jueves, 27 de noviembre de 2014

Ojo de Vid

Cocinar y escribir

¿Cuán diferente es escribir un buen libro que hacer un buen guisado? Secretos y talentos culinarios y artísticos, de la mano de un escritor y apasionado gastrónomo.



Ramón Rocha Monroy (El Ojo de Vidrio)

Hace varios años que probablemente sea el único cronista gastronómico del país, no obstante la riqueza y variedad de su cocina. No se trata de transmitir recetas, que eso lo hacen incluso los que copian de revistas extranjeras o de Internet, sino de transmitir esa sensación de las papilas gustativas que te produce un buen platillo, que literalmente “se te haga agua la boca”, es decir que salivas y quieres degustar ese placer vicario que te ofrece el cronista.
Quizás el antecedente más antiguo está en mi novela Allá lejos (1979), que en el capítulo inicial trata de responder a la pregunta ¿a qué sabe el beso de una cholita? Unos se portan discriminadores al suponer que sabe a cebolla pero, en realidad, allá me pareció que más bien sabe a todos los platos criollos juntos, como en un aleph del buen sabor tradicional que se junta en una esfera de delicias cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna, según dice la conseja de Borges.
Desde entonces, no puedo omitir en lo que escribo una referencia a la buena cocina y un respeto supersticioso por cocineros y cocineras, entre las cuales no me cuento.
Cierta vez, mi buen amigo Carlitos Heredia fue víctima de mis modestas habilidades culinarias. Vino a casa y le propuse meter al horno dos truchas y almorzar a domicilio. Las adobé con todo lo prescrito, incluido el romero, la sal, la pimienta y el limón, los cerré con ganchos de ropa, como si fueran chamarras y los metí al horno. Los quité y los serví. Carlitos comía en silencio, y cuando acabó me dijo algo inolvidable: ¿Qué ha fallado? Creo que desde entonces no cocino. Era un platillo mal guisado, pese a las instrucciones, porque no tenía el gusto, la atención, la maña de un buen cocinero para hacerlo bien.
En alguna oportunidad he valorado más a cocineras que a cocineros porque en las mujeres, en sus mareas interiores, influye la Luna, que es también conocida como la madre de todas las hierbas.
Éstas, como se sabe, son fundamentales para conseguir un buen sabor en la cocina; en realidad no importa la parte fundamental del plato, como es la carne, el arroz, la papa o el fideo en sus distintas variedades, sino la salsa con la cual se la rocía, en la cual invariablemente entran las hierbas.
No hay punto de comparación entre un humilde asado que se prepara con sal y fuego y una salsa que perfuma el ambiente con su aroma de albahaca, romero, laurel, suico o quilquiña, para no referirme a la salvia, la menta, la hierbabuena, el puerro, el ajo y cientos de miles de productos vegetales que son consejeros áulicos a la hora de guisar.
Las mujeres suelen ser temperamentales en la cocina según sus ciclos vitales regidos por sus líquidos. Si una mujer está en su luna, quizá no guise bien los alimentos; de una mujer que muele una llajua demasiado picante se dice que está de mal humor; que está de buen humor si la comida le salió salada o que tiene un disgusto si le sale amarga.
El prejuicio dice que las mujeres son impredecibles en la cocina, a diferencia de los hombres, que parecen blindados frente a los avatares de la vida a la hora de acercarse a los alimentos y guisarlos. De cualquier forma, debo reconocerlo, prefiero el albur de una cocinera a la seguridad que me da un cocinero.
¿Por qué tengo un respeto supersticioso por la cocina? Porque siempre pensé que un buen libro es un libro bien guisado y, en general, una obra de arte se parece mucho a la buena cocina. Sólo que un buen plato se suele apreciar apenas sale del horno y es servido, porque de inmediato se lo deconstruye, que es una forma leve de decir que se lo destruye para incorporarlo al cuerpo, y a la nada.
Es el mejor ejemplo de arte efímero, que se agota apenas se lo presenta. José Luis Cuevas hacía papelotes gigantescos con dibujos suyos que colgaba en la Zona Rosa, de Ciudad de México, hasta que la lluvia y el viento les den su cualidad mayor, la de ser un arte efímero; pero en la cocina tenemos el ejemplo más inmediato y trágico de este arte mayor.
El cocinero sabe qué cocción, qué ingredientes, qué intensidad de fuego y qué resultado. ¿Lo saben los artistas? En casi 50 años de literatura, nunca supe cómo había guisado mis libros. Seguramente por eso no tengo seguridad de que sean buenos. Tienen aristas que un buen cocinero las prohibiría.
Pienso que lo mismo ocurre con un buen libro, una pintura, una obra de teatro, una obra de arte. Por efímera que sea, tiene el regusto y el sabor del buen cocinero que sabe cómo guisar bien las cosas.
Por eso respeto y quiero el arte de la cocina, muy en especial el de David Carranza Peco porque a la hora de hacer las cosas más sencillas en la cocina -como las croquetas o la tortilla española, que son cánones para saber si uno es bueno o mal cocinero-, le pone todo el amor que puede, toda la ciencia que puede, luego lo presenta y es maravilloso a la vista, al olfato y al tacto. No tardamos en hincarle los cubiertos y lo malbaratamos, como para decir que esa fue una obra de arte efímero que acabará en nuestro estómago.
David Carranza es el chef mayor de La Tirana y Olé, un restaurant español y centro de diversiones en el cual no hay rincón que no haya sido decorado con amor. El proyecto mayor lo hizo mi hijo Ariel y en ello puso un año de su esfuerzo para crear un ambiente grato que, en términos conceptuales, debe ser el más importante del país.
No hay que olvidar que, por lo general, los restaurantes y centros de diversiones imitan a sus similares de otros países porque no tienen concepto. En este caso, ha sido tanto el esfuerzo y la acumulación de detalles que entre ellos la vida es otra, es amable y efímera, pero no hay forma de aburrirse en esas cuatro paredes, en las cuales el arte de guisar está a cargo de David Carranza, que es además mi yerno.

Van a disculpar, ¿ya?, pero si visitan Cochabamba, no olviden ir de noche a la calle Venezuela casi esquina Lanza, a una cuadra y poco más de la Plaza Colón, de martes a sábado y por la noche.

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