Los fantasmas del lenguaje paceño
De bolivianismos, etimologías y las siempre vigentes añejerías de Ismael Sotomayor.
Alan
Castro Riveros
Tarjar
Todo
lenguaje vivo es imprevisible. Cualquier rato nos topamos con una u otra
palabra que alguna vez escuchamos de nuestros mayores, y esa palabra regresa después
de años como si fuese algo indecisamente nuevo y extravagantemente real.
Si
decidimos tratar un par de días con la palabra resucitada, es seguro que dejará
florecer sus nervios para aparecer de pronto conectada a ese pequeño tejido de
palabras que cada quien considera su lengua secreta.
Por
ejemplo, el otro día me acordé de la palabra “tarjar”. Siempre escuché esta
palabra en boca de mi abuelo -quien la pronunciaba al hacer el arqueo (otra palabra de aire paceño) en
la tienda de abarrotes que atendía junto a mi abuela.
La
cosa es que “tarjar” es uno de los bolivianismos que figura exclusivamente como
tal en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. El bolivianismo tiene
dos significados: borrar lo escrito y
compulsar una lista.
En
cambio, la palabra castellana (en extinción) tiene el sentido de señalar en la tarja (calculadora
primitiva) lo que se va sacando fiado, o
lo que se cuenta. En castellano: sacar o contar; en boliviano: borrar y
compulsar. (Habrá que añadir que, etimológicamente, la tarja es una moneda castellana.)
Mi
abuelo usaba la palabra tarjar con
los dos significados del bolivianismo al mismo tiempo: borrar y compulsar. Él manejaba la calculadora y mi abuela tarjaba
números en su cuaderno, o sea, tachaba los números que ya habían sido calculados
a tiempo de cotejar (compulsar) los resultados con el abuelo. Se notaba que
ambos habían trabajado en la banca estatal. Y si pasamos de este último dato a
la etimológica moneda tarja -con una
parada en el arqueo- se dibuja una
constelación.
En
primer lugar, es inquietante que, aunque tarjar
siempre haya sido tachar en mi
imaginación, yo haya conocido la palabra en una tienda donde mis abuelos hacían
cuentas -cosa que relaciona a la palabra con el sentido de su homófono
castellano. Pero, ¿qué ha cambiado? Mientras una sirve para contar todo lo que entra
y sale de un lugar, la otra sirve para descontar y revisar lo que se ha contado.
Más allá de la contaduría, mientras en la primera tarja está la rutina del cálculo, en tarjar siempre queda abierta la posibilidad sincrónica de una
relectura y una reescritura crítica.
Por
otro lado, es importante que hayan quedado esas líneas horizontales (las
muescas) como fantasmas de aquellas
inscripciones lineales en las tarjas calculadoras de antaño. Gracias a eso,
ahora tarjar es solo trazar una línea
por el centro de una palabra (dejarla legible) y no borronearla con una (más
violenta) tachadura.
Los fantasmas de Ismael Sotomayor
Las
palabras que llegan a la ciudad son casi siempre lejanas y nacen de una
gambeta, una reducción o un malentendido. Lo importante es entender qué clase
de bailoteos han hecho nuestros mayores y qué tipo de cosas imaginamos ahora al
escuchar ciertas voces que repetimos.
Si
podemos detenernos en la genética de una sola palabra por tiempo indefinido,
imagínense lo que es posible leer en Añejerías
paceñas -un libro de 400 páginas llenas de vocablos que retornan y retornan.
Allí, Ismael Sotomayor despliega la precisión incisiva del lenguaje paceño para
quien quiera adentrarse en su inalterable vitalidad.
En
las fantásticas páginas de Añejerías
paceñas convergen episodios históricos de tradición oral o documentación
escrita, relatos que detallan las costumbres de determinadas zonas y tiempos de
La Paz, leyendas fantasmagóricas que contaban las abuelas, y hasta el detalle
más o menos minucioso de la variaciones que han sufrido los símbolos paceños. Los
relatos de fantasmas, en particular, son los más lúcidos que se han escrito en
Bolivia. Por eso, voy a detenerme brevemente en un par de ellos.
El
primero al que me voy a referir es el relato Fantasma de Jaén, que además es una leyenda citadina conocida por grandes y chicos, aunque sea de oídas.
Ismael Sotomayor tiene una versión importantísima de este relato en sus Añejerías -una versión muy distinta a la
que generalmente conocemos.
En
el relato se hace referencia a muchas de las historias que circulaban sobre el
fantasma de la calle Jaén y cómo se fue corriendo la voz: Se habló -como de costumbre- que por esa región de la ciudad existía tapado, que su dueño (algún ánima en pena),
perseguía salvación eterna y más otras y variadas sandeces. (p. 252, ed. de
1987)
Sin
embargo, lo crucial de la versión de Sotomayor es la revelación final de que
tal fantasma solo era un joven seminarista que había decidido burlarse de todos
los crédulos, en complicidad con sus compañeros de seminario. ¡Qué policía, ni qué plátanos! Había que
reventar al aparecido, diciéndole: ¡Zamarro, díscolo, insolente, sepa usted que si aquí no hay valentía, en
cambio hay buena gente! (p. 253)
Esta
idea de fantasma es muy parecida a la que teníamos cuando, de niños, jugábamos
a las apariciones. ¿Acaso ése no es precisamente el fantasma? Aquel que se
disfraza de desaparecido. Es interesante que la historia que ahora conocemos de
la calle Jaén no sea ésta que Ismael Sotomayor ha escrito, sino una variante de
las muchas otras y variadas sandeces en
las que los fantasmas y los vecinos nunca se encuentran.
En
otra añejería llamada Almas en pena
se relata la vida de una mujer virtuosa que recibe a las almas del Purgatorio y
les da pan, dinero, azúcar o lo que le pidan, siempre y cuando sean almas
penitentes probas. Cada noche una decena de estas almas penitentes se acercaba
a la ventana de la matrona para decirle: “Mamita, solicito un quinario”, “Mamita,
requiero de una limosna” o “Mamita, solicito un vestido”.
Como
cada alma tenía su turno y la noticia de la virtud de la mujer crecía, en cierto
momento la fila de fantasmas se hizo tan larga que la pobre señora no pudo
atender a todos. Así que llegó a un acuerdo con la abadesa del monasterio del
Carmen (que obviamente era clariaudiente),
para que los últimos fantasmas de la fila pudiesen también ser atendidos. Aunque las almas en pena se
iban renegando (porque preferían a la virtuosa), dice Sotomayor que nunca hubo
verdadero descontento.
Los
fantasmas de Ismael Sotomayor son más reales mientras más sobrenaturales, más
un gesto preciso que un estigma invisible. El trato con ellos no es cosa de otro
mundo, porque guardan acciones específicas e interpelantes, ajenas a cualquier acusación
de inexistencia. Aquí, las almas hacen y deshacen como si no hicieran nada y eso
los diferencia de otros fantasmas, ajenos a la pluma de Ismael Sotomayor y al
lenguaje más potente.
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