martes, 8 de diciembre de 2020

Manubiduyepe: el microcosmos sacado de una cajita

 


Martín Zelaya


 

I

En La Montaña del Alma del Nobel Gao Xingjian –monumental canto a la civilización china; a su milenaria y ahora amenazada sabiduría de convivencia con la naturaleza–, un viejo guardabosques le dice al protagonista: “El hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías; no hay que llevar a cabo actos en contra de la naturaleza, no hay que aspirar a lo imposible”.

El (primer) narrador de Manubiduyepe, la nueva novela de Juan Pablo Piñeiro, sostiene:

Un sol está clavado en cada grieta del mundo. Un sol profundo que llega de lejos y enciende los candelabros secretos de la naturaleza. Grietas como huellas en la memoria de las cosas. Y también constatación infalible de que cada destino está enraizado en la tierra. La tierra húmeda, no el piso ni el suelo, el piso y el suelo que nos separan de la tierra húmeda. El alma es un acordeón, un instrumento de percusión, pero también de viento. Y en la punta de la raíz todas las almas que embrujan la materia de este mundo son idénticas, talladas en la misma madera (124).

II

Un indio reaparece cada nueve años exactos y se sienta durante tres días y tres noches en un banco de la plaza de Cobija, para luego marcharse, imperturbable, sin que nadie logre nunca sacarle una palabra.

Un escritor paceño llega a Cobija a empaparse de los usos y costumbres de la selva, pero en su afán de mimetizarse en la comunidad para tener material de escritura, apenas logra empaparse de sí mismo (y poco más) de tanto transpirar.

Salvador Piñari se llama este autor que, junto a otras voces en todo caso más autorizadas que la suya, narra este microcosmos que es Manubiduyepe (Editorial 3600, 2020), la tercera novela de Piñeiro. Narra, decíamos, pero para ser precisos, más bien canaliza. Y así Cobija, Pando, la selva, el extremo norte de Bolivia y su gente tienen en la ficción –valga el lugar común– un inmejorable prisma que nos acerca a su realidad.

III

Pista suelta: “Manubiduyepe es el espíritu que está dentro del cuerpo que está escribiendo de pie estas palabras en el centenario de un día triunfal” (145).

IV

En esta novela hay violencia e intromisión. Un sicario narco (Pico de Yaca) capaz de todo, pero limitado a la vez por su ausencia de alma. Un par de gemelos (Bruceley y Brucelyn) predestinados a la tragedia ante la imposibilidad de ser uno solo. Turbas enardecidas dispuestas a linchar antes que preguntar o, incluso, pensar. Científicos dueños de la verdad e incapaces de ver más allá de esa falacia.

Hay, también, duendes intolerantes y rabiosos que disponen de una máquina para editar la memoria. Hay árboles-deidades-guía. Hay monos que hablan y escriben. Hay sindicalistas corruptos… pero en ello no es necesario ahora detenerse.

Todos se presentan y cumplen su destino en la primera y tercera partes. En la segunda, centrada en el pahuichi de Yamuriniti Diojorejepe convergen, varios de estos personajes, en una especie de paso a otro estado o dimensión. Todo cambia pero todo vuelve.

V

Para hacer justicia a la epifanía que engendró la necesidad de escribir esta novela, Piñeiro se vale de un complejo juego de voces, planos y perspectivas. Y así, el narrador inicial cede su voz alternativamente a Piñari, a Yamuriniti Diojorejepe y a un “nuevo” narrador: “Es hora de que olvides a tu narrador, Piñari –le dice el brujo Yamuriniti, en la segunda parte, al “dueño” de la novela (tomando, a su vez, la voz cantora en desmedro de “ese” narrador)–, déjalo en mi Pahuichi. Los demás tienen que irse contigo, estimado Piñari…” (155). Y da paso, luego, al “nuevo” narrador”, tercera voz de esta novela que, no obstante, no deja de ser “propiedad” de Piñari, como queda establecido en una alucinada charla en un karaoke.

VI

Muy pocas veces el “lenguaje poético” calza bien en la ficción. Muy pocas veces, como en este caso, este recurso es tan necesario para concordar con el diseño conceptual y estructural de una obra –ya volveremos sobre ambos– que en este caso le tomó a Piñeiro demasiados años de silencio y ardua labor. “La sombra del éxito de su primer libro lo debilita al señalarle caminos equivocados en la escritura” (269), escribe en un claro guiño hacia el final.

