jueves, 20 de marzo de 2014

Consejos para escribir "más" mejor


El juego de la escritura




A partir de este artículo, el Ojo de Vidrio alternará su habitual columna Ojo de Vid con estas experiencias en el arte de (enseñar) la escritura.



Ramón Rocha Monroy 

Desde 2005 he ido completando un libro de Taller de escritura creativa que nació en un taller del mismo nombre, como una de las materias de Filosofía y Letras en la Universidad Católica de Cochabamba.
La dedicatoria da cuenta del tono ligero y sin pretensiones del volumen. Dice: “Este libro es un homenaje expreso a Julio Cortázar, y por eso tiene deliberadamente la estructura de Rayuela: tres partes unidas por pasajes secretos o arterias escondidas que se pueden leer de pe a pa, de pa a pe, siguiendo un orden que proponemos o el orden aleatorio que se le ocurra al lector, pues como dicen los mexicanos: ¡Muy su gusto! ¡Y se va la primerita!”
Será inevitable hablarles de mi experiencia, tanto personal como vicaria, es decir, aquélla que tuvo otros protagonistas y testigos pero que incorporé a mi memoria como algo también personal. Experiencias ajenas que fueron convirtiéndose en experiencias propias.
Comenzaré por una auténticamente personal y que se remonta a mi niñez, aunque la rescaté como experiencia literaria mucho después. Hablaré de un zapatero de mi barrio cuyo nombre jamás supe porque lo conocí como el Chingolo.
El Chingolo era viejo, desdentado y cojo porque era herido de guerra. Su taller era un sitio muy humilde; mi padre y el Chingolo se sentaban en banquitos casi a ras del suelo y conversaban de su tema de preferencia, la guerra, mientras compartían una jarra de chicha.
Aquí viene la imagen que se convirtió para mí en un fetiche del oficio literario: el Chingolo contaba cosas divertidas, de muy buen humor y suelto de cuerpo, y casi no prestaba atención al oficio de sus manos que tomaban con destreza un botín, lo calzaban en una horma de fierro; el zapatero tomaba tachuelas de una lata o de la comisura de sus labios, la situaba en el sitio exacto de la suela y la hundía de un certero martillazo.
Esta imagen se me convirtió en fetiche porque me sirve en aquellos pedregosos momentos en que pierdo la soltura para escribir y las palabras huyen de mi memoria. Invoco entonces la memoria del Chingolo y suelo recuperar la alegría de escribir de inmediato.
Pienso que hay que escribir como él remendaba zapatos, contando cosas divertidas, de buen humor y suelto de cuerpo, sin apenas prestar atención al desplazamiento mecánico de la escritura, cuando más echando miradas furtivas como el Chingolo cuando manejaba la lezna.

Un juego místico
Escribir es un juego. Pero no es un juego cualquiera. Es un juego místico. Esta es una vieja creencia nunca mejor enunciada que por la cultura hebrea. Dice el Génesis que en el principio fue el Verbo, o la Palabra, y que el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. Antes de la creación existían las palabras para nombrarla. Esta convicción nominalista es el origen místico del juego de escribir, porque se dice que Dios tomó las veintitantas letras del alfabeto hebreo, las combinó y creó las palabras y las palabras se convirtieron en las cosas del universo.
Jehová fue pues el padre de los escritores, pero también, no lo olvidemos, de los lectores, porque ambos, escritor y lector, practican un juego místico parecido.
En rigor la escritura no es más que un conjunto de signos, en el caso del castellano 28 letras que se combinan en palabras y éstas en frases. La escritura no es más que un estampado sin relieves sobre una superficie plana que es el papel.
¡Poderoso ejercicio de la magia, pues esos signos contienen mundos coloridos y plenos de pasiones como El Quijote o Cien Años de soledad! Pero no es menos admirable la actitud del lector que descifra esos signos y convierte esa superficie plana estampada en un mundo vicario tanto o más real que el mundo real.
Los ejemplos abundan: Cervantes es menos importante que el Quijote y García Márquez menos conocido que Aureliano Buendía. Ese mundo imaginario sostenido por la palabra es ese Tlon, Uqbar, Orbis Tertius del que habla Borges.
Combinar letras y palabras es un juego al alcance de todos; pero hay un umbral que sólo cruzan los iniciados, y entonces se convierte en un juego místico, una liturgia reservada para algo así como los sacerdotes de la palabra.

La hiperestesia
Comúnmente los artistas usan diversos estimulantes para acrecentar la percepción de sus sentidos y de su razón. Café, té, chocolate, tabaco, yerba mate, hojas de coca; pero también alcohol, yerba, hachís, cocaína, anfetaminas y otras drogas. Esta no es una invitación al consumo de esos productos, sino una reflexión sobre algunos de sus defectos.
Cuando uno consume un café y un cigarrillo, una copa de vino, una cerveza, un whisky, sentado a solas en una barra, poco a poco se abre un abanico de relaciones que pueden comenzar por dar fuego, pasar el cenicero, las servilletas o cualquier otro acto de pura gentileza.
De pronto comienza la tertulia: unos encuentran coincidencias de oficio o de trabajo; otros, de gustos musicales o artísticos; otros hablan a gritos de deporte o de política; otros buscan parentescos y amistades comunes. Así se entabla una relación empática, un empate efímero pero intenso entre personas que quizás nunca se vuelvan a ver.
Lo propio ocurre con las palabras, cuando uno se halla relajado, a solas, quizá escuchando una suite de Bach, un ensamble de blues, un piano que sugiera un bar vacío a las tres de la mañana. Puede que uno se sienta relajado porque se ha servido un vaso de whisky, porque ha fumado un cigarrillo. O más.
En la medida de esa soltura, de esa buena disposición, las palabras inician su propia tertulia; buscan relaciones entre sí; intercambian letras y así nacen los juegos de palabras, las aliteraciones, los palíndromas; se juntan en frases insólitas o de doble sentido; se presentan con el ropaje de un lugar común pero a continuación se desdoblan en combinaciones nuevas y sorprendentes.
Cuando uno contagia ese estado de ánimo a las palabras, es seguro que hablarán solas, que se divertirán solas y combinarán un texto vivo, un empate efímero pero intenso que quizá nunca más se repita.

Hay testimonios valiosos sobre este estado de hiperestesia que a veces proviene del sueño, tal como sucedió con el célebre poema Kublai Kan que Coleridge anotaba en estado de semivigilia, semiconciencia, hasta que un importuno cortó la conexión con su visita intempestiva.
No hay duda de que escribir es un placer solitario y difícil de compartir. Requiere silencio pero ante todo soledad. William Faulkner trabajó alguna vez como peón alimentador de carbón en una usina eléctrica o algo parecido. Se amanecía en ese trabajo, pero a cierta hora volcaba la carretilla y aprovechaba su soledad para escribir la obra literaria que le hizo merecedor del Premio Nobel.

No es pues un ejercicio de multitudes ni es compatible con una familia larga y ruidosa. Uno tiene que fabricarse un espacio de soledad y silencio para relajarse de tal forma que se pueda trasmitir a las palabras un estado de paz, serenidad y regocijo creciente. Las palabras son como un público celoso de sus gustos al cual el artista en el escenario debe trasmitir sus emociones. 

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