Literatura y anarquismo en Bolivia
Apuntes para reflexionar sobre algunas obras (y algunos autores) en el contexto del poder.
Virginia Ayllón
Comenzaré, rápido,
indicando que me parece pertinente analizar la dupla entre literatura y
anarquismo, por una razón: la mayoría de los historiadores de la literatura
suelen referirse al impacto del nacionalismo en la literatura boliviana del
siglo XX. Pero el “error” de otro no disculpa incurrir en faltas o deslices.
Hay que argumentar más.
Cada vez se me hace más
claro el bollo entre crítica y creación literaria en Bolivia. El lío va por el cuestionamiento
al valor de la crítica o, más específicamente, sobre su metodología y
resultados. Este debate propio de la literatura en todo el mundo y en todas las
épocas, se especifica en Bolivia por el pequeño, casi minúsculo lugar donde
escritores, críticos, lectores, académicos y advenedizos de la literatura
convivimos, emitimos, escribimos, criticamos, renegamos, nos felicitamos.
Alguien podría decir que
eso se debe a la reducida creación literaria en Bolivia, junto a nuestra poco
profesional crítica literaria. No creo en absoluto en esa percepción que
compara lo de aquí con lo de allá para constatar, siempre, que aquí no pasa
nada en literatura. Creo, más bien, que toda literatura es un espacio
suficiente en sí mismo, es un 100% que tiene todo el derecho observarse y
calificarse.
Este pequeño espacio que
nos junta, a la vez confunde los lenguajes de la creación y del análisis
literario lo que se complica más cuando el creador es a la vez crítico, y más
aún si es creador, crítico y académico. Y es que a pesar de que estos tres
lugares tienen en común a la literatura, cada uno, a la vez, discurre su
quehacer por distintos caminos y, especialmente, por distintos lenguajes.
Los estudios literarios
académicos, por ejemplo, precisan de teorías y metodologías y, además, crear un
objeto de estudio (como todo hecho académico). Tales teorías y metodologías,
buenas o malas, pertinentes o impertinentes, tienen sin cuidado al creador
quien, sin embargo, goza o sufre los “dictámenes” de la academia.
Por su parte el creador
suele reclamar (sin decirlo) “atención” a su obra que no es otra cosa que el
deseo (¿?) de que su creación “merezca” la atención de críticos y mejor si
académicos. Entonces aparece aquí el tema del poder de críticos y sobretodo
académicos que entronan o destronan y califican “lo mejor” o lo “peor”.
Ante ello, el poder de
“los otros” es la crítica a la crítica, la valoración de obras ubicadas en “los
márgenes” del canon crítico académico, etc. Lo mismo sucede con la
institucionalidad literaria (premios, ferias, editoriales, revistas,
suplementos) que también entronan y destronan y, en realidad, “crean” otros
premios, otras editoriales, generalmente denominadas como “alternativas”.
Y aquí no hay neutralidad;
en general el escritor más inconforme con la crítica, la academia y la
institucionalidad difícilmente rechazará “ser publicado” en la editorial o la
revista consagrada o recibir el beneplácito de críticos “autorizados”.
Entonces, al ser un hecho
del lenguaje, es también en lenguaje que se manifiestan los diversos sabores de
esta conflictiva relación. Hay algunos clichés que me gustan más que otros pero
el que mejor resume este intríngulis es, sin duda el de “la literatura es buena
o mala y eso es todo”.
Es un cliché porque nadie
podría estar en desacuerdo, tiene cierto carácter tautológico este cliché. Por
otro lado, es correcto en tanto apela al derecho básico del lector ante
cualquier obra literaria. Pero es endeble en cuanto se arma con los valores
bueno-malo cuya relatividad es la base, nada menos que de la ética, rama de la
filosofía. Nadie desconoce, por supuesto que estos valores son determinados por
razones estéticas y extra estéticas. Tal vez mejore el cliché si dijera “la
literatura me gusta o no me gusta, eso es todo” y creo que ahí dejaría de ser
cliché.
Gusta al escritor o
critico no académico (y comparto las teorías de la anti academia) usar estos
clichés y la respuesta a veces viene también en formato cliché teórico.
Entonces del cliché Leenhardt, se pasa al cliché Barthes y luego a otro, o, si
se quiere, del cliché de los estudios marxistas, se pasa al de los estudios
culturales, luego al de los estudios postmodernos, etc., etc.