Lenguaje poético, decíamos:

Dafne, perdida y derrumbada, desconoce el poder secreto de sus deseos. Cuando duerme, sueña desprotegida y se refugia, insegura, en los peligrosos páramos que la distancian de su propia paz. En el mundo no caben las ilusiones, eso ella lo sabe. Por eso, cuando sueña, siente el mismo abismo que cuando no sueña, solo atina a acostar su cabeza en la tierra, como quien es ajeno a los designios de la providencia. Si no hace eso, el mundo no se evapora: persiste en la dolorosa esfericidad de su impronta (23).

Tal vez, pensándolo mejor, no es justo simplificar con el epíteto de “lenguaje poético” a varios largos pasajes –generalmente al inicio de cada capítulo– de esta novela. Se trata, en todo caso, de un estilo muy alejado –y no por ello mejor ni peor– del estilo dominante en la narrativa boliviana y latinoamericana actual signado, este último, por la austeridad de lenguaje, el énfasis en la naturalización de situaciones y diálogos y en la mayor simplicidad posible; es, entonces la de Manubiduyepe una prosa detenida y frondosa: pensada y cincelada hasta el límite (como seguro, con objetivos contrarios, la escritura predominante de la que hablábamos); resultado no ya solo de una rigurosidad extrema, sino de un compromiso ontológico.

La segunda de las tres partes de esta novela tiene un epígrafe de Jesús Urzagasti: “Qué de extraño que, más temprano que tarde me volviera curandero y terminara sanándome a mí mismo…”. Si algo le debe Piñeiro al chaqueño (influencia no escasa pero tampoco invasiva) es precisamente la coherencia, cohesión idea-trama-lenguaje; la certeza de los demás; la particular capacidad de observación-interpretación de las vidas ajenas en su existir, en su dinámica con la naturaleza. Igual que en la prosa de Urzagasti, se halla en esta novela frases y párrafos dignos de subrayar, delicadamente concebidos y plasmados.

El tiempo se transforma en música, más propiamente en un tono, en una nota que altera la materia y expande y contrae lo que no se mueve. El tiempo es la música que reverbera en la materia y eso solo se puede describir cuando uno descubre el brillo de su propia existencia. Cuando uno halla lo que no se mueve, lo que no cambia, lo que es (74).

VII

Volvamos a los personajes. Un policía que patrulla la desolada frontera junto a un mono al que le da grado y uniforme; una mujer-árbol proscrita y condenada a vagar en la selva por una extraña enfermedad en la piel; dos hermanos gemelos predestinados a la tragedia y cuyo padre tiene a Bruce Lee como líder espiritual; un transexual bipolar que o bien se disfraza de oso o apenas viste lencería y tacones de aguja… y un despiadado narcotraficante que de tanto poder ya no halla qué más tener en su manos y a sus pies. Y, claro, Yamuriniti Diojorejepe, el sabio hechicero que, sin protagonismo central, determina, de alguna manera, el devenir de cada quien. Personajes todos estos que se hallan enfrentados –justo cuando toca a los narradores narrarlos– a un inminente momento culmen, a una transformación definitiva que, finalmente, no termina sino dejándolos en un lugar diametralmente opuesto, sí; pero, a la vez, al mismo nivel que antes (¿o no?).

La vida, el mundo son, como coinciden tantas cosmovisiones milenarias, un eterno círculo que se hace y deshace al avanzar. La vida, el mundo, según tantas –o acaso todas– las cosmovisiones son, además, un cúmulo de dualidades complementarias. Gran don, terrible don; pues, como bien experimenta Piñari, no se puede vencer al cansancio de cargar con un cuerpo [el propio] a cuestas: “No es fácil vivir siendo dos, porque tarde o temprano uno se alimenta del otro” (26). Dualidad implícita en Miguel-Nancy; dualidad intrínseca de Policarpio Murayana; dualidad fatal en Bruceley-Brucelyn.

