[Mal de ruina]
A raíz del libro Nonato Lyra que la editorial La Mariposa Mundial acaba de publicar, en su colección Papeles de Antaño, van estos apuntes con la sombra del dedo en el corazón de un archivo.
Rodolfo Ortiz
Hay una subversión conmovedora que se produce cuando un
lector entra en el taller de un escritor y se atreve a leer sobre sus hombros. Sin embargo, en Borda esta imagen tiene su
dosis de atopía, pues ese lector tiene que vérselas con los pedazos caóticos de
papeles de un archivo póstumo sin ese punto arquimédico de los hombros de un
escritor.
Al igual que Macedonio Fernández, Arturo Borda fue un
autor que favoreció siempre la multiplicación o, para seguir la raíz de fautor que se insinúa, fue un
favorecedor. Este es el sentido de archivo póstumo que, entiendo, se articula a
la interrogante de mirar sin un punto de apoyo, o mejor, de asumir varios
puntos arquimédicos a partir de los cuales es viable producir una lectura
desplazada de esos lugares de impronta (y de imprenta) desde los cuales
comenzaría una historia posible de su concepción. Una aproximación de este
tipo, entonces, lee sobre las marcas, huellas o indicios que metonímicamente
nos hablan de ese alguien que alguna vez estuvo allí vehiculizando sentidos
sobre un material “mental” ahora observable. Pero el rol de ese sujeto es
también in-formar, en el sentido de la formación interior de la historia de un
archivo, que la cuestión misma de esas huellas y estigmas no es una cuestión
del pasado sino del porvenir. Hay una mesianicidad espectral que trabaja en el
concepto de archivo y este sentido llega a ser interesante al enfrentar un
archivo póstumo como el de Arturo Borda, que en todo caso y en todo momento
sugiere la cuestión del porvenir y la promesa, antes bien que la remisión a los
indicios de una memoria consignada o de la fidelidad a una tradición.
Un archivo póstumo tiene que ver con ciertos lugares
inconjuntos que constituyen la huella visible del proceso creativo de una obra.
Su “gesto inaugural”, si vale el término, es abrir una lectura de sus comienzos
y de sus finales también como comienzos. Derrida señala que la palabra archivo
en su raíz etimológica de arkhé
nombra al mismo tiempo el comienzo y el mandato. El principio según la
naturaleza o la historia, pero también el principio según la ley, allí donde se
ejerce la autoridad, el orden social, el principio nomológico. Para Derrida,
además, el sentido de archivo proviene también del griego arkheîon: en primer lugar, una casa, una residencia de los
magistrados superiores, los “arcontes”, como don Gunnar Mendoza para darle
cierto color local a esta idea. Los arcontes eran no solo los guardianes del
archivo sino también quienes ejercían mandato, pues se les concedía el derecho,
la competencia y el poder de interpretar tales archivos. Esta dimensión
arcóntica de la domiciliación y resguardo de un archivo cumple una función
árquica, que en todo caso llegaría a ser patriárquica.
Y es en esta idea del archivo como lugar de la
autoridad, de un estado patri-árquico
(la ley de Noé que viaja en las tablas del arca),
donde considero se inserta la impronta descentralizadora y an-árquica del archivo de Arturo Borda. El
archivo de Borda es descentrado desde la lógica interior que despliegan sus
manuscritos, sus versiones, sus ediciones. Esta obra se construye a partir de
la ausencia de manuscritos precisamente porque su dinámica descentra el lugar
del archivo. Nonato Lyra es la historia
de tres manuscritos, al interior de cuyo emplaste hay uno del cual sabemos pero
nunca leemos. Borda propondría,
entonces, un principio de desarchivo y abolición de ese lugar de poder.
Desarchivar a Borda, por lo tanto, llegaría a configurar un gesto de
participación, de una nueva “distribución de lo sensible”.
De esta manera, entiendo las ruinas de Borda como el
efecto de una falla en la inscripción de un archivo, cuyo soporte y seguridad
física, cuyo cuerpo o arkheîon, están
trastocados. El Loco, por ejemplo,
nos confronta con el lugar de un archivo en el cual su inscripción es la de la
ausencia de lugar, es decir, la del lugar donde impronta e imprenta se separan.
Ese “loco anónimo” que aparece como primer sostén de unas cuartillas que dentro
de la obra se llaman “El Loco” y fuera de ella El Loco, es un personaje desaparecido que surge a partir de la
impronta que no tiene imprenta. El loco es un estigma del abortivo arrojado a
un basural (qué mejor imagen de un archivo póstumo que la de un basural) cuyo
único mandato proviene de un lugar pulsional sin padre.
Las ruinas de Borda, por lo mismo, sugieren la
posibilidad de pensar en una contradicción intrínseca de lo archivado, es
decir, en la idea contraria de la protección arcóntica de un archivo. Su “mal
de ruina”, si vale la expresión, pone en evidencia la existencia contraria e
intrínseca de una pulsión destructiva que justamente un mediador editorial, al enfrentar su archivo póstumo, avivaría. Un
archivo se destruye en su “iteración”, precisamente porque es imposible repetir
sin alterar, favorecer sin destruir o violar.
En Borda este proceso se despliega de una manera única e irrepetible, para utilizar dos atributos que suele ligar a su arte.
Sus manuscritos perdidos los muestra en 1937, por única vez, a Carlos
Medinaceli, en un gesto equiparable al de Kafka, pues si hubiera habido la
intención de proteger los papeles al extremo de quemarlos no se hubiera
realizado el gesto contrario de mostrarlos, tanto a Brod en el caso de Kafka,
como a Medinaceli en el caso de Borda. En otras palabras, la pulsión
destructiva de que sean violados y no pulverizados desplaza la quema de los
manuscritos, en el caso de Borda, al interior de la trama de El Loco. Es decir, se ficcionaliza la
escena, salvando materialmente los suyos. Y esto mismo abre la posibilidad de
que salgan de la oscuridad y de que alguien, no casualmente el crítico
literario y “papelerista” más importante de su época, los leyera y de esta
manera violara su cerco íntimo y secreto.
Así, desde la perspectiva de lo póstumo, un texto se
hace y en esa hechura la mediación editorial es determinante en su conducción y
fabricación de sentido. Si un editor como agente póstumo participa de la
historia de un texto y crea nuevos marcos constituyentes de sentido, en el caso
de Borda no tendría que desatender al testimonio de amenaza que acompaña la
vocación silenciosa de quemar un archivo. En tanto residuo de una anarqué, siempre existirá la posibilidad
de pensar lo que Borda habría podido quemar en ese mal de su archivo. Radializar ese mal, como ha sugerido siempre Borda,
llegaría a prefigurar un momento de urgencia, un acceso, una participación
activa, plural, en la interpretación de ese legado como un
momento único e irrepetible.
¿Qué lugar atribuir a los papeles dejados por un
escritor? Es una pregunta que quizás valga la pena plantearse, pues el abordaje
de un archivo póstumo como el de Borda nos obliga a desligarnos de una serie de
nociones que remiten a la idea de continuidad. Leer los comienzos de Borda es
confrontar críticamente estas certezas de la historia ligadas al hecho de que
todo discurso está predeterminado por una tradición, una influencia, un
desarrollo, una evolución. Leyendo a Borda comprendemos que toda evidencia es
siempre inasible y aquello que en última instancia interesaría, Katari lo supo
desde el inicio, es la pesquisa de aquello que “nos precede” en el itinerario,
el tránsito, la travesía y hasta la distancia de una escritura.
No contar la verdad sino relacionar las evidencias que
quedan de un proceso (siempre) enigmático.
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