martes, 8 de diciembre de 2020

Manubiduyepe: el microcosmos sacado de una cajita

 


Martín Zelaya


 

I

En La Montaña del Alma del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.

El (primer) narrador de Manubiduyepe, la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:

Un sol está clavado en cada grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra. La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).

II

Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.

Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de tanto transpirar.

Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza. Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su realidad.

III

Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un día triunfal” (145).

IV

En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco (Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma. Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces de ver más allá de esa falacia.

Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario ahora detenerse.

Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.

V

Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda establecido en una alucinada charla en un karaoke.

VI

Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.

Lenguaje poético, decíamos:

Dafne, perdida y derrumbada, desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su impronta (23).

Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje, el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un compromiso ontológico.

La segunda de las tres partes de esta novela tiene un epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir, en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y plasmados.

El tiempo se transforma en música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es (74).

VII

Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que, finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí; pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).

La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.

Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul, soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278). 

VIII

Tiene, Manubiduyepe algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro (casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.

Es, también, Manubiduyepe, un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana: idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero, indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto valga una breve analogía con Cuando Sara Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos, planteando características como las recién descritas, describen como neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].

¿Es Cuando Sara Chura despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando se publicó, y que continúa vigente?

Es una novela  lúdica, lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como presencias más que como ausencias.

Para lograr enlazar este complejo universo narrativo temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en determinados pasajes.

IX

En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?...”.

Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía de lo genuino.

X

¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos contiene?

 

 



[1] Los siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En 2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág. 115-151.

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