Pero si damos la vuelta
la mirada y pensamos este panorama no en términos de encono sino más bien de
ideas en circulación, podríamos ganar todos, los de aquí y los de allá, lo anti
y los institucionales. Esta imagen es romántica (de romanticón, no del
romanticismo) porque elude el tema del poder y puestas así las cosas no queda
otra que el encono en nuestra pequeña aldea de las letras.
Pero existe otra
posibilidad de comprender esto y es verlo como la tensión entre dos fuerzas:
las del poder y las del contrapoder. Las del poder ya las explicamos, pero las
segundas (con tan rimbombante nombre) son más difusas y todo o nada puede ser
contrapoder.
Tal vez el análisis
hermenéutico del poder ayude a comprender qué es el poder y si me atrevo a
resumir, el contrapoder vendría de quienes se oponen a las razones del poder
literario, establecido en la institucionalidad, el canon y la academia.
Entonces en el contrapoder se incluirían un conjunto de “alternativos” y
posiblemente todos los “malos” (vuelvo al cliché) que están “al margen” de ese
poder. Pero toda teoría del poder indica que la fascinación de los marginados
con el poder central forma parte del poder mismo, lo que eliminaría a los
“alternativos” que con todo, gozan con las señales que le hace el poder.
En esta reducida
taxonomía, quedan solamente los pocos para quienes la literatura no es ni algo
ajeno ni deseado, ni institucionalidad, ni canon, ni crítica, ni siquiera
creación. Aquellos para quienes la literatura simplemente no existe (escritores
y lectores diría yo). Esta actitud drástica y extremista no sería así
calificada por estos escritores y lectores porque simplemente les tiene sin
cuidado eso que otros llaman literatura. Se trata pues de una hipótesis muy
osada la existencia de estos seres del lenguaje.
Una hermosa imagen que
por ahí leí narra la historia de una comunidad que ante el anuncio del poeta
que “va a decir un poema”, deja su cotidianidad y prepara una gran fiesta
porque “el poeta va a decir”. Concluida la fiesta, la gente retorna a sus casas
y el poeta se interna en el bosque y dice su poema, y acaba la historia. ¿Es
este el epítome del ser escritor? A mí me sobrecoge la imagen y adivino en ella
el sinsentido que la literatura es para estos seres.
Tal vez esta podría ser
la base para un acercamiento al análisis del anarquismo en la literatura en
Bolivia. Quienes han hecho este ejercicio en la literatura universal suelen
colocar la obra de Tolstoi, Kafka, Thoreau, Camus, Bradbury, Wilde, entre los
principales, porque en ella se encuentran los rasgos de la ideología del
anarquismo (autonomía, antiestatismo, contrapoder, etc.), atributos que creo
pueden alcanzar a la obra de muchos escritores más.
Pareciera, entonces que
no se trata, o no solamente, de bucear y descubrir “temas” anarquistas en la
obra. Ante eso, podría ser que se trata de una actitud del escritor con lo que
llamamos literatura.
En su Patria íntima (1998), Leonardo García
ensayó un acercamiento al tratamiento del poder en la obra de algunos
escritores. Consideraba García que en tanto la obra de Nataniel Aguirre, Arguedas,
Tamayo, Cerruto (narrativa) y Céspedes se intencionaban con el Estado; René
Moreno y Cerruto (poesía) rechazaron esta intención y crearon mundos cerrados
en sí mismos.
En cambio, consideraba
que la de Arzans, Zamudio, Saenz y la producción del cineasta Sanjinés (sic) se
colocaban al margen del Estado. De este modo, este texto de García es uno de
los pocos que analizan el discurso literario en función del poder, del Estado
en particular.
No descarto que la obra
del realismo socialista, conocida aquí como “literatura de protesta” (a veces
minera, a veces de la guerrilla, etc.) tenía su centro en la resistencia, pero
en este caso destaco el análisis de la intención de los autores más que de “los
temas” que dibujaron en su creación.
Tengo en mí que la obra
de Borda y la de Mundy tienen distintivos muy cercanos al sinsentido de la
literatura (como institución, como sentido, como canon) aunque creo que hay
todavía mucha basura que limpiar para afinar el análisis. Pero es claro que en
ambas destaca su antiliteratura y ahora toca discernir qué quiere decir eso.
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