domingo, 21 de febrero de 2016

Escenas

Elogio del hambre

Libros & películas. Una mirada. Una lectura de los pasajes que cambiaron nuestra forma de ver el mundo.


Aldo Medinaceli

A veces uno siente el vacío del mundo. La ansiedad de las necesidades humanas. Un nudo en el estómago que deja de ser tenso para después gruñir salvajemente. Es el hambre.
No siempre se llena con un bocado de pan ni con un vaso de agua. Quienes han perdido el sueño por la molestia del estómago vacío entienden el asunto. Tal vez el hambre sea una metáfora del enorme vacío de las personas, de sus ansias, anhelos, sueños más inmediatos.
Observar cómo hay quienes pueden dejar platos casi llenos para que se los lleve el mesero, o preguntarse para cuántos panes alcanzan las monedas que se tienen en el bolsillo, son sensaciones que existen desde un tiempo perdido.
Hablo cuando el sueño máximo es solamente llenar el estómago. En esos momentos se aprende tanto del mundo y de la especie humana como en ninguna otra parte.
Pero no se trata de una apología de la miseria, porque mientras menos dure ese vacío, será mejor. Sino de un estado extremo del cuerpo y de la conciencia que luego de tantos años de ordenamiento vital pareciéramos haber olvidado. El impulso, la meta primordial, el sonido de nuestras vísceras como aullidos lastimeros.

Durante meses busqué el pasaje en donde se describen las pensiones de la ciudad de La Paz en alguna obra de Jaime Sáenz. Recordaba haberlo leído de manera frugal y que no pertenecía a su poesía. Nada más.
Releí sus Vidas y muertes, busqué con cuidado en los capítulos de Los cuartos y tuve el placer de conseguir un original de La piedra imán con este propósito. Pero nada. Pensé que estaba en Los papeles de Narciso Lima Achá… Al final de cuentas, la búsqueda de este desapercibido pasaje me sirvió para retomar la lectura del gran escritor que inventó a la ciudad de La Paz.
Jaime Sáenz es a La Paz lo que Dostoievski a San Petersburgo o James Joyce para Dublín. El inventor de una ciudad ficticia que posee tan solemnes y peligrosas similitudes con la ciudad real, que ambas habitan en tensa armonía.
Finalmente encontré el pasaje en su novela Felipe Delgado, ahí donde cualquiera hubiera comenzado a buscar... Estaba en el capítulo VIII de la primera parte.
En nuestra perdida escena, Delgado se acaba de mudar a la calle Catacora, en pleno centro histórico de la ciudad, en donde vive solo; así que busca un sitio cercano en donde comer. Con este fin recuerda todas las pensiones y restaurantes que ha conocido a lo largo de su solitaria vida, siempre llena de gente que le desagrada o le atrae en extremo.
En la escena recuerda una clase especial de comensales: “…que daban muestras de alegría, de contento y hasta de dicha frente al plato de comida, mirando a uno y otro lado como si estuvieran en el mejor de los mundos y como si fuera ese el momento culminante de su existencia, temerosos quizá de que alguien fuese a turbar semejante goce supremo. Y estos comensales hablaban en voz baja y como en secreto; al partir el pan, al recorrer un plato, al coger la cuchara, se ponían colorados y se quedaban un momento con la mirada perdida en la distancia, y, cual paralizados por la gratitud ante el raro privilegio de almorzar, se miraban entre sí, seguramente para comunicarse quién sabe qué recónditos secretos; y entonces tosían a ratos, con mesura, cual si de pronto hubiesen visto sorprendido su secreto; y siempre que tosían otra vez, nuevamente se ponían colorados estos comensales. Delgado sabía muy bien que no todos los comensales estaban cortados con la misma tijera…”.
Allí estaba la escena que tanto había buscado o, como bien podríamos expresar, en “lenguaje saenzeano”: “Tal el pasaje”. Allí estaba, simple y llana como cualquier otra descripción. Sin embargo, no era el caso.
Si bien el enfoque que utiliza el narrador no es del todo empático con aquellos tristes y desesperados comensales, sí logra una acabada profundidad psicológica en la descripción. Los hombres y mujeres hambrientos: “a los cuales Delgado miraba con menos pena que asco”, se me quedaron durante muchísimo tiempo rondando en la mente, como ejemplo de angustia y desequilibrio.
Allí estaban esos personajes enternecedores, trabajadores incansables de seguro, y que eran el cimiento estético de estas breves líneas que aspiran a convertirse en un elogio del hambre.
El hambre como carencia, como estado alterado, como milagro del equilibrio natural, como síntoma de lo enfermo o saludable del mundo, como resquicio hacia un espacio inexplorado, como angustia del futuro incierto, como estímulo del coraje, como ordenador del progreso o como anhelo de una búsqueda insaciable.
Hay pocas sensaciones en la vida que se igualen al placer de comer después de una extensa jornada de trabajo; o cuando, debido a los malos cálculos propios y sociales, el dinero no alcanza más que para una sopa desabrida y transparente que sin embargo se disfruta como a la última de las viandas.
Ese diario ahogo de las entrañas está allí por una razón que cada uno deberá responderse a sí mismo. Nunca es gratuita y nos sirve como orgánica utopía del impulso. Pero la carencia nunca termina.

En los primeros párrafos de esta escena, el narrador comparaba el olor de los alimentos frescos con la inocencia, afirmando que: “podía darse cierto estado de inocencia en simetría por el malestar provocado por el hambre en las entrañas”.

Tal vez el hambre siempre sea inocente, uno de aquellos estados que nos convierte a todos simplemente en humanos y nada más. Porque solamente en esos momentos de completo vacío uno se da cuenta de que no se vive por otro motivo más que el placer de vivir, y porque así se tenga el estómago vacío, todo a nuestro alrededor seguirá renovándose en cada nuevo y pequeño bocado. 

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