domingo, 21 de febrero de 2016

La palabra teleférica

La obra

El hacer, el acto de creación, pero más allá aún: la acción; motor, quid y leit motiv, para un constructor de ladrillos, o de palabras.



Juan Pablo Piñeiro 

El otro día he recibido un regalo, inmerecido como cualquier regalo: he pensado en la obra. Me he acordado de Julián Mamani, un maestro de construcción que ha trabajado mucho tiempo con mi padre y que ahora vive en Pando.
A Julián no hay caso de dejarlo solo porque termina siempre construyendo algo. Trabaja la madera, el cemento y la tierra con la facilidad que únicamente posee un verdadero conocedor. Es capaz de instalar una red de agua y un circuito eléctrico sin que se oculte el sol de un mismo día. Da la impresión de que si una catástrofe nos dejara sin nada, el Julián tendría casa a las pocas semanas, aunque quizás preferiría hacerse solo un cuartito.
Y cuando nuestro amigo “casi muere vivo” en el “deslizamiento de un derrumbe”,[1] lo único que hizo fue refugiarse en el hueco de aire de su casco de construcción[2] para esperar serenamente que lo rescaten o que no lo rescaten. Cuando salió del precoz entierro, sin necesidad de psicólogos, se fue a dormir a su casa. No quería llegar tarde al día siguiente, y no debido a una angustia samsiana sino simplemente porque le gustaba tener trabajo, o por lo menos no se ponía a pensar en eso. Julián está protegido por su humildad.
Hace unos años cuando a alguien se le ocurría hablar de la importancia de la obra, lo descalificaban enseguida e incluso lo tildaban de “romántico”. Hoy en día, como supuestamente todo se puede, a nadie le mosquea mucho ninguna idea. En el fondo eso no tiene nada que ver. Por ejemplo, si nos transformamos en el narrador de De la ventana al parque de Jesús Urzagasti, podríamos adquirir momentáneamente la capacidad de imaginar encuentros entre amigos que nunca se han conocido, y que por lo mismo son muy diferentes cuando en verdad son iguales.
Con ese poder de evocación, imaginaría el encuentro entre el propio Jesús Urzagasti y Julián Mamani. Seguramente la charla sería muy amena y no se harían extrañar ni las risas ni los recuerdos luminosos. La historia de Julián cuando casi muere en el deslizamiento de un derrumbe, seguramente haría estallar una risa de niño en el Jesús y con seguridad tomaría esa frase como un regalo de la vida, envuelto en el mismo misterio de siempre.
Lo que los une es la obra. Unos dirán que la obra de Julián no cuenta, porque finalmente son otros lo que lo contratan, y él trabaja para otros. Eso no es lo importante, lo importante es que ese trabajo detallista que busca la perfección no es para él. La obra no es para él, Jesús lo adivinó de entrada. Y entonces viene a colación lo que diría el poeta Cranach que también aparece en De la ventana al parque. Cranach no es otro que Jaime Saenz, por lo que diría que vida y obra son la misma cosa. Lo que nos hace intuir que efectivamente queda algo de la obra para el que la trabaja. El mundo te pide todo a cambio de nada “y encima uno tiene que tallar en la oscuridad, la figura del aprendiz”, escribe Jesús Urzagasti para clarificarnos.
Cuando Julián Mamani trabaja con detalle la materia, lo que en verdad está trabajando es su alma. Esa es la importancia del trabajo con las manos, tocar el mundo para lijar lo de adentro, para darle forma, para encontrarle una luz. Y no debe haber cosa más difícil que pulirse con el trabajo de la materia, porque el dolor siempre estará presente, aunque después descubramos que si está ahí es para señalar el dorado rutilante que baña el mundo cuando nadie está mirando.
La poesía posee un extraño conjuro, permite que el que la trabaja pueda tocar las palabras con las manos y de esa manera modelar una materia hecha de tiempo, con la delicadeza que se debe tener con las cosas verdaderas hasta que la obra misma haya sido acabada y se vuelva verdadera.
El poemario Senderos de Jesús Urzagasti, publicado recientemente por La Mariposa Mundial, más que un poemario es una prueba de que la obra es la depuración de la vida y por lo tanto la obra existe. Cada poema que compone este libro está cargado de “inefables reinos clausurados” y lo escribe un cuerpo que tiene “muchas cosas por dentro y otras tantas por fuera”.
En su último libro publicado en vida, Frondas nocturnas, Jesús Urzagasti escribe: “Sentado en la silla amarilla / con un viejo jarro de barro en las manos / siento algo intacto en mis adentros / cuando entre las frondas pasa el tiempo”. Ese algo que está intacto es la materia con la que escribe los poemas de su último libro. Seguramente lo hizo sentado en aquella silla amarilla con un viejo jarro de barro entre las manos, demoró 26 días, pero en verdad esperó una vida. No hay palabra que sobre en ninguno de estos 30 poemas y cada uno de ellos tiene un peso específico en relación al delicado telar que los sostiene. Es un regalo mayor para la literatura boliviana envuelto en el mismo misterio de siempre. Y gracias a él los poetas de nuestro país tienen la secreta obligación de ser mejores poetas y de no extraviar la obra ni en el camino ni en el mundo.
Lo que une a Jesús Urzagasti y Julián Mamani, lo que verdaderamente los hermana, no es la obra sino la humildad. La única llave maestra cuando se trata de aprender, de mirar o de entender. Y en esto, más vale ser romántico que vivir sin ganas.
Senderos es una obra escrita a la altura de los majestuosos nevados que han albergado la mayor parte de la vida de este gran poeta chaqueño. Una obra cumbre pulida con la misma energía de quien trabaja la tierra, la madera o el barro. Una obra escrita con sangre y escrita en el aire. “Has perdido todo / por ganar un mundo / donde cabe el infinito olvido / y también la llave azul del río / donde incluso cabe / todo lo que has perdido / por ganar un mundo”.
Esas son las palabras que componen uno de los poemas más breves del libro, Escrito en el aire. Y es que el título del libro ya lo dice todo. Los senderos están abiertos. Por lo menos para que no olvidemos la importancia de la Obra.



[1] Cuando Julián sufrió ese accidente, el semanario que circulaba en Cobija en ese entonces tituló la noticia: “Por deslizamiento de un derrumbe: obrero casi muere vivo
[2] Increíblemente, Franz Kafka inventó el casco de construcción.

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