sábado, 20 de junio de 2015

Libros

El capitalismo artístico

El hombre contemporáneo no sabe diferenciar entre arte y provocación, broma y genialidad tras lo que el mercado le ofrece.



Ricard Bellveser 

Uno de los razonamientos que sostienen la tesis de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy sobre la “estetización (sic) del mundo” y el “capitalismo artístico” es que hoy el arte ha abandonado sus escondites de privilegio y se ha mimetizado con las exigencias del mercado y sus procesos productivos, de manera que se considera al arte como un elemento imprescindible en el diseño en todos sus campos, la publicidad, la moda, la decoración, el cine, el espectáculo, el comercio, la industria, la peluquería… como estímulo de los mecanismos de venta, ya que el comercio basa su apoyo en razones estéticas de seducción, afecto, sensibilidad y en el manejo de las emociones.
El arte, durante siglos, ha estado al servicio de la religión y la transmisión de mensajes trascendentes sino metafísicos a sus fieles, después estuvo al servicio de los príncipes que a su vez fueron sus mecenas, más tarde se puso a las órdenes de la acción política y ahora lo está a merced de los mercados.
El capitalismo, de este modo, habría sacado al arte de los museos y lo habría puesto en la calle como instrumento de lo cotidiano, al alcance de todos pero también como un peligroso adversario.
Lipovetsky (París, 1944) es uno de los más importantes filósofos de la modernidad, de lo efímero, del vacío contemporáneo, del consumismo, de la pérdida de la conciencia histórica, que ha combinado reflexiones sobre la “era del vacío” o la “sociedad de la decepción” con textos muy ambiciosos como La felicidad paradójica.
Es profesor de la Universidad de Grenoble, como lo es Jean Serroy, historiador, filólogo y un experto en el estudio de la globalización de las culturas, quien ha publicado varios libros en colaboración  con Lipovetsky, algunos tan claves como Pantalla global, sobre la incidencia del cine en la construcción de las referencias contemporáneas, y ahora este profundo ensayo sobre las estetización (sic) y el capitalismo, volumen que publicó primero en francés en la prestigiosa editorial Gallimard en una edición de más de 400 páginas, como un ejemplo del pensamiento hipermoderno, y que, traducido al español, acaba de editar Anagrama. (1)
Pero regresemos al tema: la interacción del arte y el comercio no es nada nuevo. Para estos autores, el capitalismo artístico ya comenzó a mediados del siglo XIX con la puesta en servicio de los grandes almacenes en los que comprar se convirtió en un espectáculo.
Comprar dejó de limitarse a ser un hecho práctico con el que cumplir con una necesidad material para, a partir de ese momento, cuando se convierte, decíamos, en un espectáculo, ir de compras, hacer shopping, es una teatralización en la que el comercio se focaliza en nuestras emociones y con ayuda de la publicidad juega con ellas, hasta presentarnos la figuración de cómo mejorará nuestra vida con el consumo e incluso nuestra estética o nuestras relaciones sociales y de pareja. El arte al servicio de la publicidad ha determinado un estándar de felicidad.
El arte, señalan los autores, cumple fines comerciales y no lo esconde, de Andy Warhol (I’m a business artist, yo soy un artista de los negocios) a Damián Hirst, “la economía ya no se rige por el oportunismo de la oferta o la demanda, sino por la dinámica de la moda”.
Pero no hay que alarmarse, pues siempre ha habido intereses detrás del arte, aunque es entre los modernos, los que ganaron la batalla de la cantidad por la de la calidad, cuando se excluye la comercialidad del arte al considerar el “arte comercial” como un arte despreciable.
Pero fracasaron sus dos grandes proyectos de modernidad que fueron, primero, el del arte por el arte de Schiller, quien quería ir por esa vía hacia “lo absoluto”, hasta tal extremo que los románticos alemanes, pusieron el arte por encima de la sociedad y al poeta por encima del sacerdote, lo que se filtró en las vanguardias que optaron por poner el arte al servicio del hombre nuevo y de las necesidades de las personas, y segundo, el arte revolucionario hecho para el pueblo, esto es, un arte que debía ser útil. Ninguno de los dos proyectos fueron lo suficientemente satisfactorios.
Ahora lo que se está creando es una estética del consumo, todo debe ser gozoso, inspirado, atractivo y para ello el capitalismo artístico mezcla arte e industria, comercio, diversión, ocio, moda, comunicación. El comercio pasa a ser espectáculo, el diseño arte, el turismo una aventura cultural y las redes sociales lo digieren todo, con el dilema de que el hombre contemporáneo ya no sabe diferenciar qué hay de arte o de provocación, de broma o de genialidad tras lo que se le ofrece.
Los modernos, decía, desacreditaron el arte comercial, y lo presentaron como ejemplo de lo que no se debía hacer, pero hoy ese rechazo se ha pulverizado y en los museos más serios se hacen pases de modelos, se exhiben colecciones de productos de marca, nadie duda de que modistos, peluqueros o diseñadores lo que hacen es arte y ayudan a construir la gran estética del consumo, de modo que el consumo se inserta en nuestras emociones y hasta en nuestras pasiones.
El capitalismo ofrece un rostro que nada tiene que ver con la imagen áspera, monetarista, impersonal, encubridora de las injusticias sociales, justificadora de las diferencias económicas, productora de infinitas toneladas de basura y fealdad, sino que nos permite consumir belleza permanentemente, aunque no haya logrado hacer un mundo más hermoso, y nos hace vivir en lo que Lipovetsky calificó en un ensayo anteriormente citado como la “felicidad paradójica”. Un ensayo, clarificador, amable de leer, complejo y novísimo.



(1) Pilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estatización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico. Editorial Anagrama. Barcelona, 2015.
  


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