martes, 7 de junio de 2016

Reseña

98 segundos sin sombra

Comentario del a novela de Giovanna Rivero que, reeditada por El Cuervo, se presentó en la Feria del Libro de Santa Cruz.



Anabel Gutiérrez León 

Escaparse, desaparecer, escabullirse, evaporarse, irse, abandonar: es lo que busca la protagonista de 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, 2014), última novela de Giovanna Rivero, que ahora El Cuervo lanza para el mercado nacional.
De hecho, quizá la huida sea uno de los temas nucleares de esta estupenda novela, narrada en primera persona por Genoveva, una adolescente de voz lúcida, fresca y corrosiva, a la que escuchamos desde las anárquicas entradas de su diario íntimo, escondido en las páginas de una agenda de tapa dura, que atesora el registro íntimo, subjetivo y personal del curso cotidiano de su vida, pensamientos, de los cuales desea dejar constancia en aquellas huellas fechadas, que diría Lejeune; aunque en el caso de Genoveva carecen de la marca cronológica, acaso como un intento de reflejar la monotonía e inmovilidad de su vida, esa vida a la que ella procura otorgarle sentido y emoción indagando en los recovecos más profundos de sus entrañas.
Una atenta y vigilante búsqueda con los ojos bien abiertos para observar el mundo exterior e interpretarlo luego, según los moldes que la propia Genoveva va construyendo en su peculiar manera de subjetivizar aquello que ve y vive y oye y siente. Sin duda una atalaya privilegiada la que nos regala esta novela.
Genoveva es una excéntrica chica de provincias, un personaje inusual para Therox, un pueblo pequeño y cerrado sobre sí mismo, un pueblo que se balancea según los caprichos y contradicciones que el narcotráfico le ha impuesto. Therox es un lugar que se desenvuelve como si fuera una isla según la percepción de la protagonista, quien solo desea alejarse de la falta de horizontes a la que se ve condenada en ese cronotopo de hastío, corrupción y banalidad.
El diario es una de las vías que la imaginación de Genoveva encuentra para huir hacia un escenario vital que le otorgue plenitud a un futuro que en Therox se proyecta como una ciénaga espiritual a la que ella no está dispuesta a ceder.
A la pseudo insularidad que encierra y enclaustra a Genoveva, debe sumarse una familia disfuncional compuesta por un padre depresivo y amargado, representante del fracaso de las utopías de una quimérica izquierda malograda; una madre casi fantasmal quien, tras el nacimiento de un hijo con retraso se evade entre ensoñaciones astrológicas, largas caminatas y, tal vez, una relación adúltera.
Genoveva solo recibe la incomprensión y falta de empatía de esos padres a los que rechaza con devoción, sin culpa. Pero ella no es una isla, como Therox; ella tiene -aunque escasas- algunas vías de comunicación y diálogo; no obstante sus interlocutores están signados con diferentes formas de enfermedad, quizá el vínculo que los hermana a la vez que margina. Su abuela Clara Luz, su hermanito Nacho y su amiga Inés, son los personajes ante quienes Genoveva no se siente ni un monstruo ni un bicho raro ni una solitaria caprichosa.
La abuela es una especie de bruja buena que compaginaba servicios de plañidera y rezadora cristiana, con la práctica del vudú, pero que durante la novela encontramos enferma, pegada a una máquina de oxígeno que le ayuda a transitar por sus maltrechos últimos días, y a quien Genoveva ayuda a liberarse de su tísica “cárcel del alma”.
Nacho nació con un retraso que a la vez que lo aleja del mundo, lo acerca fieramente a su hermana. Ella lo ama con devoción. Inés es otro personaje singular, capaz de otorgar a sus desórdenes alimenticios un contenido casi metafísico que Genoveva no discute. Clara Luz, Nacho e Inés, son el triángulo de amor que Genoveva intentará, de alguna manera, llevarse con ella cuando decida emprender su huida y alejarse del desierto afectivo que para ella es Therox.