Eterno círculo, dualidad complementaria, decíamos. Y viene entonces a colación la ética y estética del flujo continuo, de reciprocidad y bidireccionalidad con que se abre y cierra la novela: “Luz azul”, poema palíndromo: “Luz azul, soledad, / aroma, dama de sal. / Seré soñada luna, luz azul (…) luz azul, anula daños / eres la sed amada. / Morada de los luz azul…” (15 y 278). 

VIII

Tiene, Manubiduyepe algo de reconstrucción social y antropológica de Cobija y la selva pandina; abundan rasgos que para el incauto lector podrían pasar por realismo mágico, pero en realidad es una crónica concebida desde el deslumbramiento de un encuentro (casi) imposible; desde la mirada sorprendida e inocente, primero, de un colla foráneo, y desde su inquebrantable curiosidad, después, en pos de desentrañar este “lejano” universo, tan cercano a la vez. No todo lo que parece sobrenatural, imposible, irracional, a ojos profanos, lo es.

Es, también, Manubiduyepe, un inventario de personajes y, por tanto, peculiaridades de la selva boliviana: idiosincrasias, sabidurías. Una ficción conformada por los mejores rasgos del viejo naturalismo: rigurosidad de observación, aprehensión y transmisión pero, indudablemente, aferrada a los registros de lo sobrenatural. En este punto valga una breve analogía con Cuando Sara Chura despierte (2003), primera novela de Piñeiro a la que muchos, planteando características como las recién descritas, describen como neobarroco. Las similitudes, como se verá, trascienden a diversos planos[1].

¿Es Cuando Sara Chura despierte un quiebre en el “realismo urbano” ya asentado para 2003, cuando se publicó, y que continúa vigente?

Es una novela  lúdica, lindante en el absurdo y lo caricaturesco, pero a la vez, profundamente reflexiva y rigurosa; es una novela fantástica, pero a la vez inmune al estereotipo del realismo mágico. Es una novela que ensalza la posibilidad de lo ambiguo, de lo voluble; la posibilidad del cambio infinito, de la multiplicidad. Y es una novela que reivindica a la muerte y a los muertos como presencias más que como ausencias.

Para lograr enlazar este complejo universo narrativo temático, Piñeiro toma una arriesgada decisión: diseña una estructura alternada y paralela, según la perspectiva de cada personaje, es decir, variando en cada una de las cinco partes que, no obstante, están todas relatadas por el mismo narrador ajeno –que no omnisciente pues, ¿acaso hay alguna ubicuidad en esta novela que no sea Sara Chura?– que lleva la voz principal y la cede solo en determinados pasajes.

IX

En su poema “Las tres voces de Arlindo Paruma”, el pandino Ramón Campos Tibi escribe: “…Mira hijo, si la vida lo tiene todo, / el hombre solo tiene que vivirla. / Y si no sabe vivirla, es como un tronco seco. / ¿No miras, acaso, cómo vive la selva? / ¿No miras, acaso, cómo baila?...”.

Retomando a Xingjian, es, además Manubiduyepe, en forma tangencial, pero rotunda y definitiva, una denuncia contra las amenazas a la naturaleza, a la vida pura y simple –acaso la única en verdad aceptable–. Un grito desesperado por la utopía de lo genuino.

X

¿Escribió este libro Juan Pablo Piñeiro, un paceño que en el trópico pandino suda como “esponja exprimida”? ¿O simplemente, como sus narradores y el mono que escribe las palabras sacadas de una cajita, se limitó a canalizar las historias ya escritas en este transcurrir irrefrenable que nos contiene?

 

 



[1] Los siguientes tres párrafos son parte Zelaya, M. “1997-2007: Cambio de ritmo”. En 2017 Chávez, Gabriel (comp.) Un río que crece. 60 años en la literatura boliviana. La Paz: Asoban-Plural. Pág. 115-151.

domingo, 12 de abril de 2020

Apuntes sobre Los años invisibles



“La culpa está hecha de la misma basura que la memoria”


Una lectura de la nueva novela de Rodrigo Hasbún que El Cuervo acaba de publicar en Bolivia.


