Cervantes y Shakespeare, la lectura eterna
Amor y desamor. Locura y ensoñación. Vida y muerte y pasiones. Los grandes temas universales y su extraordinario planteamiento; algunas ideas fragmentarias, algunas posibilidades de explicar la grandeza de Miguel y William, ahora que amerita.
Martín Zelaya Sánchez
Uno concibió 38 obras de teatro -la mayoría tragedias,
algunas comedias- casi perfectas, universales, incombustibles; el otro dio vida
a dos personajes inmortales, y acaso a la obra literaria más completa y
trascendental de siempre. Son, sin discusión, figuras cumbres no solo de las
letras británicas y españolas, sino de la historia de la literatura mundial,
pase lo que pase de aquí en adelante.
Ninguno de los dos murió el 23 de abril de 1616, pero hoy
todo el mundo rememora los 400 años de su desaparición y, cómo no hacerlo, el
Día Internacional del Libro. William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra
concitan más que nunca, en estos días, la atención global que jamás perdieron
ni deberían perder.
El primero murió el 23 de abril, en Inglaterra, donde aún
regía el calendario juliano. Pero ese mismo día, en España, donde ya había
entrado en funcionamiento el calendario gregoriano -vigente hoy en todo el
planeta- era ya 3 de mayo. Y el segundo, aunque fue enterrado el 23 de abril
gregoriano, en realidad había fallecido un día antes.
Quien sí murió realmente el 23 de abril de 1616, hace 400
años con hoy, fue el Inca Garcilaso de la Vega, poeta e historiador, acaso uno
de los más antiguos e importantes cronistas del nuevo mundo, nacido en Cusco
como Gómez Suárez de Figueroa y quien aparece -inevitablemente- como el
invitado de piedra en esta conmemoración.
¿Por qué Cervantes y Shakespeare sí y, no tanto Dante, o John
Milton, o Quevedo, o Rabelais, y ni siquiera el mismísimo Homero, otros
gigantes entre gigantes? Intentando hallar respuesta Pedro B. Rey, editor del
suplemento ADN del diario argentino La Nación, escribió: “la solución al enigma
se parece demasiado a una ristra de lugares comunes: porque fundaron de manera
insoslayable nuestro imaginario a tal punto que hoy somos shakespearianos o
cervantinos sin saberlo; porque crearon personajes conocidos hasta por quienes
nunca leyeron una página; porque sus obras no cesaron de acopiar sucesivas tradiciones
de lecturas que, a su turno, fueron renovando el modo de leerlos”.
En literatura -como en cualquier arte u oficio que no tenga
inherencia directa con la tecnología- no hay nada nuevo que contar, bien lo
sabemos, y los mejores exponentes son, simplemente, los que mejor aprovechan,
los que mejor canalizan los grandes temas universales, aquellos indisolubles de
las pasiones humanas: amor, dolor, trascendencia (y por ende, desamor, muerte y
todos los despropósitos de la pasión humana). ¿Por qué, entonces, la insólitamente
larga vida del Quijote y Sancho; de Romeo, Julieta, Hamlet o Lady Macbeth?
Acaso porque mejor que nadie, pasados cuatro siglos ya, Cervantes y Shakespeare
asimilaron y transmitieron estos grandes asuntos fundamentales a través de sus
criaturas inextinguibles.
Libros y sueños y
locuras
Nunca se agotan los diversos modos de leerlos, advierte Rey.
Leer, lectura, libros. Ahí, definitivamente está la clave.
Uno de los más conocidos pasajes de Don Quijote, ¡qué digo!, de toda la literatura, dice: “Es, pues, de
saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los
más del año), se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto
que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración
de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió
muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en
que leer, y así, llevó a su casa a todos cuantos pudo haber dellos…”.
Italo Calvino se cuestiona: “¿Cuál es el libro que lee
Hamlet cuando entra en escena, en el segundo acto? A la pregunta de Polonio,
contesta: ‘palabras, palabras, palabras’, y nuestra curiosidad sigue
insatisfecha, pero si podemos buscar una huella de recientes lecturas en el
monólogo del ‘ser o no ser’ que abre la siguiente entrada en escena del
príncipe de Dinamarca, tendría que tratarse de un libro en el que se discurre
sobre la muerte como un dormir, visitado o no por sueños”.
Y luego, Calvino se refiere a una serie de pistas que llevaron
a varios estudiosos a afirmar -sin pruebas suficientes, advierte- que el libro
de marras es De consolatione, de
Gerolamo Cardano, en el que el autor señala “cuando estamos como muertos no
soñamos nada, mientras que es de mucha molestia el sueño ligero, inquieto,
interrumpido por el duermevela, visitado por pesadillas y visiones, como suele
ocurrirles a los enfermos”.
