98 segundos sin sombra
Comentario del a novela de Giovanna Rivero que, reeditada por El Cuervo, se presentó en la Feria del Libro de Santa Cruz.
Anabel
Gutiérrez León
Escaparse,
desaparecer, escabullirse, evaporarse, irse, abandonar: es lo que busca la
protagonista de 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014), última
novela de Giovanna Rivero, que ahora El Cuervo lanza para el mercado nacional.
De
hecho, quizá la huida sea uno de los temas nucleares de esta estupenda novela,
narrada en primera persona por Genoveva, una adolescente de voz lúcida, fresca
y corrosiva, a la que escuchamos desde las anárquicas entradas de su diario
íntimo, escondido en las páginas de una agenda de tapa dura, que atesora el
registro íntimo, subjetivo y personal del curso cotidiano de su vida,
pensamientos, de los cuales desea dejar constancia en aquellas huellas
fechadas, que diría Lejeune; aunque en el caso de Genoveva carecen de la marca
cronológica, acaso como un intento de reflejar la monotonía e inmovilidad de su
vida, esa vida a la que ella procura otorgarle sentido y emoción indagando en
los recovecos más profundos de sus entrañas.
Una
atenta y vigilante búsqueda con los ojos bien abiertos para observar el mundo
exterior e interpretarlo luego, según los moldes que la propia Genoveva va
construyendo en su peculiar manera de subjetivizar aquello que ve y vive y oye
y siente. Sin duda una atalaya privilegiada la que nos regala esta novela.
Genoveva
es una excéntrica chica de provincias, un personaje inusual para Therox, un
pueblo pequeño y cerrado sobre sí mismo, un pueblo que se balancea según los
caprichos y contradicciones que el narcotráfico le ha impuesto. Therox es un
lugar que se desenvuelve como si fuera una isla según la percepción de la
protagonista, quien solo desea alejarse de la falta de horizontes a la que se
ve condenada en ese cronotopo de hastío, corrupción y banalidad.
El
diario es una de las vías que la imaginación de Genoveva encuentra para huir
hacia un escenario vital que le otorgue plenitud a un futuro que en Therox se
proyecta como una ciénaga espiritual a la que ella no está dispuesta a ceder.
A
la pseudo insularidad que encierra y enclaustra a Genoveva, debe sumarse una
familia disfuncional compuesta por un padre depresivo y amargado, representante
del fracaso de las utopías de una quimérica izquierda malograda; una madre casi
fantasmal quien, tras el nacimiento de un hijo con retraso se evade entre
ensoñaciones astrológicas, largas caminatas y, tal vez, una relación adúltera.
Genoveva
solo recibe la incomprensión y falta de empatía de esos padres a los que
rechaza con devoción, sin culpa. Pero ella no es una isla, como Therox; ella
tiene -aunque escasas- algunas vías de comunicación y diálogo; no obstante sus
interlocutores están signados con diferentes formas de enfermedad, quizá el
vínculo que los hermana a la vez que margina. Su abuela Clara Luz, su hermanito
Nacho y su amiga Inés, son los personajes ante quienes Genoveva no se siente ni
un monstruo ni un bicho raro ni una solitaria caprichosa.
La
abuela es una especie de bruja buena que compaginaba servicios de plañidera y
rezadora cristiana, con la práctica del vudú, pero que durante la novela
encontramos enferma, pegada a una máquina de oxígeno que le ayuda a transitar por
sus maltrechos últimos días, y a quien Genoveva ayuda a liberarse de su tísica
“cárcel del alma”.
Nacho
nació con un retraso que a la vez que lo aleja del mundo, lo acerca fieramente
a su hermana. Ella lo ama con devoción. Inés es otro personaje singular, capaz
de otorgar a sus desórdenes alimenticios un contenido casi metafísico que
Genoveva no discute. Clara Luz, Nacho e Inés, son el triángulo de amor que
Genoveva intentará, de alguna manera, llevarse con ella cuando decida emprender
su huida y alejarse del desierto afectivo que para ella es Therox.