Martín Zelaya

1
Es 1997. Ladislao tiene 17 años y está en el último curso de un colegio exclusivo de Cochabamba. Quiere ser cineasta y experimenta ideando un videoclip para la banda de rock de sus amigos. Empieza a salir con Joan, su profesora de inglés, una gringa treintañera que lo inicia sexualmente y, de algún modo, redefine su vida. Andrea, su compañera de curso, se entera que está embarazada y a los pocos días aborta. En medio de esa crisis, decide organizar una gran fiesta en la piscina de su casa; fiesta que, definitivamente, trastoca su vida.
Hasta ahí –la primera de cinco partes– Los años invisibles es una novela de formación que bebe mucho de Río Fugitivo y Un mundo para Julius: Cochabamba de fines del siglo pasado y familias privilegiadas al margen de la crisis total del país, en el primer caso; retratos a profundidad de adolescentes que buscan desmarcarse de la dinámica familiar y de “alta sociedad”, como ocurre con el protagonista de la novela de Bryce Echenique. Valga recalcar que Hasbún, al contrario de Paz Soldán, trabaja en personajes más desinhibidos y mucho menos inocentes en relación a Roby el ejemplar hijo y estudiante de Río Fugitivo.
En la segunda parte nos enteramos que “Ladislao” y “Andrea” son en realidad los personajes de una novela en la que el narrador –“Julián” – retrata a sus compañeros y amigos; aunque con nombres cambiados, al parecer refleja fielmente lo que fue de ellos. Nótese otro guiño a la obra de Paz Soldán, en la que Roby también escribe una ficción sobre su alter ego, Mario Martínez, que vive en una Cochabamba disfrazada de Río Fugitivo.
Veintiún años después, “Andrea” visita a “Julián” en Houston, EEUU y en una larga y definitoria velada de alcohol y revelaciones, reconstruyen los sucesos de aquel “marzo de mierda”, cuando la fiesta juvenil marcó el destino de muchos. Hasta ahí lo que interesa contar de la trama que se intercala en planos y realidades en las tres siguientes secciones.

2
Fiel a su estilo, Rodrigo Hasbún dibuja muy bien los universos íntimos de sus personajes; les dota de alta credibilidad en cuanto a idiosincrasia, modos, temores y transgresiones, y refleja bien la época y entorno que le tocaron vivir (en 1997 él tenía casi la misma edad que “Julián”). Como es esperable, también en todo texto el lenguaje es prolijo, en líneas generales, aunque daría la impresión que algo menos trabajado y pulido, sobre todo en los capítulos de la metaficción. No obstante una vez avanzado el libro, uno se pregunta si esta debilidad no es más que aparente y diseñada, puesto que “Julián” no tiene, finalmente, por qué ser un buen escritor.
En un momento de la charla “Andrea” le dice:
“…pero en tu versión hay demasiada literatura… los personajes no se sienten de verdad, es difícil conectar con ellos”. Y de inmediato él reflexiona: “Creí que escribir sobre esa época me liberaría, que aligeraría el peso de los años invisibles, pero a menudo siento que ha sucedido justo lo contrario”. (80)

Si quisiéramos definir en pocas palabras la primera novela de Hasbún, El lugar del cuerpo, podríamos decir que en ella escribe sobre escribir, por un lado; y sobre vivir, sobre todo, de la mano de la historia de vida de una boliviana arraigada en el exterior. En cambio Los afectos, la segunda, la podemos sintetizar como una novela de memoria e historia, de mentalidades y sentimientos, de personalidades y relacionamientos humanos; de afectos propios y filiales, de afectos de pareja y a la causa: a los ideales. Salvo en esto último, podemos corroborar que en esta tercera novela, las búsquedas y motivaciones persisten.

3
Los años invisibles es una reflexión sobre la juventud: el momento de construcción; sobre la que comúnmente romantizamos como “la mejor etapa de nuestras vidas”; sobre el tiempo de la familia. A ello Hasbún vuelve una y otra vez en sus cuentos y novelas.
Es, este libro que El Cuervo editó hace poco junto a Random House, una revelación de la soledad a la que estamos enfrentados –¿condenados?– lo queramos o no. Es una visión pesimista de la vida: el pasado, la memoria, las ilusiones, el matrimonio. Es, a fin de cuentas, la confesión de escepticismo y extremo pragmatismo de un desencantado irredimible. ¿Rodrigo? ¿”Julián”?
“Todo lo que entra en el pasado se vuelve irreal, una mentira en la que algunos coinciden a veces (…) Ya somos casi cuarentones, la edad en la que la mayoría mira hacia atrás y descubre que pudo haberlo hecho mejor, que el juego iba en serio”. (71)
“A mí me perturba más mirar hacia atrás que hacia adelante. Todos piensan que el pasado es menos incierto, que el pasado es una especie de refugio a donde podemos ir corriendo cada vez que las cosas salen mal. A mí eso me parece una idiotez (…) lo que cada uno de nosotros terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más incide…” (79-80)

