Cuerpo, movimiento,
muerte
Martín Zelaya
El constante desplazamiento –movimiento perpetuo, diría
Monterroso– como única certeza de subsistencia; como fuga y búsqueda eterna. El
viaje como paradigma de la vida. La errancia como la más real opción de
trascendencia. La escritura como desplazamiento…
Ese es el círculo eterno sobre el que gira Los errantes (Anagrama, 2019) de Olga
Tokarczuk, la escritora polaca ganadora, en 2019, del Premio Nobel de
Literatura 2018 (ya sabemos todo el rollo de la academia sueca). El libro
transcurre, entonces, entre fragmentos y episodios. Estaciones de partida y
llegada, pero ante todo de paso, en las que se interponen historias en
diferentes voces y ámbitos:
Philip Verheyen, anatomista flamenco que conserva su pierna
amputada en un frasco y le habla y le venera y le escribe cartas como esta:
“¿Por qué me duele aquello que no
existe? ¿Por qué noto esa falta, siento esa ausencia? ¿Estaremos condenados a
ser un todo y cada desmembramiento, cada descuartizamiento, no es más que una
apariencia que solo se manifiesta en la superficie, mientras que por debajo el
plan se mantiene intacto e invariable? ¿No sigue perteneciendo acaso a un todo
el más insignificante fragmento?”. (205)
O la historia de Kunicki, que pierde por algunos días a su
mujer e hijo en una isla vacacional, y de cómo el misterio que rodea a las
horas de ausencia jamás abandona su vida.
Y del doctor Blau que va tras los pasos de un genial
taxidermista recién fallecido y cuyo largo y ambicioso viaje se trunca cuando
la viuda de aquel intenta seducirlo.
“Cada parte del cuerpo merece un sitio en la
memoria. Cada cuerpo humano, la perdurabilidad. Es un escándalo que sea tan
frágil y delicado. Es un escándalo que se lo deje pudrir bajo tierra o ser
pasto de las llamas, que se lo queme como se hace con la basura. Si del doctor
Blau dependiera, habría creado el mundo de manera diferente: el alma podría ser
mortal, al fin y al cabo, ¿qué provecho sacamos de ella?, no así el cuerpo,
este debiera ser inmortal”. (127)
Y la historia de Annushka, madre y esposa ejemplar de un
niño enfermo y un marido traumado por la guerra, que sale un día a hacer
diligencias y decide no volver más, perdiéndose para siempre en la inmensidad
del metro de Moscú.
O las increíbles circunstancias en torno al entierro de
Chopin; o la triste misión de la bióloga polaca que vuelve a su país tras
varias décadas solo para ayudar a su amor de juventud a morir dignamente… Todo matizado
por anotaciones y relatos en primera persona, siempre en torno a nuevos
destinos y aeropuertos. Al viaje… al movimiento.
“Contonéate, muévete, no dejes de
moverte. Solo así lo despistarás. Quien rige los destinos del mundo no tiene
poder sobre el movimiento y sabe que nuestro cuerpo al moverse es sagrado, solo
escaparás de él mientras te estés moviendo. Ejerce su poder sobre lo inmóvil y
petrificado, sobre lo inerte y quieto”. (250)
Pero hay otro eje fundamental: la muerte; en realidad, la presencia
tras la muerte, lo que queda del cuerpo, ante la imposibilidad e inasibilidad
del alma. Y es por eso que no pocas historias giran en torno a taxidermistas,
disecadores, embalsamadores… al intento desesperado, instintivo, por entender,
por preservar el cuerpo ante la muerte.
“Ruysch convertía al ser humano
en un cuerpo y lo despojaba de todo misterio ante nuestros ojos; lo descomponía
en elementos primarios como si desmontara un complicado reloj. El pavor de la
muerte se desvanecía. Nada que temer. Somos un mecanismo, algo así como el
reloj de Huygens”. (196)
Decíamos al inicio, y con esto queremos cerrar, que el constante
desplazamiento marca el tono de este libro; la errancia que, como lo aclara la
autora, es también una suerte de condena en clave de paradoja:
“…El mío se llama Síndrome de
Desintoxicación Perseverante. Traducido de forma directa y nada ingeniosa,
significa que en esencia la conciencia insiste en regresar una y otra vez a
ciertas ideas o, incluso, en buscarlas compulsivamente”. (21)
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