Martín Zelaya
I
En La Montaña del Alma
del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su
milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un
viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la
Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía,
y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la
naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.
El (primer) narrador de Manubiduyepe,
la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:
Un sol está clavado en cada
grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros
secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y
también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra.
La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de
la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero
también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la
materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).
II
Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta
durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego
marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.
Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y
costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para
tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de
tanto transpirar.
Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces
en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la
tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza.
Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en
la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su
realidad.
III
Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro
del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un
día triunfal” (145).
IV
En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco
(Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma.
Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la
imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes
que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces
de ver más allá de esa falacia.
Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen
de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que
hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario
ahora detenerse.
Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y
tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti
Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a
otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.
V
Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad
de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos
y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a
Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que
olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda
parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro
de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado
Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta
novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda
establecido en una alucinada charla en un karaoke.
VI
Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la
ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para
concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos
sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua
labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos
equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.
Lenguaje poético, decíamos:
Dafne, perdida y derrumbada,
desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y
se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia
paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando
sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su
cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si
no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su
impronta (23).
Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el
epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio
de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy
alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana
y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje,
el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor
simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe
una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como
seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que
hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un
compromiso ontológico.
La segunda de las tres partes de esta novela tiene un
epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me
volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro
al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la
coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la
particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir,
en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla
en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y
plasmados.
El tiempo se transforma en
música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande
y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la
materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia
existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es
(74).
VII
Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la
desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una
mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña
enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo
padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien
se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado
narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a
sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin
protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes
todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores
narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que,
finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí;
pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).
La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones
milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el
mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de
dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta
Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a
cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta
del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de
Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.
Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene
entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad
con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul,
soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula
daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278).
VIII
Tiene, Manubiduyepe
algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan
rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en
realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro
(casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla
foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar
este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece
sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.
Es, también, Manubiduyepe,
un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana:
idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo
naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero,
indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto
valga una breve analogía con Cuando Sara
Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos,
planteando características como las recién descritas, describen como
neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].
¿Es Cuando Sara Chura
despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando
se publicó, y que continúa vigente?
Es una novela lúdica,
lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente
reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al
estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo
ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la
multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como
presencias más que como ausencias.
Para lograr enlazar este complejo universo narrativo
temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada
y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada
una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo
narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta
novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en
determinados pasajes.
IX
En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino
Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre
solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No
miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?...”.
Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y
definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y
simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía
de lo genuino.
X
¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el
trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus
narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó
a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos
contiene?
[1] Los
siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En
2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que
crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág.
115-151.
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