Hay días y Lima
Este texto fue escrito a propósito de los efectos en el autor del reciente Festival Internacional de Poesía de Lima, realizado en su tercera versión el pasado mes de abril.
Gabriel Chávez Casazola
Hay días en que uno quisiera simplemente tirar la
toalla, colgar los libros, volver a la vida sencilla (si eso existe), al canasto de frutas y al recodo tibio en la avalancha de las
quebradas (que eligió el poeta Walter Arduz, sumido en la provincia), y
dejarse de complicar la existencia, de gastarla con ahínco, de mirar al mundo
con los ojos bien abiertos, entusiasmado (en sentido griego), la piel al
descubierto, escribiendo poemas propios, leyendo y repartiendo los ajenos,
tejiendo espacios de encuentro, redes de afecto, puentes de palabras,
contrabandeando poesía sobre (y bajo) las fronteras, haciendo en lugar de
permanecer.
Sí, a veces da ganas de ser otro o de ser uno mismo
pero distinto: egoísta, indiferente, quieto, ensimismado, rutinario, metido en
sus propias cosas (felices o infelices, pequeñas o grandes)… En suma, normal -si
esto quiere decir algo.
Así tal vez la vida sería más plácida, tendría uno más
tiempo, no andaría publicando libros, fundando revistas, organizando
festivales, viajando como esclavo de su propia poesía (que es la que manda y
lleva de la mano contra todo cansancio, cuando a veces se preferiría estar
echado en la cama viendo películas junto con los hijos); no tendría uno que
lidiar con la envidia y la avaricia del espíritu (esos dos pecados capitales
que me son del todo ajenos, pecados de privación, de defecto; los otros cinco,
de exceso, de abundancia, me simpatizan mucho más y los cometo), conservaría a
más amigos y enemigos (no mermarían aquellos y aumentarían éstos), podría
dormir más, responder menos mensajes, estar menos involucrado con extraños ya
íntimos tocados por palabras que quemaban las manos, en fin…
Pero entonces uno despierta de pronto en Lima, en
medio de un aquelarre o un junte de
otros seducidos y ve a la izquierda a Jack Hirschman, penúltimo mohicano del
movimiento beat y sus alrededores, leyendo sus textos inflamables con la pasión
de los 20 a los 82 (“el corazón roto es el comienzo de toda
recepción verdadera”, dice); y mira a su derecha y está Leoncio Bueno, viejo
hermoso y florido, nacido en 1921 y a sus 95 años orgulloso de derribar al
rayo (lo até de pies y manos, / lo
encerré en un rectángulo negro, sellado, /
con dos cuernos de plomo. / ¡Soy el amo del rayo, lo tengo a mi merced,
/ cogido por el rabo!), con envidiable energía proletaria y poesía para
rato.
O mira uno de frente y allí está Paco Ibáñez cantando a
los 81 como en los 60, con una voz interminable que estremece, poniéndole
música a la lluvia dolorosa de Vallejo, a los antiguos sueños que, oh
descubrimiento, eran atemporales y ya han vuelto; o vuelca la cabeza para atrás
y encuentra a Noteboom a los 82 (qué carajos importa su nominación al Nobel ni
siquiera pensar en ir a hacerle fiestas) y recuerda que escribió que el canto
podría llegar a ser aire embalsamado
a menos que hagamos de él piedras que
brillen y que duelan.
Cees Noteboom, el holandés que dijo “tenía mil vidas y
elegí una sola”; yo también tenía mil y elegí ésta, como Renato Sandoval, poeta
perpetrador del aquelarre en Lima, que ha perdido ya varias de sus vidas por
mirar al mundo con los ojos bien abiertos, entusiasmado (en sentido griego), la
piel al descubierto, escribiendo poemas propios, leyendo y repartiendo los
ajenos, tejiendo espacios de encuentro, redes de afecto, puentes de palabras,
contrabandeando poesía sobre (y bajo) las fronteras, haciendo en lugar de
permanecer.
Ya lo escribí así más arriba, igualito, y es pura
recurrencia. Tenía mil vidas y elegí una sola. No me arrepiento. Hay días en
que uno quisiera simplemente tirar la toalla, colgar los libros, volver a la
vida sencilla (si eso existe), al canasto
de frutas y al recodo tibio.
Pero ve y escucha y lee a Hirschmann, a Bueno, a Ibáñez,
a Noteboom, a Sandoval con el corazón roto y ardido por la poesía, y a Yevgueni
Yevtushenko a los 83 con sus camisas de colores desafiando a los que viven más
o menos o aman más o menos (‘kak bi),
y a tantos otros que como uno podrían ahora mismo estar dudando de si vale la
pena este vivir del todo.
Y entonces uno despierta y prosigue -hay días pero hay
Lima-, con el sueco Bengt Berg tañendo a coro con una campana: hasta acá pero no más, no nos soltamos, / ni
por el putas, / (…) Aquí nos quedaremos, hombro a hombro, / cual poderosa
cadena sin eslabones rotos (…).
No hay comentarios:
Publicar un comentario