sábado, 21 de marzo de 2015

La palabra teleférica

El ateneo de los muertos

Rescate de un extraño y entrañable libro que vuelve sobre un tópico clave en la literatura boliviana: la muerte.



Juan Pablo Piñeiro

Cuando hace un par de años estaba ayudando a mi abuela a ordenar su biblioteca, en cierto momento apareció del fondo de una caja un libro muy singular. Era pequeño y compacto, de tapa dura de color vino apagado y un dibujo no muy esforzado en el centro. Era el dibujo de un cóndor con actitud de buitre que cargaba una calavera entre sus garras.
Mi abuela me regaló el libro en cuanto se lo pedí. Fue impreso en La Paz en 1956 por Ediciones “BURI-BALL”. Su autor es Porfirio Díaz Machicao y su título es El ateneo de los muertos.
Eso de escribir sobre los amigos muertos está muy presente en lo mejor de nuestra literatura. El ateneo de los muertos es un libro precursor de obras tan importantes como Vidas y muertes, de Jaime Saenz o De la ventana al parque, de Jesús Urzagasti. El tema central es la vida de los amigos muertos y su relación con el que nos cuenta su historia.
En El ateneo…, a diferencia de las otras dos obras mencionadas, el registro literario es ensayístico y no se recurre a la ficción.
Sin embargo, lo que une estas tres obras es la vívida relación que permite la escritura con el mundo de los que nos miran desde más allá. La posibilidad que otorga la palabra para establecer un contacto, una relación e incluso un diálogo con aquellos que ya no están. No por nada el libro de Porfirio Díaz Machicao se inicia con la siguiente frase: “Tengo mis muertos elegidos y con ellos he constituido -para permanente iluminación de mi vida- el ateneo”.
Este ateneo está conformado por doce escritores y poetas nacionales. Algunos de ellos suicidas, otros místicos, otros borrachos, otros místicos y borrachos. Casi todos ellos portadores de una vida difícil, muchas veces marcada por la incomprensión y el olvido. Porfirio Díaz Machicao evoca cada una de estas existencias a partir de singulares retratos y sabrosas anécdotas.
El primer retratado en el libro, cuyos autores están dispuestos por orden alfabético, es Alcides Arguedas. Casualmente es el miembro más importante del ateneo personal del autor, quien lo considera su mentor y lo describe como el ejemplo a seguir.
El capítulo dedicado a Arguedas es el más extenso y el único en el que el autor además de un retrato del escritor, escribe una aproximación crítica a su obra. Porfirio Díaz Machicao hace hincapié en la veta histórica explotada por el autor de Raza de bronce, resalta la capacidad de este de ver las cosas como son y de decirlas abiertamente aunque esto le haya traído siempre problemas con el poder.
El capítulo entero nos demuestra que tanto Alcides Arguedas como su obra han envejecido muy mal. Quizás lo más interesante es la anécdota del puñetazo que le propina el presidente Germán Busch al autor de Pueblo enfermo. Díaz Machicao se indigna por esta historia y la condena a nivel continental, ya que considera a Arguedas como un patriarca de las letras hispanoamericanas.
El segundo capítulo está dedicado a Juan Francisco Bedregal. Díaz Machicao elabora este retrato partiendo de un triángulo que representa las “fases primordiales” del poeta paceño: la pereza, la gracia y la ironía.
El tercer miembro del ateneo es nada más y nada menos que Arturo Borda. El retrato empieza con la siguiente frase: “El Illimani tiene su anatomía y sus anatomistas”. En este retrato Díaz Machicao cuenta la visita que le hizo de joven al gran creador cuando este vivía en la calle Mapiri. A la hora crepuscular Borda invitó al autor al balcón para contemplar en la lejanía los secretos “anatómicos” de la montaña. Le enseñó más de treinta. Díaz Machicao afirma que después de eso nunca pudo contemplar al maravilloso nevado de la misma manera y cuenta cómo una frase de Borda marcó para siempre su camino: “Tienes que ser testigo de tu época”.
A continuación se encuentra el retrato del gran poeta cochabambino Juan Capriles. Díaz Machicao lo tuvo de profesor de literatura en el Ayacucho y reconocía en el vate a un creador extraordinario.
Es muy llamativo el halo místico que acompaña la presencia de Capriles, ya que se le atribuía ciertos poderes. Juan Francisco Bedregal se refería a él como “San Juan Capriles”.
Díaz Machicao nos cuenta una anécdota muy interesante al respecto. En cierta ocasión el poeta, quien estaba acosado por graves problemas económicos, se despertó en medio de la noche y le contó a su mujer un secreto: él sabía dónde estaba enterrado un tesoro que solucionaría todas sus necesidades. Finalmente desenterraron unas láminas de oro que vendieron al banco y con eso estuvieron tranquilos.
El siguiente autor del ateneo es un talentoso suicida: Armando Chirveches. El autor esboza este retrato amparado en tres movimientos consecutivos: esperar y sonreír, disimular esperando y morir habiendo esperado en vano.
Porfirio Díaz Machicao indaga en el atormentado interior del narrador paceño y sobre todo en la desesperación que este sentía hasta que finalmente se quitó la vida en París con un tiro en el corazón.
El siguiente es el chuquisaqueño Gonzalo Fernández de Córdova. En este caso el retrato es breve y hace hincapié en la bohemia y en las dotes musicales del poeta.
El séptimo integrante del ateneo es el gran poeta José Eduardo Guerra. En este caso, como en el anterior, el esbozo que se hace de la vida del poeta también es breve. Es muy interesante la anécdota que cuenta cómo Guerra abrió las puertas de la Legación Boliviana en Madrid en plena Guerra Civil española para recibir a niños y mujeres que escapaban del conflicto. Algo similar a lo que hizo Guimaraes Rosa en la Alemania nazi cuando era embajador del Brasil y salvó a muchas personas de la muerte.
El octavo retrato corresponde a Carlos Medinaceli, y el autor describe la importancia indiscutible de su personalidad para las letras bolivianas. Después hacen su aparición en este ateneo Luis Mendizábal Santa Cruz, Nicolás Ortiz Pacheco, Gregorio Reynolds y Fidel Rivas.  

En 1981 murió Porfirio Díaz Machicao, seguramente desde ese entonces es integrante de ese ateneo conformado por sus amigos muertos. Y la llegada de su libro a nuestras manos corrobora lo que está escrito en el prólogo: “los muertos vencen distancias infinitas y dejan oír voces inquebrantables”. 

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