“La culpa está hecha de la misma basura que la memoria”
Una lectura de la nueva novela de Rodrigo Hasbún que El Cuervo acaba de publicar en Bolivia.
Martín Zelaya
1
Es 1997. Ladislao tiene 17 años y está en el último curso de
un colegio exclusivo de Cochabamba. Quiere ser cineasta y experimenta ideando
un videoclip para la banda de rock de sus amigos. Empieza a salir con Joan, su
profesora de inglés, una gringa treintañera que lo inicia sexualmente y, de
algún modo, redefine su vida. Andrea, su compañera de curso, se entera que está
embarazada y a los pocos días aborta. En medio de esa crisis, decide organizar
una gran fiesta en la piscina de su casa; fiesta que, definitivamente, trastoca
su vida.
Hasta ahí –la primera de cinco partes– Los años invisibles es una novela de formación que bebe mucho de Río Fugitivo y Un mundo para Julius: Cochabamba de fines del siglo pasado y
familias privilegiadas al margen de la crisis total del país, en el primer caso;
retratos a profundidad de adolescentes que buscan desmarcarse de la dinámica
familiar y de “alta sociedad”, como ocurre con el protagonista de la novela de
Bryce Echenique. Valga recalcar que Hasbún, al contrario de Paz Soldán, trabaja
en personajes más desinhibidos y mucho menos inocentes en relación a Roby el
ejemplar hijo y estudiante de Río
Fugitivo.
En la segunda parte nos enteramos que “Ladislao” y “Andrea” son
en realidad los personajes de una novela en la que el narrador –“Julián” –
retrata a sus compañeros y amigos; aunque con nombres cambiados, al parecer
refleja fielmente lo que fue de ellos. Nótese otro guiño a la obra de Paz
Soldán, en la que Roby también escribe una ficción sobre su alter ego, Mario
Martínez, que vive en una Cochabamba disfrazada de Río Fugitivo.
Veintiún años después, “Andrea” visita a “Julián” en
Houston, EEUU y en una larga y definitoria velada de alcohol y revelaciones,
reconstruyen los sucesos de aquel “marzo de mierda”, cuando la fiesta juvenil
marcó el destino de muchos. Hasta ahí lo que interesa contar de la trama que se
intercala en planos y realidades en las tres siguientes secciones.
2
Fiel a su estilo, Rodrigo Hasbún dibuja muy bien los
universos íntimos de sus personajes; les dota de alta credibilidad en cuanto a
idiosincrasia, modos, temores y transgresiones, y refleja bien la época y
entorno que le tocaron vivir (en 1997 él tenía casi la misma edad que
“Julián”). Como es esperable, también en todo texto el lenguaje es prolijo, en
líneas generales, aunque daría la impresión que algo menos trabajado y pulido,
sobre todo en los capítulos de la metaficción. No obstante una vez avanzado el
libro, uno se pregunta si esta debilidad no es más que aparente y diseñada,
puesto que “Julián” no tiene, finalmente, por qué ser un buen escritor.
En un momento de la charla “Andrea” le dice:
“…pero en tu versión hay
demasiada literatura… los personajes no se sienten de verdad, es difícil
conectar con ellos”. Y de inmediato él reflexiona: “Creí que escribir sobre esa
época me liberaría, que aligeraría el peso de los años invisibles, pero a
menudo siento que ha sucedido justo lo contrario”. (80)
Si quisiéramos definir en pocas palabras la primera novela
de Hasbún, El lugar del cuerpo,
podríamos decir que en ella escribe sobre escribir, por un lado; y sobre vivir,
sobre todo, de la mano de la historia de vida de una boliviana arraigada en el exterior.
En cambio Los afectos, la segunda, la
podemos sintetizar como una novela de memoria e historia, de mentalidades y
sentimientos, de personalidades y relacionamientos humanos; de afectos propios
y filiales, de afectos de pareja y a la causa: a los ideales. Salvo en esto
último, podemos corroborar que en esta tercera novela, las búsquedas y
motivaciones persisten.
3
Los años invisibles
es una reflexión sobre la juventud: el momento de construcción; sobre la que
comúnmente romantizamos como “la mejor etapa de nuestras vidas”; sobre el
tiempo de la familia. A ello Hasbún vuelve una y otra vez en sus cuentos y
novelas.
Es, este libro que El Cuervo editó hace poco junto a Random
House, una revelación de la soledad a la que estamos enfrentados –¿condenados?–
lo queramos o no. Es una visión pesimista de la vida: el pasado, la memoria,
las ilusiones, el matrimonio. Es, a fin de cuentas, la confesión de
escepticismo y extremo pragmatismo de un desencantado irredimible. ¿Rodrigo? ¿”Julián”?