¿Qué viene a la mente de cualquier persona medianamente
formada e informada en el mundo occidental al pensar en Don Quijote? Idealismo o locura, utopía o sueño… imaginación
onírica: esa extrema lucidez, creativa y creadora, que, paradójicamente, solo
el empecinamiento, la cerrada fe lindante en la irracionalidad permite. Y por
otro lado, ¿qué nos trae a colación Romeo
y Julieta, sino el amor puro, platónico y de ensueño, pero imposible por
los desvaríos de la sociedad? ¿Y qué las delirantes tribulaciones de Hamlet,
Macbeth o el rey Lear en sus sinos de tragedia y venganza?
“El peregrinar quijotesco -sostiene Carlos Fuentes- es una
búsqueda de similitudes. Las analogías más débiles son reclutadas, y
rápidamente, por don Quijote; para él todo es signo latente que debe ser
despertado para hablar y demostrar la identidad de las palabras y las cosas:
labriegas son princesas, molinos son gigantes, ventas son castillos porque tal
es la identidad que las palabras le otorgan a las cosas en los libros de don
Quijote”.
Ambages y
contradicciones, memoria y olvido
¿A qué sino a épica -pero a esa épica tristemente extrema,
paradójica, de cimas y simas-, refieren los atormentados personajes de las
mayores tragedias de Shakespeare?
¿No son acaso Hamlet, Lear, Macbeth y Falstaff los íconos
mayores de la lucha interna, la debilidad humana, la grandeza y ruindad que en
todos coexiste?
En su artículo “Shakespeare indeciso” Javier Marías
reflexiona: “Aunque hacer una aseveración tan tajante sea osado y quizá
difícilmente aceptable, una de las principales razones de la grandeza y
perduración de Shakespeare es que casi nunca se sabe bien lo que está diciendo;
o, si se prefiere, se sabe lo que está diciendo pero no lo que significa. Esto
es: se lo comprende pero no siempre se lo entiende. Si uno lee o escucha o ve
sus obras, no suele tener dificultades para seguir no ya la trama o desarrollo
dramático, sino también cada uno de los diálogos…”. Pero y ¿qué pasa cuando se
intenta analizar cada frase, cada oración siquiera?
¿Qué…? ¿De qué habla Marías? Partiendo de que comprender es
“asumir, darse cuenta, interiorizar y hacerse cargo de lo que sucede o se
dice”, y que entender además de lo anterior, es “ser capaz de explicarlo, o, lo
que es lo mismo de volver a decir lo dicho con otras palabras”, más adelante,
en el artículo, profundiza la teoría de la “sublime incomprensibilidad” de
Shakespeare, a partir de una frase de Macbeth,
esa en la que Lady Macbeth le dice al protagonista: “My hands are of your color; but I shame to wear a heart so white” (“Mis
manos son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”).
Si uno asume, recibe, y hasta repite la frase en su
totalidad -sostiene el español-, no hay mayor problema, pero cuando se trata
cada palabra por separado es que aparecen las incógnitas. Se puede interpretar,
claro (complicidad, inocencia, etc.), pero nunca se puede estar seguro, si de
Shakespeare se trata. Uno cree comprender los monólogos y diálogos de Macbeth, Hamlet u Otelo, apunta
Marías, “hasta el punto de ser luego capaz de rememorarlos y aun de citar algún
que otro verso particularmente famoso o inolvidable. Pero si uno se detiene en ellos
y, por ejemplo, intenta traducirlos o desglosarlos, se encontrará con la
perplejidad de no entenderlos, de no saber cabalmente qué es lo que están
diciendo, de ver siempre más de una posibilidad en cada frase. De encontrarse,
en suma, con unos textos indecisos”.
Y aquí -esperando que estas dispersas digresiones no
desconcierten al lector- vuelve Fuentes: “La tensión entre el recuerdo y el
olvido, semejante ‘puesta en abismo’ de la memoria, revela la modernidad
autoral de Shakespeare y Cervantes. Hamlet, Macbeth, Quijote, son protagonistas
de una memoria difícil, selectiva. Hamlet quiere recordar un crimen. Macbeth
quiere olvidarlo. Quijote solo quiere recordar, en plural, sus libros y acaba
recordando, en singular, su libro”.
Cierro con Sergio Pitol citando a Harold Bloom. “La
diferencia radical -explica el mexicano, parafraseando al estadounidense-, es
que Shakespeare nos enseña a hablar con nosotros mismos y, en cambio, Cervantes
nos enseña a hablar entre unos y otros (…). En sus obras Shakespeare casi no
aparece ni siquiera en sus sonetos. Esa casi invisibilidad es la que anima a
esos fanáticos que creen que cualquiera menos Shakespeare escribió sus obras.
[En cambio] Cervantes habita su gran libro de manera tan omnipresente que
necesitamos darnos cuenta de que contiene tres personalidades excepcionales: el
caballero andante, Sancho y el propio Cervantes”.
