Un viaje, un insomnio y una lectura
El otro tiempo de la literatura y del universo afgano. Reseña de un libro de Atiq Rahimi.
Carlos Decker-Molina
Duermo a pedido. Si decido ponerle punto final a esta
historia y me propongo dormir, les aseguro que al cabo de cinco minutos estaré
entregado en cuerpo y alma al dios Morfeo.
Y la vejez no es una explicación. Cuando los cuatro policías
de la Federal argentina, disfrazados de civiles, me secuestraron en un Ford sin
placa y me condujeron a sus celdas repletas, me metieron a un estante con
puerta y sin libros, esposaron mi mano a la pata de un sillón y se fueron.
Quedé profundamente dormido soñando con mis hijos. Entonces no era viejo. En el
exilio de Buenos Aires, se dormía compulsivamente. Era el escapismo del que no
sabe su futuro.
No crean que no tengo insomnios. Éstos van en la
valija de viaje. La primera noche en cualquier hotel, hotelucho, motel, tambo o
posada, no duermo. Entonces, si estoy solo, leo. Hace poco estuve en Madrid y
se cumplió la constante. La primera noche no pude dormir, tomé un libro en mis
manos y quedé aún más despierto.
Aquí les entrego el recuerdo de una de mis lecturas de
insomnio, que son las otras vidas de mi vida. Tiene solo 94 páginas secas,
alucinadas, trágicas que me condujeron a un paisaje desolador como si fuera un
espejo roto donde se reflejan realidades fragmentadas por la guerra.
Un río seco atraviesa el paisaje grandioso y desolado.
Lo que hay es un camino sin horizonte, por el que, paso a paso, van un viejo y
un niño. Suben a un camión, avanzan un trecho, se apean y siguen caminando, el
destino es una mina de carbón donde trabaja el hijo del viejo, padre del niño.
Atiq Rahimi es un afgano al que me atrevo a comprar,
por lo menos en este libro, con Rulfo. Lo conocí con su obra Piedra de la paciencia, premiada con el Goncourt
en 2008; ha sido llevada al cine con mucho éxito. Rahimi es cineasta y
escritor, diplomado en la Sorbona. El libro que me mantuvo despierto, atento y
profundamente apenado ubica la historia en el norte de Afganistán durante la
invasión soviética.
En la novela, el viejo Dastguir y Yasín, el niño, no
dejan de caminar. La mirada de ambos se detiene en un valle polvoriento que
está lejos del camino de tierra. Se detienen en una caseta en espera de alguna
movilidad que los pueda llevar hasta las minas de carbón.
Dastguir lleva una mala noticia o tal vez dos. Los
bombardeos soviéticos han destruido la aldea donde vivía su familia. El viejo y
el niño son los únicos sobrevivientes. No sabe si dejará al niño a su padre o
simplemente le darán la noticia y retornarán ambos a la aldea convertida en
campo santo.
La lectura de Tierra
y cenizas agudizó mi insomnio. Los diálogos internos, las preocupaciones
del viejo y la ausencia del niño son lacerantes, pero el relato se hace más
duro cuando el viejo, molesto por el ruido de unas piedras que Yasin usa para machacar
una manzana, lo levanta al vilo y lo sacude a tiempo que le dice: “¿Qué haces?
Por el amor de Dios, es una manzana. ¡Cómetela!”.
El niño grita: “¿Por qué no hacen ruido estas piedras?
¿Por qué abuelo?”. Cómo va oír la voz débil y temblorosa del abuelo si no oye
ni la suya.
Yasin sabía de los ruidos de los tanques, distinguía
el ruido de las aspas de los helicópteros hasta el día en que las bombas mataron
a su familia. El último sonido que se detuvo en sus oídos fue el último grito
de su madre.
Mira al abuelo con unos ojos sucios metidos en una cara
surcada de lágrimas, ríos en una cara de tierra. No escucha el regaño, tampoco
su voz. El silencio y la lentitud desbordan hasta llegar a la última página.
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