“Todo lo que entra en el pasado
se vuelve irreal, una mentira en la que algunos coinciden a veces (…) Ya somos
casi cuarentones, la edad en la que la mayoría mira hacia atrás y descubre que
pudo haberlo hecho mejor, que el juego iba en serio”. (71)
“A mí me perturba más mirar hacia
atrás que hacia adelante. Todos piensan que el pasado es menos incierto, que el
pasado es una especie de refugio a donde podemos ir corriendo cada vez que las
cosas salen mal. A mí eso me parece una idiotez (…) lo que cada uno de nosotros
terminó siendo tiene poco que ver con lo que hemos sido antes. Lo que define lo
que terminamos siendo es lo que no vemos venir, los accidentes son lo que más
incide…” (79-80)
Vuelve, además, Hasbún, y ya hablando de estilo, a una
técnica que domina con pericia y lo distingue: el narrador –por lo general
también protagonista– comenta lo que acaba de suceder(le); una suerte de glosa
en soliloquio.
“…Sonrío, porque esas fotos no se
publicaron en ninguna parte. ¿Es posible que sepa meterse en computadoras
ajenas? ¿Es posible que haya visto lo que yo tengo en la mía, que haya
estudiado mi historial, que haya leído mi diario? [Cavila “Julián” sobre “”Andrea”]
Me hago esas preguntas y, recordando esas fotos que no sé si vio, vuelvo a pensar
que los matrimonios son largas ceremonias de desenmascaramiento. Después de las
fantasías del enamoramiento inicial, sucede el realismo duro de dos personas
arrancándose los disfraces la una a la otra…”. (77)
Aunque esta peculiaridad de sus personajes es natural tanto en
el contexto narrativo de la obra como en la realidad ficcional, en lo externo no
es del todo verosímil que todos o casi todos los protagonistas –hombres y
mujeres comunes y corrientes– tengan tal nivel de lucidez filosófica y
capacidad de abstracción.
Hasbún dialoga, juega con su propia novela –y con la novela
dentro de la novela– y ejercita así una especie de autocrítica, a modo de
intertexto, en esa delgada línea autor-narrador-personaje: “Julián” se da
cuenta, tras la cadena de epifanías propiciadas por “Andrea”, que de pronto el
primer capítulo de su novela, al que ella tuvo acceso, no es tan bueno como
supuso. Aquí vale rescatar un extracto de una reciente entrevista que le
hicieron a Rodrigo en la revista colombiana Libros
y Letras: Pablo Concha le pregunta sobre “Ladislao”, personaje que ya había
aparecido en uno de sus primeros cuentos, y él le responde: “escribí el cuento
hace más de diez años, lo que quiere decir que fue otro quien lo escribió. En
ese sentido, volví a ese material un poco como si me acercara a él por primera
vez”.
4
Esta tercera novela consolida al autor de Los días más felices como un exhaustivo observador
de las vidas; de las peculiaridades internas y externas de la gente; de los detalles
que predeterminan coyunturas y contextos; de las reacciones –sobre todo– que
provocan en cada quien la suma de sucesos, causas y azares.
Nuestro transcurrir, parecería concluir Hasbún en muchos de
sus textos, no es más que un predeterminado fracaso general salpicado de
pequeños triunfos a los que –tristemente en vano– tratamos de aferrarnos… y eso
transmite en esencia el encuentro de “Julián” y “Andrea”, el cenit de Los años invisibles, ese momento bisagra
al que el narrador pretende rehuir oculto tras una coraza mental al final poco
efectiva, y que de pronto le sirve al menos para cerrar heridas y voltear una
pesada página.
Lúcida y curtida por una vida extrema, “Andrea” se da cuenta
de todo con solo mirarlo:
“Tienes demasiada culpa y quieres
que te perdonen y eso es lo que más veo en tu novela, aunque te esfuerces tanto
por ocultarlo (…) la culpa está hecha de la misma basura que la memoria,
ninguna de las dos sirve”. (155)
Siendo también un sello personal suyo, Hasbún no deja de interpelar(se)
y lanzar el guante: “¿con qué soñaremos cuando todo se vuelva visible?”, pregunta,
parafraseando a Paul Virilio y luego sigue, ya por sí mismo:
“¿A quién encontraremos del otro
lado de las cosas cuando no tengamos nada que ocultar?”. (84)
“¿Somos las preguntas que nos
hacemos? ¿Somos más bien las preguntas que no tenemos el valor de hacernos?”.
(110)
“¿Ver es algo que en verdad se
puede aprender, o [solo] algunos nacen con esa capacidad?”. (138)
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