Inabarcable y estéril sería la tarea de tratar de condensar
las razones de la inmortalidad de Miguel y William, de Quijano y Lear, de
Sancho y Desdémona. De pronto algunas ideas fragmentarias, como las antes
ofrecidas, sean al menos una digna manera de no quedarse callados en ocasiones
como esta.
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Bloom,
Harold. El canon occidental. Anagrama,
España 2002
Calvino, Italo. Por
qué leer los clásicos. Tusquets, España 1991
Cervantes Saavedra, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. Edición de Joaquín Gil, Argentina 1944
Fuentes, Carlos. En
esto creo. Seix Barral, Argentina 2002
Kundera, Milan. El
telón. Tusquets, México 2005
Marías, Javier. Literatura
y fantasma. Debolsillo, España 2007
Pitol, Sergio. El
tercer personaje. Era, México 2013
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Grandes entre grandes
Entre la copiosa bibliografía disponible, escogemos dos
breves extractos para intentar sintetizar los principales rasgos de la trascendencia
de Miguel y William. A cargo de Milan Kundera, en el primer caso, y de Harold
Bloom, en el segundo.
Pobre Alonso Quijano
(Milan Kundera)
Un pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha decidido ser
un caballero andante y se ha dado por nombre don Quijote de la Mancha. ¿Cómo
definir su identidad? Es el que no es.
Le roba a un barbero la bacía de cobre, que toma por un
yelmo. Más tarde, el barbero llega por casualidad a la venta donde se encuentra
don Quijote rodeado de gente; ve su bacía y quiere llevársela. Pero don
Quijote, lleno de orgullo, se niega a tomar un yelmo por bacía. De pronto un
objeto aparentemente tan sencillo se convierte en pregunta. ¿Cómo probar, por
otra parte, que una bacía en la cabeza no es un yelmo? Los traviesos parroquianos,
para divertirse, dan con la única manera objetiva de demostrar la verdad: el
voto secreto. Todos los presentes participan, y el resultado es inequívoco: el
objeto es reconocido como un yelmo. ¡Admirable broma ontológica!
Don Quijote está enamorado de Dulcinea. Solo la ha visto
furtivamente, o tal vez nunca. Está enamorado, pero, como dice él mismo, solo
“porque tan propio y natural es de los caballeros ser enamorados como al cielo
tener estrellas”. Infidelidades, traiciones, decepciones amorosas, cualquier
literatura narrativa las conoce desde siempre. Pero en Cervantes lo que se
cuestiona no son los amantes, sino el amor, la noción misma de amor. Porque
¿qué es el amor si se ama a una mujer sin conocerla? ¿Una simple decisión de
amar? O incluso ¿una imitación? El asunto nos concierne a todos: si, desde la
infancia, los ejemplos de amor no nos incitaran a seguirlos, ¿sabríamos qué
quiere decir amar?
Un pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha inaugurado
para nosotros la historia del arte de la novela mediante tres preguntas sobre
la existencia: ¿qué es la identidad de un individuo?, ¿qué es la verdad?, ¿qué
es el amor?
Shakespeare, centro del canon
(Harold
Bloom)
Shakespeare, el más grande escritor que podemos llegar a
conocer, a menudo da la impresión contraria: nos lleva a la intemperie, a
tierra extraña, al extranjero, y nos hace sentir como en casa. Su poder de
asimilación y contaminación es único, y constituye un perpetuo reto a la puesta
en escena y a la crítica (…).
Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a
todos los demás escritores occidentales en agudeza cognitiva, energía
lingüística y poder de invención. Es posible que ese triple talento se funda en
una pasión ontológica que es la capacidad para el goce, o como decía Blake “la
exuberancia es belleza” (….).
Podemos afirmarlo sin vacilar: Shakespeare es el canon. Él
impone el modelo y los límites de la literatura. Pero ¿dónde están sus límites?
¿Podemos encontrar en él algún rasgo de ceguera, alguna represión, un fallo en
su imaginación o pensamiento? (…).
(…) Pero nadie puede usurpar el papel de Shakespeare, ni
siquiera el puñado de dramaturgos, antiguos o modernos, que pueden leerse o
representarse a favor o en contra de él. ¿Qué puede compararse a las cuatro
grandes tragedias shakespearianas? Incluso Dante, tal como confesaba James
Joyce, carece de la riqueza de Shakespeare, lo cual significa que las lecturas
de Shakespeare son infinitas, pero también sugiere que las treinta y ocho obras
de teatro y los sonetos forman una discontinua Comedia terrena mucho más vasta que la de Dante y
reconfortantemente libre de la alegoría de los teólogos de Dante. La
multiplicidad de Shakespeare supera con mucho la de Dante o Chaucer. El creador
de Hamlet y Falstaff, Rosalinda y Cleopatra, Yago y Lear, difiere en cantidad y
calidad. Si esa diferencia puede definirse, estaremos más cerca de comprender
por qué, forzosamente, recentraba el canon, y por qué seguirá recentrándolo,
por mucho que se altere a peor por motivos políticos.
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