Acaso
la enfermedad, una carga del cuerpo en el que viven, sea también una manera de
inocencia, un camino donde han sabido purgar el organismo para que éste libere
todo aquello de inmaterial que hace al yo.
Irse.
Al final, el “afuera” se presenta como el único destino viable para que los
personajes que laten en la misma sintonía que Genoveva. La desaparición que
persigue Inés es literal y la bulimia, la vía que la ayudará a desprenderse de
un cuerpo que la mantiene atrapada. El cuerpo puede ser un lastre de varias maneras,
por eso, el de la abuela debe ser abandonado: ya no es útil. Ya ha servido
mucho. No será difícil liberar a Clara Luz de su dañada prisión.
Un
trozo de cabellos blancos (símbolo femenino decolorado por la edad) de su
abuela es lo que Genoveva rescata de ese cuerpo para llevarse consigo. En el
caso de Inés apenas hay materia y en un último acto de fidelidad a su amiga,
Genoveva no portará un fragmento del obstáculo físico y material, sino apenas
una réplica del mismo, una muñequita sin boca (no puede hablar, ni comer) que
la propia Inés construyó de sí misma. A su hermano que es pequeño y parte de
ella (así lo cree) se lo llevará consigo en ese viaje trascendental que piensa
emprender para alejarse de Therox.
Cada
vez es más grande su deseo, su necesidad de irse al extranjero, escribe
Genoveva en su diario. Porque para ella el extranjero representa un lugar donde
las opciones no están restringidas, un lugar donde existe trabajo de verdad (en
Therox, el trabajo ha sido absorbido por las fauces del 'negocio'). El
extranjero se convierte en el escenario de la ilusión, del diálogo con los
otros, el sitio donde no sea solo esa joven inadaptada, obsesionada por la
manía de contar los segundos que duran aquellos insignificantes eventos que hacen
que la vida avance.
Por
eso, cuando se cruza en su camino el maestro Hernán -especie de timonel y guía
en conocimientos astrales- Genoveva irá dando forma concreta a su plan de huida
cifrando su meta en Ganímedes, en cuyas enseñanzas ha sido iniciada por el
gurú, convertido en su mentor y consejero espiritual.
Genoveva
encuentra en él y sus enseñanzas, las repuestas a sus más insondables
interrogantes vitales y, probablemente, un oscuro y mal confesado primer amor.
Igual que el alma/la esposa en el críptico poema de Juan de la Cruz, “en una
noche escura / con ansias en amores inflamada […] salí sin ser notada / estando
ya mi casa sosegada”, así emprende Genoveva su huida (también, tal vez, otro
primer paso hacia el camino místico, como en el poema), llevándose solo a su
hermanito, su diario y los objetos que simbolizan a su abuela y su amiga. Ella,
asimismo, escapa para encontrarse con quien le dará otra forma de luz, el maestro
Hernán, el guía que la conducirá a ese otro lugar, más allá de cualquier
extranjero fieramente perseguido.
Mientras
llega el momento de abandonar el hogar -de la soberbia y hábil mano de Giovanna
Rivero-compartimos con Genoveva unos meses de su último año de colegio, un
colegio de monjas donde la invisibilidad es su mejor opción. Compartimos las reflexiones
que le despiertan sus compañeras de clase, sus profesores, sus padres, su
abuela. Todo aquello que ama, odia o no comprende. Estamos a su lado mientras
se va alimentando y creciendo su deseo de huir, de desaparecer, igual que le
ocurría a su sombra durante los 98 segundos de absoluta y límpida felicidad,
cuando la luz se traga el reflejo que su cuerpo proyecta sobre el suelo.
Entonces,
cuando no hay nada, ni la propia sombra, llega la felicidad. Para alcanzarla
debe prescindir de su sombra, que no es más que el reflejo un cuerpo durante el
instante en que le ha interceptado, le ha robado, la luz al sol (al dador de
luz, nada menos). En ese momento en el cual el cuerpo y la nada son uno (como
el amado y la amada en el poema del santo), es el de la totalidad del yo. Y
apenas dura 98 segundos. Sin duda, la desaparición, la conversión del yo en
nada, es para Genoveva sinónimo de felicidad y plenitud. Aunque dure tan poco.
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