lunes, 13 de febrero de 2017

Patio interior

Edificar sobre las ruinas de Babel



Continúa la serie de ensayos sobre la traducción en la literatura, sus posibilidades e imposibilidades.


Juan Cristóbal Mac Lean E. 

El hecho de la traducción, y sobre todo de la traducción poética, nunca acaba de resolverse. En el filo mismo de su (im)posibilidad, la traducción poético filosófica no deja de practicarse y conoce tanto justificaciones y apologías como reiteradamente se anuncia su imposibilidad.
Un gran libro entero y erudito, todo dedicado al tema, es Después de Babel de Georges Steiner, en el que la persona más adecuada para una tarea semejante rastrea y examina, del derecho y el revés, desde muy antiguo hasta hoy, innumerables casos de las traducciones de que está salpicada toda la literatura. Para alguien tan conocedor del tema, él mismo trilingüe total, así como para todos quienes lo encararon, el problema de la traducción y el de la enigmática profusión de lenguas son centrales a la hora de comprender y de tratar sobre la naturaleza del lenguaje.
Más allá de los grandes casos de traducciones felices, o de aquellos en que, exasperantemente, parece que simplemente no hubiera caso de hallar una resolución adecuada que siquiera decorosamente salve la traducción, se alza siempre un interrogante mayor, una inquietud que no deja de corroer ese grado de necesaria fe que se necesita, ya sea para hacer una traducción o leer en traducción -y mucho más. Esta es la sospecha de que siempre quedará un residuo insalvable en cualquier traducción, que de todas maneras, por muy buena que eventualmente pueda ser alguna, de hecho subsistirá algo que no se habrá podido trasladar ni traspasar.
Un sabor propio de cada lengua, que no es ni alterable ni traducible. Basta ver, por ejemplo en el Quijote, la cantidad de expresiones, giros y discursos que parece sólo puedan darse dentro del idioma castellano, el de ese tiempo y ese lugar, para sentir que, de ninguna manera, pueda traspasarse tal o cual expresión y todo lo que conlleva, envolviendo en sí misma personajes y lugares, cosas, de una manera propia solamente de esa, lengua, esas palabras y expresiones…
Y sin embargo, quienes desde Montaigne a Lawrence Sterne, Freud o Thomas Mann, leyeron el Quijote en traducción, igual quedaron maravillados. O tomemos el caso de un gran poeta y conocedor del francés como W.H. Auden. Cuando va a hablar de Valéry, empieza así: “Comentar una literatura que está escrita en cualquier otra lengua que no sea la propia es una empresa bastante cuestionable. Ahora bien, para un escritor inglés, hablar de literatura francesa raya en la locura, porque no existen dos lenguas más diversas entre sí que el inglés y el francés”. Y sin embargo, como lo expone Paul Auster en su magnífico prólogo a una antología de poesía francesa traducida al inglés, es nada menos que la poesía inglesa misma la que no hubiera existido tal como es de no ser por la francesa… gracias a incesantes traducciones y traducciones.
Y siendo tan álgido el debate tratándose de lenguas al fin y al cabo tan vecinas, ¿cómo es posible que la poesía china haya gozado de tan buena fortuna en la lengua inglesa, llegando, se dice, a influenciar la poesía norteamericana? Y dando un paso más, ¿qué pensar, digamos, de unas hipotéticas traducciones del Quijote al malayo, al arawak o al quechua? ¿Serían posibles, independientemente de los vacíos lexicales que puedan darse debido a muy diversos entornos geográficos, técnicos o hasta mobiliarios?
Al trazarse esas preguntas tomando en cuenta lenguas muy alejadas entre sí, se redobla y crece, como en un acceso de realismo lingüístico, el pesimismo en torno a la posibilidad misma de una verdadera y feliz traducción. Se impone la sensación, casi de orden emotivo, por la cual se cree, quizá hasta íntimamente, que hay un sabor, un sentimiento, un fondo propios de tal lengua, tal palabra, que no pueden traducirse completamente, por muy buena que eventualmente pueda ser, digamos, la traducción de tal o cual poema. Es que, como muy bien lo pone Steiner, “No hay dos idiomas que interpreten el mismo mundo”. De tal forma, cada idioma carga con su propio mundo, pero siendo éste, así, el que produce el propio lenguaje, lo genera, encuadra, tergiversa o expresa. En otro artículo (“Whorf, Chomsky y el estudiante de literatura” en Sobre la dificultad y otros ensayos, EFE 2007) Steiner trata explícitamente de este tema y seguiremos a grandes rasgos su argumentación.
Habría una posición universalista que no se deja arrinconar por la profusión de lenguas ni sus eventuales diferencias extremas y que aboga, de todas formas, por una estructura profunda y subyacente que está a la base de cualquiera de ellas, común a todos los hombres y de la que no hay lengua que se escape. No olvidemos, en este sentido y algo lateralmente, que lingüistas como Joseph Greenberg y Merrit Ruhlen proponen un solo origen del lenguaje, a la manera en que para el monogenetismo darwiniano hay un solo origen del hombre, para Ruhlen (y trata de demostrarlo en su libro The Origin of Language: Tracing the Evolution of the Mother Tongue) todas las lenguas habidas y por haber partieron de una sola lengua madre original. Por su parte, de una gramática universal habla Noam Chomsky, el principal valedor de este universalismo referido, para el cual la misma diversidad de lenguas concerniría sobre todo a la superficie de las mismas y sería “de un interés principalmente fonético o histórico”.
La primera edición en inglés del libro de Steiner apareció hace tanto como 1978, de modo que él no podía conocer, entonces, el trabajo de 2005 de Daniel Everett sobre la lengua piraha de una tribu amazónica y que, para quien le cree (yo por ejemplo), deja en el trasto al universalismo chomskiano. El caso de Everett se resume en el documental felizmente titulado La gramática de la felicidad, al que volveremos un poco más adelante.

Frente al universalismo para el cual las diferencias lingüísticas son poco menos que anecdóticas, se alzan otras posiciones, harto más inquietantes y cargadas de contenidos de orden más filosófico si se quiere. Para ellas, en efecto, el lenguaje es muchísimo más que un mero instrumento o herramienta de comunicación, desmontable y con sus órdenes generativos cuantificables, con sus universales piezas y gramáticas. Aquí es el lenguaje el que forma el mundo, aquí es la lengua la que determina, en un círculo cerrado, la misma cultura de sus hablantes, que a la vez la mantiene encendida y activa. Lo profundo de cada lengua, así considerado, es absolutamente único en cada caso, intransferible y en definitiva intraducible en su plenitud. Las traducciones, entonces, solo nos darían un esbozo, una copia muy a mano alzada de un original que no admite ninguna réplica. Las dos grandes figuras de este particularismo son Wilhelm von Humboldt y Benjamin Lee Whorf. De ellos hablaremos en la próxima.

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