Acaso la enfermedad, una carga del cuerpo en el que viven, sea también una manera de inocencia, un camino donde han sabido purgar el organismo para que éste libere todo aquello de inmaterial que hace al yo.
Irse. Al final, el “afuera” se presenta como el único destino viable para que los personajes que laten en la misma sintonía que Genoveva. La desaparición que persigue Inés es literal y la bulimia, la vía que la ayudará a desprenderse de un cuerpo que la mantiene atrapada. El cuerpo puede ser un lastre de varias maneras, por eso, el de la abuela debe ser abandonado: ya no es útil. Ya ha servido mucho. No será difícil liberar a Clara Luz de su dañada prisión.
Un trozo de cabellos blancos (símbolo femenino decolorado por la edad) de su abuela es lo que Genoveva rescata de ese cuerpo para llevarse consigo. En el caso de Inés apenas hay materia y en un último acto de fidelidad a su amiga, Genoveva no portará un fragmento del obstáculo físico y material, sino apenas una réplica del mismo, una muñequita sin boca (no puede hablar, ni comer) que la propia Inés construyó de sí misma. A su hermano que es pequeño y parte de ella (así lo cree) se lo llevará consigo en ese viaje trascendental que piensa emprender para alejarse de Therox.
Cada vez es más grande su deseo, su necesidad de irse al extranjero, escribe Genoveva en su diario. Porque para ella el extranjero representa un lugar donde las opciones no están restringidas, un lugar donde existe trabajo de verdad (en Therox, el trabajo ha sido absorbido por las fauces del 'negocio'). El extranjero se convierte en el escenario de la ilusión, del diálogo con los otros, el sitio donde no sea solo esa joven inadaptada, obsesionada por la manía de contar los segundos que duran aquellos insignificantes eventos que hacen que la vida avance.
Por eso, cuando se cruza en su camino el maestro Hernán -especie de timonel y guía en conocimientos astrales- Genoveva irá dando forma concreta a su plan de huida cifrando su meta en Ganímedes, en cuyas enseñanzas ha sido iniciada por el gurú, convertido en su mentor y consejero espiritual.
Genoveva encuentra en él y sus enseñanzas, las repuestas a sus más insondables interrogantes vitales y, probablemente, un oscuro y mal confesado primer amor. Igual que el alma/la esposa en el críptico poema de Juan de la Cruz, “en una noche escura / con ansias en amores inflamada […] salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada”, así emprende Genoveva su huida (también, tal vez, otro primer paso hacia el camino místico, como en el poema), llevándose solo a su hermanito, su diario y los objetos que simbolizan a su abuela y su amiga. Ella, asimismo, escapa para encontrarse con quien le dará otra forma de luz, el maestro Hernán, el guía que la conducirá a ese otro lugar, más allá de cualquier extranjero fieramente perseguido.
Mientras llega el momento de abandonar el hogar -de la soberbia y hábil mano de Giovanna Rivero-compartimos con Genoveva unos meses de su último año de colegio, un colegio de monjas donde la invisibilidad es su mejor opción. Compartimos las reflexiones que le despiertan sus compañeras de clase, sus profesores, sus padres, su abuela. Todo aquello que ama, odia o no comprende. Estamos a su lado mientras se va alimentando y creciendo su deseo de huir, de desaparecer, igual que le ocurría a su sombra durante los 98 segundos de absoluta y límpida felicidad, cuando la luz se traga el reflejo que su cuerpo proyecta sobre el suelo.
Entonces, cuando no hay nada, ni la propia sombra, llega la felicidad. Para alcanzarla debe prescindir de su sombra, que no es más que el reflejo un cuerpo durante el instante en que le ha interceptado, le ha robado, la luz al sol (al dador de luz, nada menos). En ese momento en el cual el cuerpo y la nada son uno (como el amado y la amada en el poema del santo), es el de la totalidad del yo. Y apenas dura 98 segundos. Sin duda, la desaparición, la conversión del yo en nada, es para Genoveva sinónimo de felicidad y plenitud. Aunque dure tan poco.


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