sábado, 20 de junio de 2015

Cafetín con gramófono

El fuego y los papeles viejos


En una pausa en su recorrido por las revistas literarias bolivianas, el autor reflexiona sobre las amenazas históricas contra las bibliotecas y archivos.



Omar Rocha Velasco

Una imagen se repite insistentemente en la literatura boliviana: el fuego alimentado por papeles. Imagen de la fatalidad, la tragedia y la incompletitud, pero al mismo tiempo de la pasión, el impulso y el resurgimiento. “Pulsión de vida y demonio ajeno”, como dice Luis H. Antezana en el texto que escribió como introducción a La lengua de Adán de Emeterio Villamil de Rada.
Cualquiera que va al Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia en la ciudad de Sucre y tiene el privilegio de visitar la sala en la que están acogidos los libros de Gabriel René Moreno, puede observar los lomos quemados de los libros de este gran bibliófilo y archivista boliviano (aunque a él le gustaba calificarse como “modesto papelista”); en efecto, el 28 de diciembre de 1881 su biblioteca se quemó en Chile, pereciendo, de esta manera, libros, folletos, revistas, manuscritos y todo tipo de papeles que adquirió tenaz y pacientemente.
Con el material que se salvó del incendio Moreno escribió Estudios de literatura boliviana, el libro de historia y crítica literaria más importante del siglo XIX, y que incluye a escritores como Bustamante, Tovar, Galindo, Mujía y Ramallo.
Moreno fue director de la Biblioteca del Instituto Nacional de Santiago de Chile durante 40 años. Se encargó de la publicación de las obras completas de Andrés Bello y reunió la colección “Biblioteca Boliviana”, que más tarde adquirió el gobierno de Bolivia.
Otro caso emblemático relacionado con el fuego es el de las obras de Emeterio Villamil de Rada, “hiperpolíglota”, que planteó la tesis de que la lengua en la que Dios y Adán se comunicaron fue el aymara y que el paraíso terrenal estaba situado en Sorata.
De él se conoce solamente La lengua de Adán, que según las palabras del autor eran solamente apuntes iniciales, la argumentación y sustentación de sus teorías se quemaron en el incendio del Palacio de Gobierno el 20 de marzo de 1875 (desde entonces llamado “Palacio Quemado”). Recupero otras palabras de Luis H. Antezana en el mismo estudio introductorio citado más arriba:

“En los depósitos, sótanos y oficinas del edificio no solo se acumulaban fardos de papeles y archivos ‘oficiales’ sino también innumerables solicitudes y manuscritos privados, enviados ‘desde siempre’ -se podría decir- a ese centro del poder político en Bolivia. Por lo que se sabe, tales manuscritos colmaban varios anaqueles y no solo incluían meras cartas personales de los ciudadanos a las autoridades de turno sino obras de autores que las enviaban, solicitando, rogando, esperando que el gobierno las publique. Entre otros, por ejemplo, ahí esperaba algún tipo de atención burocrática el grueso de la obra de Emeterio Villamil de Rada”.

En El Loco (1966) de Arturo Borda asistimos a una constante quema de cuartillas, es un acto que se repite a lo largo de todo el texto. Lo que queda (El Loco) son las páginas que las llamas no han podido alcanzar, eso es lo que declara el investigador Saúl A. Katari:

“También se ha encontrado entre un montón de cenizas de una fogata hecha en el centro de la habitación, un gran número de cuartillas escritas a lápiz y llenas de enmendaduras, por lo cual se ve que se trata de ensayos literarios, o cosa así, y que las publicamos en un orden meramente conjetural, ya que las cuartillas en desorden no se hallan numeradas”.

Se trata, de una especie de procedimiento creativo basado en la destrucción/demolición y que deriva siempre en la posibilidad de resurgimiento.
Cuando el fuego no ha llegado existen otros peligros como el señalado por Carlos Medinaceli cuando se peleaba con vendedoras de varios productos:

“El caso es que, en Potosí, cuando se muere un hombre de esos raros que tienen la costumbre, mala, por supuesto, pésima, de coleccionar libros, hasta organizar lo que allí llaman librería -que en otras partes dicen ‘biblioteca’- lo corriente es que los deudos queden pobres y, lo peor, con un clavo encima, la librería del papá o del esposo difuntos. Y como también, es lo frecuente, tienen que cambiar de casa, no sabiendo qué hacer con los tales libros, folletos y tanta ‘papelería’ del papá o del esposo, los hijos o la viuda deciden vender los folletos y papeles por arrobas, a las chancaqueras, ancuqueras, bizcochueleras, mantequeras y demás gente que necesita ‘papeles que no sirven’ para envolver en ellos lo que sirve para el regalo del paladar, como son los ancucos, y bienestar del estómago, como es la manteca”.

No es casual entonces, que René Moreno haya señalado las siguientes causas para la destrucción documental, como nos cuenta Luis Oporto en su Historia de la archivística boliviana: a) el ancucu, el dulce de maní, b) la naturaleza, a través de sus agentes como la polilla y la humedad; c) las actitudes culturales y políticas de la época…; d) el vandalismo, la asonada o la revolución [es decir el fuego, añadiríamos].
El fuego es la imagen que reconoce los vacíos, las imposibilidades que generan los archivos, las falencias del propio investigador y la destrucción / germinación que implica toda quema emprendida por cualquier sursuncorda.



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