domingo, 12 de abril de 2020

Sobre Días detenidos de Guillermo Ruiz



¿Qué somos sino el tiempo vivido?


Una reflexión en torno a la obra que ganó el Premio Nacional de Novela 2019.



Martín Zelaya

En su bella Austerlitz, W.G. Sebald escribe:

“… la oscuridad no se desvanece sino que se espesa al pensar lo poco que podemos retener, cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie…”.

Lea, boliviana inmigrante en Francia, vuelve a La Paz para despedirse de su madre moribunda. Mientras reconstruye su pasado: la infancia junto a sus padres y su hermano Lauro, la vida de sus padres y abuelos (su origen y antecedentes), empieza a contar en un bien hilvanado intertexto –y siempre en primera persona– su vida en Europa junto a su esposo Raphael y la traumática ruptura que le hizo “huir” con su hijo Nico.

Novela de regreso, de ajuste de cuentas, Días detenidos de Guillermo Ruiz es, además, una rigurosa exploración de personajes –siempre desde la mirada acuciosa de Lea– al punto que da la impresión de que el pasado no deja nunca de estar presente, a veces demasiado, impostando incluso el futuro posible.

“¿Qué mejor refugio que un pasado feliz? Un pasado que no es recordado, sino que irrumpe en el presente y se vuelve realidad”. (118)


Entre complejas introspecciones a los personajes en las que se cometen ciertos excesos –autorreferencias demasiado coloquiales y algún que otro altibajo en la por lo general solvente construcción de subtramas que van desde lo policial al suspense o incluso con visos de novela política– el XIX Premio Nacional de Novela cumple con creces uno de los mayores retos de este género: se lee rápidamente y se disfruta.

Lea lucha contra el vacío inevitable que parece llenar la vida de todos a cierta edad: cuando renuncias a ser y simplemente estás; cuando vives solo para ser parte de una rutina-familia-sociedad; cuando no te queda algo de ti para ti mismo.

“…los mecanismos de defensa y de supervivencia que nos impone la vida tienen algo de la voracidad de la naturaleza”. (92)

Vive, además, ante la constante amenaza de la locura… de ese escape total y final que se cierne cada vez con mayor peligro, y no solo por su coyuntura (no viene a cuento adelantar algo de la “trama europea” de la novela) sino, como luego lo descubre, por un atemorizante sino genético.

En medio de una trama con fuerte matiz psicológico intimista, se cuelan diálogos y descripciones de La Paz y los paceños en los que excepcionalmente –en un marco general resuelto con pericia– aparecen algunos clichés notoriamente atribuidos a la sesgada percepción de un boliviano que vive ya mucho tiempo afuera. Esto en el caso de Lea sería no solo entendible sino quizás necesario; pero no así en el caso de Guillermo Ruiz, quien quizás pudo evitar algún leve desliz haciendo caso a una pertinente reflexión que puso en la voz de su protagonista –escritora frustrada ella–: “En los libros hay que eludir los lugares comunes, pero en la vida, en la mediocre vida, son inevitables”. (9)

Lea –no hay dónde perderse, esta es una obra de personajes– es una nihilista ensimismada; era ya “europea de mente” antes de irse. Y en su pretendido retorno busca que esa certeza le remuerda y pese; busca un castigo por su narcisismo y desfachatez, aunque en el fondo nunca reniega ni se arrepiente.

Las raíces familiares-culturales-sociales-políticas-nacionales además de afianzarnos y constituirnos, pueden también encadenarnos y hundirnos. Lea lucha sabiéndose derrotada de antemano. Pocos personajes femeninos tan entrañables se han creado en la literatura boliviana reciente.

“Qué extraña es la memoria, pensé. ¿Por qué algunas cosas las recordaba con nitidez y otras habían desaparecido tan limpiamente que era como si nunca hubiesen pasado? (…) El tiempo es una ilusión de la memoria, y la memoria una niebla que a veces revela y otras oculta. Así que todo lo que somos o creemos ser (¿qué somos sino el tiempo vivido?) es la proyección de una bocanada de humo. No un fantasma, sino la sombra de un fantasma”. (184)



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