Vuelve, además, Hasbún, y ya hablando de estilo, a una técnica que domina con pericia y lo distingue: el narrador –por lo general también protagonista– comenta lo que acaba de suceder(le); una suerte de glosa en soliloquio.
“…Sonrío, porque esas fotos no se publicaron en ninguna parte. ¿Es posible que sepa meterse en computadoras ajenas? ¿Es posible que haya visto lo que yo tengo en la mía, que haya estudiado mi historial, que haya leído mi diario? [Cavila “Julián” sobre “”Andrea”] Me hago esas preguntas y, recordando esas fotos que no sé si vio, vuelvo a pensar que los matrimonios son largas ceremonias de desenmascaramiento. Después de las fantasías del enamoramiento inicial, sucede el realismo duro de dos personas arrancándose los disfraces la una a la otra…”. (77)

Aunque esta peculiaridad de sus personajes es natural tanto en el contexto narrativo de la obra como en la realidad ficcional, en lo externo no es del todo verosímil que todos o casi todos los protagonistas –hombres y mujeres comunes y corrientes– tengan tal nivel de lucidez filosófica y capacidad de abstracción.
Hasbún dialoga, juega con su propia novela –y con la novela dentro de la novela– y ejercita así una especie de autocrítica, a modo de intertexto, en esa delgada línea autor-narrador-personaje: “Julián” se da cuenta, tras la cadena de epifanías propiciadas por “Andrea”, que de pronto el primer capítulo de su novela, al que ella tuvo acceso, no es tan bueno como supuso. Aquí vale rescatar un extracto de una reciente entrevista que le hicieron a Rodrigo en la revista colombiana Libros y Letras: Pablo Concha le pregunta sobre “Ladislao”, personaje que ya había aparecido en uno de sus primeros cuentos, y él le responde: “escribí el cuento hace más de diez años, lo que quiere decir que fue otro quien lo escribió. En ese sentido, volví a ese material un poco como si me acercara a él por primera vez”.

4
Esta tercera novela consolida al autor de Los días más felices como un exhaustivo observador de las vidas; de las peculiaridades internas y externas de la gente; de los detalles que predeterminan coyunturas y contextos; de las reacciones –sobre todo– que provocan en cada quien la suma de sucesos, causas y azares.
Nuestro transcurrir, parecería concluir Hasbún en muchos de sus textos, no es más que un predeterminado fracaso general salpicado de pequeños triunfos a los que –tristemente en vano– tratamos de aferrarnos… y eso transmite en esencia el encuentro de “Julián” y “Andrea”, el cenit de Los años invisibles, ese momento bisagra al que el narrador pretende rehuir oculto tras una coraza mental al final poco efectiva, y que de pronto le sirve al menos para cerrar heridas y voltear una pesada página.
Lúcida y curtida por una vida extrema, “Andrea” se da cuenta de todo con solo mirarlo:
“Tienes demasiada culpa y quieres que te perdonen y eso es lo que más veo en tu novela, aunque te esfuerces tanto por ocultarlo (…) la culpa está hecha de la misma basura que la memoria, ninguna de las dos sirve”. (155)

Siendo también un sello personal suyo, Hasbún no deja de interpelar(se) y lanzar el guante: “¿con qué soñaremos cuando todo se vuelva visible?”, pregunta, parafraseando a Paul Virilio y luego sigue, ya por sí mismo:
“¿A quién encontraremos del otro lado de las cosas cuando no tengamos nada que ocultar?”. (84)
“¿Somos las preguntas que nos hacemos? ¿Somos más bien las preguntas que no tenemos el valor de hacernos?”. (110)
“¿Ver es algo que en verdad se puede aprender, o [solo] algunos nacen con esa capacidad?”. (138)


Sobre Días detenidos de Guillermo Ruiz



¿Qué somos sino el tiempo vivido?


