domingo, 12 de abril de 2020

Apuntes sobre Los años invisibles



“La culpa está hecha de la misma basura que la memoria”


Una lectura de la nueva novela de Rodrigo Hasbún que El Cuervo acaba de publicar en Bolivia.


Martín Zelaya

1
Es 1997. Ladislao tiene 17 años y está en el último curso de un colegio exclusivo de Cochabamba. Quiere ser cineasta y experimenta ideando un videoclip para la banda de rock de sus amigos. Empieza a salir con Joan, su profesora de inglés, una gringa treintañera que lo inicia sexualmente y, de algún modo, redefine su vida. Andrea, su compañera de curso, se entera que está embarazada y a los pocos días aborta. En medio de esa crisis, decide organizar una gran fiesta en la piscina de su casa; fiesta que, definitivamente, trastoca su vida.
Hasta ahí –la primera de cinco partes– Los años invisibles es una novela de formación que bebe mucho de Río Fugitivo y Un mundo para Julius: Cochabamba de fines del siglo pasado y familias privilegiadas al margen de la crisis total del país, en el primer caso; retratos a profundidad de adolescentes que buscan desmarcarse de la dinámica familiar y de “alta sociedad”, como ocurre con el protagonista de la novela de Bryce Echenique. Valga recalcar que Hasbún, al contrario de Paz Soldán, trabaja en personajes más desinhibidos y mucho menos inocentes en relación a Roby el ejemplar hijo y estudiante de Río Fugitivo.
En la segunda parte nos enteramos que “Ladislao” y “Andrea” son en realidad los personajes de una novela en la que el narrador –“Julián” – retrata a sus compañeros y amigos; aunque con nombres cambiados, al parecer refleja fielmente lo que fue de ellos. Nótese otro guiño a la obra de Paz Soldán, en la que Roby también escribe una ficción sobre su alter ego, Mario Martínez, que vive en una Cochabamba disfrazada de Río Fugitivo.
Veintiún años después, “Andrea” visita a “Julián” en Houston, EEUU y en una larga y definitoria velada de alcohol y revelaciones, reconstruyen los sucesos de aquel “marzo de mierda”, cuando la fiesta juvenil marcó el destino de muchos. Hasta ahí lo que interesa contar de la trama que se intercala en planos y realidades en las tres siguientes secciones.

2
Fiel a su estilo, Rodrigo Hasbún dibuja muy bien los universos íntimos de sus personajes; les dota de alta credibilidad en cuanto a idiosincrasia, modos, temores y transgresiones, y refleja bien la época y entorno que le tocaron vivir (en 1997 él tenía casi la misma edad que “Julián”). Como es esperable, también en todo texto el lenguaje es prolijo, en líneas generales, aunque daría la impresión que algo menos trabajado y pulido, sobre todo en los capítulos de la metaficción. No obstante una vez avanzado el libro, uno se pregunta si esta debilidad no es más que aparente y diseñada, puesto que “Julián” no tiene, finalmente, por qué ser un buen escritor.
En un momento de la charla “Andrea” le dice:
“…pero en tu versión hay demasiada literatura… los personajes no se sienten de verdad, es difícil conectar con ellos”. Y de inmediato él reflexiona: “Creí que escribir sobre esa época me liberaría, que aligeraría el peso de los años invisibles, pero a menudo siento que ha sucedido justo lo contrario”. (80)

Si quisiéramos definir en pocas palabras la primera novela de Hasbún, El lugar del cuerpo, podríamos decir que en ella escribe sobre escribir, por un lado; y sobre vivir, sobre todo, de la mano de la historia de vida de una boliviana arraigada en el exterior. En cambio Los afectos, la segunda, la podemos sintetizar como una novela de memoria e historia, de mentalidades y sentimientos, de personalidades y relacionamientos humanos; de afectos propios y filiales, de afectos de pareja y a la causa: a los ideales. Salvo en esto último, podemos corroborar que en esta tercera novela, las búsquedas y motivaciones persisten.

