indígena, hay que oírlo desde su subjetividad, desde su particular visión de mundo. Estamos frente a la extrañeza de un mataco elegido por Dios, un personaje con delirios místicos que ya no halla lugar entre su tribu ni en las fisuras que le ha dejado el mundo occidental. Eisejuaz, portador de tres nombres, transita y desmiente todos los sitios de “civilización” históricamente reforzados y ejercidos por los poderes hegemónicos. La novela escribe a la vez un neo-indigenismo y un neo-misticismo.
Si desde nuestros orígenes como latinoamericanos se nos dio oportunidad de ciudadanía al convertirnos a la “verdadera fe católica”; se nos otorgó existencia civil (de segunda clase, claro, si de mujeres o indios se trataba, tuvimos que esperar hasta 1952, por lo menos en lo nominal) siempre y cuando fuéramos a la escuela, nos atuviéramos a la ley, ocupáramos nuestro tiempo en trabajar, dejáramos nuestros vicios y, ya puestos en las domesticaciones, domináramos nuestra salvaje sexualidad en aras de la familia monógama y legítima… Eisejuaz se fuga sistemáticamente de todas estas determinaciones, pues obedece a un destino mayor dictado por un Dios muy particular. Prefiere entonces dejar de leer, aunque se lo han enseñado las misiones noruegas y católicas; elige dejar los trabajos de servicio y de carga, aun a riesgo de pasar hambre; ocupa sus manos en levantar dignas y precarias viviendas provisorias en respeto y armonía con la naturaleza y con una subsistencia que día a día debe asegurarse; conoce el amor con una mujer que lo acompañará hasta morir en un hospital civilizado y sin explicaciones a la familia, sin embargo su sexualidad seguirá acogiendo otras relaciones no necesariamente legítimas; opta por creer en Dios, sí, pero sin dogma, por vía directa y por mandato excepcional. Su comunidad no lo entiende, nació para ser jefe pero no lo es. La población blanca lo mira con desprecio y desconfianza, tenía todo para triunfar y ser un hombre de bien, pero en vez de ello elige la libertad del animal, del que puede mirar el infinito sin muerte, porque el mandato divino le tiene asignados  caminos más profundos.
Eisejuaz no es el indígena idealizado ni el moralmente elevado, sacrificado en su búsqueda espiritual; por el contrario, en su alma, el bien y el mal celebran a diario tremendas batallas, como en la arena de lo sagrado, donde ambas energías desean gobernar. En esto nos recuerda a la novela La última tentación, de Kazantzakis y que Scorsese llevara al cine; una relectura del místico deambula en ambos textos: el mal es interno e inherente al hombre elegido, y el bien es un desastroso mandato que demanda sacrificios, silencios y ceremonias que no siempre son lo mejor, ni para uno ni para su otro, redimido-redentor. Y es que este Dios ha decidido solicitar a Eisejuaz hacerse cargo de Paqui, el resto de toda civilización blanca, un mercader que lucra con el cabello natural de las mujeres que somete, un empresario promiscuo e ingrato, que, salvado por el mataco de morir enfermo en las calles, permanecerá con él en la dura vida del monte, solo para recordarle lo que implica atender al mal de cerca. En este sentido, nuestro personaje replantea los presupuestos comunes en la literatura de místicos; si bien la novela puede leerse estructuralmente siguiendo los pasos del camino espiritual (revelación, pruebas, tentaciones, ratificación del llamado y cumplimento del destino), dicho sendero está cimentado o más bien empolvado por la situación de tan peculiar hombre de Dios: uno situado en los márgenes de lo civilizado y en sus más extremos cuestionamientos.
La atrevida inversión de términos que Gallardo propicia respecto del tópico hombre blanco-indígena (civilización y barbarie) es remarcable. Ni un indigenismo de masas unidas a lo natural, ni un misticismo de santos. Eisejuaz es mataco, pero no es eso todo lo que él es. No es un ser que se agota en su pertenencia étnica, puede, como todo gran personaje, desempeñar múltiples y contradictorios papeles, porta mundos encontrados que resumen su historia, rompe con su lengua los límites con que frecuentemente habíamos leído la tensión español-lenguas nativas; impregna con su visión mística su visión indígena y viceversa. No estamos ante otra historia de culturización de un indígena por parte de un blanco, no es este personaje ni representado ni reivindicado por los males concienciales de nadie; este mataco se nos escapa, porque es él quien debe cuidar a lo último de lo último dentro de la escala de seres humanos occidentales, blancos y civilizados; pero es, también, el postrero resabio de lo indígena (aquél que prefiere dejar a su hambrienta comunidad, no ser su jefe, para cuidar a un desagradecido extranjero). 
Optar por la misión exige, en este caso, una profunda lucidez de su pertenencia al mundo mataco, no es su escape, no es su negación, sino lo contrario, una reafirmación de lo místico como extremo sitio de existencia en un mundo que los ha devastado: “mienten al paisano, usan al paisano, olvidan al paisano. Ya lo sabemos. Ya lo hemos visto. No importa. Hay una sola ayuda: ese que alimenta los corazones”. Este mesianismo, sin embargo, no es todo virtud, de hecho advierte “aquí un barro haré con la maldad, un barro con mis pies, una planta nacerá, la cortaré; una flor echará, la quemaré. Se acabó el tiempo de nosotros pero no importa”. El mundo arrasado del paisano ha atestiguado desde el tiempo cíclico el acabose para los suyos y su mundo, eso ya ha pasado y volverá a pasar, pero no importa en la medida en que renacerá del barro, de la tierra, del resabio, así como Eisejuaz resurgirá desde o con la escoria del cuerpo muerto de Paqui.

Esta novela maravillosa sostiene su mundo narrativo en un desconcertante lenguaje. Eisejuaz es el narrador de la novela y como tal habla, organiza los hechos, nos oculta o muestra lo que sucede según nos hable en español o “en su lengua”. (…) 

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