Una reflexión en torno a la obra que ganó el Premio Nacional de Novela 2019.



Martín Zelaya

En su bella Austerlitz, W.G. Sebald escribe:

“… la oscuridad no se desvanece sino que se espesa al pensar lo poco que podemos retener, cuántas cosas y cuánto caen continuamente en el olvido, al extinguirse cada vida, cómo el mundo, por decirlo así, se vacía a sí mismo, porque las historias unidas a innumerables lugares y objetos, que no tienen capacidad para recordar, no son oídas, descritas ni transmitidas por nadie…”.

Lea, boliviana inmigrante en Francia, vuelve a La Paz para despedirse de su madre moribunda. Mientras reconstruye su pasado: la infancia junto a sus padres y su hermano Lauro, la vida de sus padres y abuelos (su origen y antecedentes), empieza a contar en un bien hilvanado intertexto –y siempre en primera persona– su vida en Europa junto a su esposo Raphael y la traumática ruptura que le hizo “huir” con su hijo Nico.

Novela de regreso, de ajuste de cuentas, Días detenidos de Guillermo Ruiz es, además, una rigurosa exploración de personajes –siempre desde la mirada acuciosa de Lea– al punto que da la impresión de que el pasado no deja nunca de estar presente, a veces demasiado, impostando incluso el futuro posible.

“¿Qué mejor refugio que un pasado feliz? Un pasado que no es recordado, sino que irrumpe en el presente y se vuelve realidad”. (118)


Entre complejas introspecciones a los personajes en las que se cometen ciertos excesos –autorreferencias demasiado coloquiales y algún que otro altibajo en la por lo general solvente construcción de subtramas que van desde lo policial al suspense o incluso con visos de novela política– el XIX Premio Nacional de Novela cumple con creces uno de los mayores retos de este género: se lee rápidamente y se disfruta.

Lea lucha contra el vacío inevitable que parece llenar la vida de todos a cierta edad: cuando renuncias a ser y simplemente estás; cuando vives solo para ser parte de una rutina-familia-sociedad; cuando no te queda algo de ti para ti mismo.

“…los mecanismos de defensa y de supervivencia que nos impone la vida tienen algo de la voracidad de la naturaleza”. (92)

Vive, además, ante la constante amenaza de la locura… de ese escape total y final que se cierne cada vez con mayor peligro, y no solo por su coyuntura (no viene a cuento adelantar algo de la “trama europea” de la novela) sino, como luego lo descubre, por un atemorizante sino genético.

En medio de una trama con fuerte matiz psicológico intimista, se cuelan diálogos y descripciones de La Paz y los paceños en los que excepcionalmente –en un marco general resuelto con pericia– aparecen algunos clichés notoriamente atribuidos a la sesgada percepción de un boliviano que vive ya mucho tiempo afuera. Esto en el caso de Lea sería no solo entendible sino quizás necesario; pero no así en el caso de Guillermo Ruiz, quien quizás pudo evitar algún leve desliz haciendo caso a una pertinente reflexión que puso en la voz de su protagonista –escritora frustrada ella–: “En los libros hay que eludir los lugares comunes, pero en la vida, en la mediocre vida, son inevitables”. (9)

Lea –no hay dónde perderse, esta es una obra de personajes– es una nihilista ensimismada; era ya “europea de mente” antes de irse. Y en su pretendido retorno busca que esa certeza le remuerda y pese; busca un castigo por su narcisismo y desfachatez, aunque en el fondo nunca reniega ni se arrepiente.

Las raíces familiares-culturales-sociales-políticas-nacionales además de afianzarnos y constituirnos, pueden también encadenarnos y hundirnos. Lea lucha sabiéndose derrotada de antemano. Pocos personajes femeninos tan entrañables se han creado en la literatura boliviana reciente.

