jueves, 17 de abril de 2014

Sombras nada más

Silencio


“La realidad sin comentarios. Ya no existe algo así, vamos…”, se lamenta el autor en esa breve pero inquietante reflexión sobre una de las constantes de la vida actual.



Gabriel Chávez Casazola

Una falla técnica suprime los comentarios del audio del canal de televisión, y por más de una hora la procesión del Santo Sepulcro de Valladolid pasa ante nuestros ojos con sólo los sonidos naturales: el redoble del tambor, las pisadas de los enmascarados, el frufrú de sus caudas, de fondo las toses y murmullos de las mujeres y hombres vallisoletanos -bello gentilicio: suena a valle de soledad- que se han apostado para verla pasar a los costados de las calles, de su plaza.
Pero claro, es un error. Tanta naturalidad, tanto silencio no podían ser ciertos en una transmisión televisiva, y arreglado el desperfecto regresan los locutores: que “este tallado de la cofradía equis lo hizo fulano, y muestra las características tales de la época zeta…”.
Y de este hablado modo se pierde el encanto que, por un retazo de tiempo, ha permitido a los televidentes que nos sintamos como en esas calles, en esa plaza vallisoletana, contemplando, participando de la realidad por una vez sin comentarios.
La realidad sin comentarios. Ya no existe algo así, vamos. Sólo en fragmentos de algunos noticieros culteranos, que gustan mostrar por unos cuantos segundos la noticia del día sin explicaciones, con sólo disparos (generalmente) y voces confusas, de multitud que no sabe lo que quiere (casi nunca lo sabe, y cuando lo sabe generalmente hay que poner los pies en polvorosa).
Después, realidad sin comentarios no existe ni en los templos, donde con moniciones a menudo mal escritas van explicándote todo lo que sucede en el rito, que antes no precisaba ni hoy precisa explicaciones; ni tampoco -al otro extremo- en aquellas pistas donde comentan hasta la música y su ritmo y la manera en que se baila: para eso mejor bailar a buen recaudo, en un bulín; y hacerlo solos y pegados, como antes, como en la canción cursi.
Tampoco mucha gente por las calles del mundo soporta ya caminar por la realidad con los sonidos que ella emana o que de ella se desprenden. Para acallarlos, superponiéndoles otros sonidos o ruidos mediante los audífonos, nacieron los walkman, a los que siguieron sus primos los discman, sus sobrinitos los reproductores de MP3 y MP4 y ahora los nietos iPod y similares.
Y los celulares que reproducen música.  Y la música en el auto, lo más envolvente y cuadrafónica posible. Y la insulsa alfombra musical que flota por todas partes: restaurantes, tiendas, oficinas, bares… 
Hoy mismo mostraban en algún canal una casa inteligente con música de fondo en cada habitación. Presumo que no para ser escuchada, no para ser oída. Más bien para no escuchar ni oír. Para que la soledad no se note. Para que el dolor de la conciencia y la conciencia del dolor se mitiguen.
Aun en la oscuridad, cuando queremos buscar con la mirada los astros, allá arriba, sumidos en el silencio -o en la distante y aquí imperceptible música de las esferas-, o si volvemos nuestros oídos y nuestras mentes hacia los sonidos de la noche, de una noche quieta, ahí están por sobre la ciudad y entre las casas las voces de los animadores de las fiestas, de los “animadores” de una existencia a la que, precisamente, le falta ánima, soplo, espíritu para vivirse tal como es: con todos los silencios del caso. Con todos los gritos, si cabe. Con toda su paz de domingo y su batalla de lunes y su alegría de viernes. Y con ese remoto y casi perdido, pesado silencio de la Semana Santa de otrora, tejido de mil dolores y soledades y cavilaciones sin comentarios. Sin más comentario salvo los sonidos emanados, desprendidos del propio silencio en su espesor.



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