lunes, 15 de mayo de 2017

Artículo

Radio Comala


Los ecos eternos y únicos de Pedro Páramo y Juan Rulfo.



María José Navia / Escritora y académica (Chile)

Dicen que Juan Rulfo era un radioaficionado. Que llamaba a sus amigos, a horas extrañas, diciéndoles que estaba en Comala. Así lo cuenta, al menos, Fernando Benítez en Inframundo, the Mexico of Juan Rulfo. Una anécdota, quizá, un detalle. Pero en mi cabeza, esa siempre ha sido la puerta de entrada a esa novela inmensa que es Pedro Páramo (1955). La voz que lo anuncia todo ya desde el comienzo. La voz que pide, que llama a unos oídos bien alertas.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
(Vine a Comala, sí. Vine porque me dijeron. Es más: “mi madre me lo dijo”).
Según el académico Rubén Gallo, en su libro Mexican Modernity, a partir de los años 20 se empieza a masificar la radio en México, algo que llega a impactar en la vida cotidiana mucho más que la máquina de escribir, también importante por esos tiempos. Dice Gallo que, a diferencia de ésta, que fue asumida por las élites intelectuales, la radio fue entrando en cada uno de los hogares mexicanos, sin importar el nivel de escolaridad de sus habitantes. De pronto había voces nuevas, voces distintas, circulando por el espacio familiar. Voces que provenían de lugares remotos. Voces, tal vez y también: muertas. Voces capaces de atravesar paredes. Voces que entraban por los oídos, dejando un poco de lado el imperio de la vista.
Me gusta la imagen: un Rulfo que toma la máquina de escribir, la hace volar, y ahí quedan las ondas de radio. Tal vez por eso, cuando enseño Pedro Páramo en la universidad donde trabajo, les pido a los estudiantes que cierren los ojos. Y recito de memoria. Porque la primera página de esa novela se ha transformado en un lugar querido. Un lugar terrible también al que hay que volver siempre.
“No vayas a pedirle nada, exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”.
Es solo la primera página y ya tenemos a una madre y su voz de gigante. Esa madre que le entrega, a su hijo, “sus ojos para ver” y le anuncia que en Comala la escuchará más nítidamente (mientras que la foto, la única que carga de ella, se va desintegrando).
Pedro Páramo se instala en la literatura latinoamericana como una caja de resonancia, una cámara de ecos multidireccional. Hacia el pasado, y en otras lenguas, está esa Tierra baldía de T.S.Eliot (y en Comala también nos enseñan eso del “miedo en un puñado de polvo”), o ese recorrido de Leopold Bloom en la novela Ulises. En esta última también hay un hijo en busca de un padre y una mujer que delira contando sus secretos. Solo que en lugar de germinar (“bloom”) tenemos lo duro y seco de la piedra y el páramo.
Pero hay ecos también hacia adelante. Ecos deslumbrados y ecos freak. Como la relectura o reescritura de Cristina Rivera Garza en su reciente y maravilloso libro Había mucha neblina o humo o no sé qué, en que se vuelve a las condiciones materiales de la escritura y a la importancia del acto lector en relación a la obra de Rulfo. Afirma Rivera Garza, con ese deseo furioso que provocan en nosotros algunos libros, los mejores libros: “Tuve que reescribirlo porque no conozco otra manera de decir quiero vivir dentro de ti.” Y también: “Su legado dice, sobre todo: la realidad es extraña y está fragmentada en mil pedazos”.
Pero también hay ecos pop y ahí también la voz de Rulfo se oye clarito. Estridente. En otra frecuencia. Me refiero a la novela Mantra, del escritor argentino Rodrigo Fresán. En ella, el autor explora Ciudad de México desde distintos personajes y formas (la segunda sección es una particular y caótica enciclopedia) hasta que, al final, llegamos a una reescritura de la novela de Rulfo en clave postapocalíptica en la que un androide va en busca de su “Computadora Madrecita” (O, en sus palabras: “Yo vine al D.F. -vine a las ruinas de lo que alguna vez fue el D.F. y que ahora es Nueva Tenochtitlán del Temblor- porque me dijeron que ahí vivía mi Padre Creador, que aquí vivía Mantrax”). Mantra vuelve a Pedro Páramo para rescatar o resaltar su lado zombie: el de los muertos que no callan, que no pueden callar, que no deben callar. Y que a veces entonan canciones tristes. Para continuar el eco.
Hace poco leí Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas) de la escritora mexicana Valeria Luiselli y nuevamente despertó la voz de Juan Preciado: el hijo que cruza en busca de su padre y encuentra la muerte. Luiselli se detiene en la pesadilla de esos niños que arriesgan su vida para reunirse con sus familias o buscar un mejor futuro, en esas voces que hay que traducir, que a veces también hablan en murmullos. Y Pedro Páramo se siente, otra vez, de una vigencia (y urgencia) tremenda. Los ecos siguen, se repiten, no se apagan.
Este mes se cumplen cien años del nacimiento de Juan Rulfo y su conmemoración ha estado rodeada de otros murmullos, otros rumores. De la imposibilidad de celebrar e incluso decir el nombre de este autor. Yo no sé nada de fundaciones, pero sí sé que Juan Rulfo no solo fundó un mundo sino que una constelación, una galaxia, donde el tiempo y la vida se mueven a una velocidad distinta, ese lugar donde las ondas, y las voces que cargan, no mueren nunca, trayendo cada vez un nuevo mensaje urgente.

Espero que Rulfo no siga el destino de su protagonista. Que a él no, que a él nunca lo maten los murmullos. Que siga transmitiendo, siempre, desde (radio) Comala.

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