“Qué extraña es la memoria, pensé. ¿Por qué algunas cosas las recordaba con nitidez y otras habían desaparecido tan limpiamente que era como si nunca hubiesen pasado? (…) El tiempo es una ilusión de la memoria, y la memoria una niebla que a veces revela y otras oculta. Así que todo lo que somos o creemos ser (¿qué somos sino el tiempo vivido?) es la proyección de una bocanada de humo. No un fantasma, sino la sombra de un fantasma”. (184)



Los errantes de Olga Tokarczuk



Cuerpo, movimiento, muerte

Martín Zelaya


El constante desplazamiento –movimiento perpetuo, diría Monterroso– como única certeza de subsistencia; como fuga y búsqueda eterna. El viaje como paradigma de la vida. La errancia como la más real opción de trascendencia. La escritura como desplazamiento…
Ese es el círculo eterno sobre el que gira Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga Tokarczuk, la escritora polaca ganadora, en 2019, del Premio Nobel de Literatura 2018 (ya sabemos todo el rollo de la academia sueca). El libro transcurre, entonces, entre fragmentos y episodios. Estaciones de partida y llegada, pero ante todo de paso, en las que se interponen historias en diferentes voces y ámbitos:
Philip Verheyen, anatomista flamenco que conserva su pierna amputada en un frasco y le habla y le venera y le escribe cartas como esta:
“¿Por qué me duele aquello que no existe? ¿Por qué noto esa falta, siento esa ausencia? ¿Estaremos condenados a ser un todo y cada desmembramiento, cada descuartizamiento, no es más que una apariencia que solo se manifiesta en la superficie, mientras que por debajo el plan se mantiene intacto e invariable? ¿No sigue perteneciendo acaso a un todo el más insignificante fragmento?”. (205)
O la historia de Kunicki, que pierde por algunos días a su mujer e hijo en una isla vacacional, y de cómo el misterio que rodea a las horas de ausencia jamás abandona su vida.
Y del doctor Blau que va tras los pasos de un genial taxidermista recién fallecido y cuyo largo y ambicioso viaje se trunca cuando la viuda de aquel intenta seducirlo.
 “Cada parte del cuerpo merece un sitio en la memoria. Cada cuerpo humano, la perdurabilidad. Es un escándalo que sea tan frágil y delicado. Es un escándalo que se lo deje pudrir bajo tierra o ser pasto de las llamas, que se lo queme como se hace con la basura. Si del doctor Blau dependiera, habría creado el mundo de manera diferente: el alma podría ser mortal, al fin y al cabo, ¿qué provecho sacamos de ella?, no así el cuerpo, este debiera ser inmortal”. (127)
Y la historia de Annushka, madre y esposa ejemplar de un niño enfermo y un marido traumado por la guerra, que sale un día a hacer diligencias y decide no volver más, perdiéndose para siempre en la inmensidad del metro de Moscú.
O las increíbles circunstancias en torno al entierro de Chopin; o la triste misión de la bióloga polaca que vuelve a su país tras varias décadas solo para ayudar a su amor de juventud a morir dignamente… Todo matizado por anotaciones y relatos en primera persona, siempre en torno a nuevos destinos y aeropuertos. Al viaje… al movimiento.
“Contonéate, muévete, no dejes de moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y petrificado, sobre lo inerte y quieto”. (250)

Pero hay otro eje fundamental: la muerte; en realidad, la presencia tras la muerte, lo que queda del cuerpo, ante la imposibilidad e inasibilidad del alma. Y es por eso que no pocas historias giran en torno a taxidermistas, disecadores, embalsamadores… al intento desesperado, instintivo, por entender, por preservar el cuerpo ante la muerte.
“Ruysch convertía al ser humano en un cuerpo y lo despojaba de todo misterio ante nuestros ojos; lo descomponía en elementos primarios como si desmontara un complicado reloj. El pavor de la muerte se desvanecía. Nada que temer. Somos un mecanismo, algo así como el reloj de Huygens”. (196)

Decíamos al inicio, y con esto queremos cerrar, que el constante desplazamiento marca el tono de este libro; la errancia que, como lo aclara la autora, es también una suerte de condena en clave de paradoja:
“…El mío se llama Síndrome de Desintoxicación Perseverante. Traducido de forma directa y nada ingeniosa, significa que en esencia la conciencia insiste en regresar una y otra vez a ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. (21)