3
Los años invisibles es una reflexión sobre la juventud: el momento de construcción; sobre la que comúnmente romantizamos como “la mejor etapa de nuestras vidas”; sobre el tiempo de la familia. A ello Hasbún vuelve una y otra vez en sus cuentos y novelas.
Es, este libro que El Cuervo editó hace poco junto a Random House, una revelación de la soledad a la que estamos enfrentados –¿condenados?– lo queramos o no. Es una visión pesimista de la vida: el pasado, la memoria, las ilusiones, el matrimonio. Es, a fin de cuentas, la confesión de escepticismo y extremo pragmatismo de un desencantado irredimible. ¿Rodrigo? ¿”Julián”?
“Todo lo que entra en el pasado se vuelve irreal, una mentira en la que algunos coinciden a veces (…) Ya somos casi cuarentones, la edad en la que la mayoría mira hacia atrás y descubre que pudo haberlo hecho mejor, que el juego iba en serio”. (71)
“A mí me perturba más mirar hacia atrás que hacia adelante. Todos piensan que el pasado es menos incierto, que el pasado es una especie de refugio a donde podemos ir corriendo cada vez que las cosas salen mal. A mí eso me parece una idiotez (…) lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide…” (79-80)

Vuelve, además, Hasbún, y ya hablando de estilo, a una técnica que domina con pericia y lo distingue: el narrador –por lo general también protagonista– comenta lo que acaba de suceder(le); una suerte de glosa en soliloquio.
“…Sonrío, porque esas fotos no se publicaron en ninguna parte. ¿Es posible que sepa meterse en computadoras ajenas? ¿Es posible que haya visto lo que yo tengo en la mía, que haya estudiado mi historial, que haya leído mi diario? [Cavila “Julián” sobre “”Andrea”] Me hago esas preguntas y, recordando esas fotos que no sé si vio, vuelvo a pensar que los matrimonios son largas ceremonias de desenmascaramiento. Después de las fantasías del enamoramiento inicial, sucede el realismo duro de dos personas arrancándose los disfraces la una a la otra…”. (77)

Aunque esta peculiaridad de sus personajes es natural tanto en el contexto narrativo de la obra como en la realidad ficcional, en lo externo no es del todo verosímil que todos o casi todos los protagonistas –hombres y mujeres comunes y corrientes– tengan tal nivel de lucidez filosófica y capacidad de abstracción.
Hasbún dialoga, juega con su propia novela –y con la novela dentro de la novela– y ejercita así una especie de autocrítica, a modo de intertexto, en esa delgada línea autor-narrador-personaje: “Julián” se da cuenta, tras la cadena de epifanías propiciadas por “Andrea”, que de pronto el primer capítulo de su novela, al que ella tuvo acceso, no es tan bueno como supuso. Aquí vale rescatar un extracto de una reciente entrevista que le hicieron a Rodrigo en la revista colombiana Libros y Letras: Pablo Concha le pregunta sobre “Ladislao”, personaje que ya había aparecido en uno de sus primeros cuentos, y él le responde: “escribí el cuento hace más de diez años, lo que quiere decir que fue otro quien lo escribió. En ese sentido, volví a ese material un poco como si me acercara a él por primera vez”.

4
Esta tercera novela consolida al autor de Los días más felices como un exhaustivo observador de las vidas; de las peculiaridades internas y externas de la gente; de los detalles que predeterminan coyunturas y contextos; de las reacciones –sobre todo– que provocan en cada quien la suma de sucesos, causas y azares.
Nuestro transcurrir, parecería concluir Hasbún en muchos de sus textos, no es más que un predeterminado fracaso general salpicado de pequeños triunfos a los que –tristemente en vano– tratamos de aferrarnos… y eso transmite en esencia el encuentro de “Julián” y “Andrea”, el cenit de Los años invisibles, ese momento bisagra al que el narrador pretende rehuir oculto tras una coraza mental al final poco efectiva, y que de pronto le sirve al menos para cerrar heridas y voltear una pesada página.
Lúcida y curtida por una vida extrema, “Andrea” se da cuenta de todo con solo mirarlo:
“Tienes demasiada culpa y quieres que te perdonen y eso es lo que más veo en tu novela, aunque te esfuerces tanto por ocultarlo (…) la culpa está hecha de la misma basura que la memoria, ninguna de las dos sirve”. (155)

Siendo también un sello personal suyo, Hasbún no deja de interpelar(se) y lanzar el guante: “¿con qué soñaremos cuando todo se vuelva visible?”, pregunta, parafraseando a Paul Virilio y luego sigue, ya por sí mismo:
“¿A quién encontraremos del otro lado de las cosas cuando no tengamos nada que ocultar?”. (84)
“¿Somos las preguntas que nos hacemos? ¿Somos más bien las preguntas que no tenemos el valor de hacernos?”. (110)
“¿Ver es algo que en verdad se puede aprender, o [solo] algunos nacen con esa capacidad?”. (138)


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