Jardines de Tlaloc
Un comentario del nuevo poemario de Gary Daher, presentado a inicios de este año en Santa Cruz
Mauricio Peña
Davidson
La presentación
de un nuevo poemario de Gary Daher es inevitablemente una experiencia
gratificante, pletórica de hermandad cultural y de significación literaria. Y
es que Gary hace tiempo es ya un referente de la lírica boliviana y ocupa, con
toda justicia y prestancia, un sitial de honor en la literatura que viene
surgiendo en el oriente. Cabe además mencionar que su poesía, plasmada en no pocas
y selectas páginas, no solo revela una innegable calidad estética, sino la
promesa, nunca fallida, de una caudalosa, sorpresiva y siempre renovada
creatividad.
Este poemario es buena prueba de esa
vocación, esa prolífica inspiración, ese generoso destino. Jardines de Tlaloc lleva el nombre de esa divinidad superior de la
mitología azteca: el señor de la lluvia, del viento, del rayo y del trueno, de
las altas cumbres; en fin, una poderosa deidad, con múltiples manifestaciones
de su poderío cósmico, como múltiples son también los temas que Gary aborda y
ofrece. Aquí encontramos mucho de novedoso, pero también la huella de una tradición,
un mosaico de temas recurrentes en la poesía de Gary, una celebración de la
naturaleza, de las cosas que persisten y perduran, como son la tierra, el agua,
el fuego, el aire, la piedra, las aves. De igual manera, los dones que nos
entrega la vida: la memoria, los sueños, la amistad, el arte, nuestros mayores,
las cosas que recordamos y no queremos olvidar. Hay pues una hermosa
celebración de la existencia en el mundo, aunque también se menciona lo
terrible, lo oscuro, lo amenazante. Veamos algunos ejemplos de ambas caras de
la medalla:
La muerte, que
puede ser amiga, cuando nos “libera de la indignidad de arrastrarnos sometidos,
esclavos de sistemas y de sombras”.
El culto de la
amistad, ya que un buen amigo es un “compañero del alma, compañero”, como
escribió Miguel Hernández.
La belleza,
tan frágil y expuesta a la destrucción, como aquel rosal que desnudan las
hormigas “ciegas por el hambre” espléndida metáfora sobre la naturaleza torpe,
inocente e inhumana.
Las estrellas,
que nunca nos abandonan y pueden siempre señalarnos el camino, cuando en el
desierto buscamos el agua salvadora.
La añorada
ciudad del pasado, hoy colmena humana que ha devorado a los árboles de la
antaño hermosa selva, reducida hoy a unos pocos troncos estremecidos por la
humareda de frenéticas y estruendosas calles. Aquel
toborochi que sabe florecer sabiamente en el otoño, y aquellos caimanes dentro
del agua, que aguardan pacientemente poder apresar entre sus fauces a “la
redonda y esquiva luna”.
Aquel pájaro
carpintero, afligido por un incendio forestal, viendo cómo el fuego consume su
vivienda. Aquel río de Coroico que sigue cantando entre
las piedras, que no entienden su voz, la voz del agua. El agua, que es también un espejo y
puede ser la alegría de la lluvia o el horror de la inundación: gota de rocío o
lágrima en los ojos de un niño. El agua, depositaria de la sal y de los rayos del
sol.
Nuestro poeta,
como sacerdote de un culto sagrado y misterioso, en “los inmensos jardines de
Tlaloc” esa increíble deidad, celebra el mundo mágico aquel “mundo
mago”, del que se preguntó Miguel de Unamuno si iría a morir con nosotros, pero
que sabemos que seguirá asombrando los ojos de nuestros hijos. No sería muy
errado denominar a la poesía de Gary como la poesía de la nostalgia y el
asombro; pero también de la vida sencilla y la dicha cotidiana, la que ilumina
las cosas de todos los días, como esa avecilla que Gary nos muestra posada en
el pequeño jardín, que de pronto alza el vuelo, pero deja un aroma, una estela
de alegría en el hogar, o la imagen fugaz de una sonrisa inolvidable, esa
sonrisa que, en palabras del gran poeta Jorge Suárez, era apenas un destello
delirante en un cielo marchándose de prisa.
Es que los
buenos poetas, como Gary, siempre son capaces
de encontrar y revelar la poesía en las cosas más pequeñas y en los hechos más
insignificantes. Para ello, utilizan los variados recursos que la literatura
pone a su alcance, para vencer las inevitables limitaciones del lenguaje
humano. Porque si bien nuestro lenguaje puede alcanzar a tener gran riqueza,
será pobre siempre al lado de la realidad, o de los sueños, o peor todavía, al
lado de la imaginación que siempre será infinita (recordemos que, para Oscar
Wilde, el mayor pecado es no tener imaginación). Esos recursos que use el poeta
pueden ser metáforas, alegorías, símbolos, hipérboles, hipálages, enumeraciones
y en fin todas las destrezas que han manejado los hombres de letras.
En el primer
poema de esta nueva colección, poema por demás expresivo, revelador e incluso
dramático, nuestro poeta se condena a sí mismo, se declara culpable ente otras
cosas de haber caído en lo que llama “la vanidad de la literatura”. Pero es que
gracias a esa vanidad (si en verdad lo es), pensamos nosotros, los lectores
somos grandemente gratificados, es decir gratuitamente, con bellas emociones,
nobles verdades y sentimientos profundos, tesoros que nunca dejaremos de
agradecer, versos y líneas que guardaremos celosamente en la memoria, porque
son y serán la sal de nuestra vida.
Digo esto como
lector impenitente, beneficiario de obras que siempre uno puede leer y releer
ansiosamente, con insaciable curiosidad, con esperanza, buscando la revelación,
la frase sabia, la palabra mágica que tendrá la virtud de librarnos “del
gravamen de ser lo que somos en la tierra” para usar palabras del inmenso
Borges; el verso que nos libre por un instante siquiera de los “muchos
infiernos necesarios, con un débil y corto recuerdo del paraíso perdido”.
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