[Los manuscritos de El Loco - Nota I]
Texto escrito a propósito de los 50 años de la publicación de El Loco, de Arturo Borda, uno de los libros clave de la literatura boliviana del siglo XX.
Rodolfo Ortiz
Hoy es domingo 16 de octubre. No es una novedad el
gesto tramposo de la escritura, pues la frase anterior fue escrita un lunes,
digamos hoy, que parece jueves. Digamos el lunes 10 de octubre de 2016, exactamente
el mismo día y fecha cuando hace cincuenta años la H. Municipalidad de La Paz
terminaba la impresión y encuadernación de los tres tomos de El Loco. ¿No insinuaba Nietzsche que
“cada palabra es también una máscara”?
El nudo ciego, o
ese reloj de arena que dibujan las palabras de su colofón, tiene que ver, sin
embargo, con aquello que compone el campo de fuerzas de su instante y de donde
procede ese recorte cincuentenario que intentaré desplegar hacia atrás, pues
presiento que el aura de los tres tomos (siempre queridos) de El Loco, comienza a cortejar su fin.
Voy a referirme a
los manuscritos de El Loco. Habría
que precisar, a sus borrosos atajos y no menos imprecisas desembocaduras. No se
camina dos veces por el mismo basural.
Entonces, quiera
que esta aventura que me ocupa sea al menos… policial, pues hablar de los
manuscritos de El Loco es circundar el
fuego y el hurto, una concreta desaparición; y si es posible pensar en un
subgénero llamado “ensayo elegíaco”, éste sería sin duda un intento, pues si
seguimos a Adorno, el ensayo (y su prosa) se propone revisar (siempre, casi
siempre) el menosprecio producido históricamente, en este caso el escurridizo “objeto
manuscrito”, que como un pasajero perdido, busca condensar su misérrima historia
en el impulso antisistemático que lo sostiene, en el ensayo mismo de su forma
radical (del no-radicalismo).
Los manuscritos de
Arturo Borda provienen de esa fuerza que arraiga en lo perdido. A pesar de
haber sobrepasado varias veces la prueba del fuego, su destino fue el de la forma
condenada a iluminar solamente sus restos, su descomposición, al menos la de
entregar de soslayo la deriva de su campo en ruinas. Benjamin en este punto es
insoslayable: la historia como catástrofe siempre es porosa y llena de hendijas.
Los testimonios
epistolares de Borda no nos alejan de 1925 como el momento en el que los
llamados “volúmenes”, “libros”, “cuartillas”, “cuadernos”, se terminaron de
escribir. Los procesos de reescritura de El
Loco (hubieron muchos) fueron reinsertos parcialmente en revistas y
periódicos antes y después de 1925. El derrotero de estas publicaciones es en
sí misma enmarañada y fascinante. Borda publicó pedazos o segmentos fundamentalmente
en La Paz y Oruro. Publicó en La Patria
quizás el adelanto más significativo de uno de sus cuadernos o volúmenes, el
octavo, en enero de 1921 y en forma de folletín. También en Oruro publicó en la
revista Argos, en octubre de 1923, esta
vez un fragmento del primer libro (sin título) que forma parte del volumen quinto
y que en la edición de 1966 se tituló “Nelly o la sinfonía de los corazones”. Argos fue una publicación de chispa modernista
dirigida por Enrique Condarco y donde Pablo Iturri Jurado (allí Roman Latino,
años después Ramún Katari) exhibió sus grabados art nouveau con notables guiños al artista británico Aubrey
Beardsley. (El encuentro y trabajo mancomunado entre Borda y Ramún Katari no
acaba allí, si me permiten el paréntesis, pues ambos formaron parte del Círculo
Inti y urdieron la no menos notable revista Inti,
cuyos tres números se publicaron entre 1925 y 1926. Por su parte, Ramún Katari
(todavía Roman Latino), además de grabar en madera el dibujo “A la conquista
del mundo” de Arturo Borda, publicó nuevos fragmentos del octavo volumen de El Loco en un periódico porvenirista de
1928, en el cual se hizo cargo, a su vez, de dos páginas de “arte y letras”
[sic] que tituló “Columnas de ambos lados”, cámara de eco del Boletín Titikaka de Puno).
Pero aquí, al medio del camino, el lector probablemente
se preguntará cómo es que se organizan esos “volúmenes”, “libros”, “cuartillas”,
que en 1966 fueron reunidos y publicados por la H. Municipalidad de La Paz. Como
posible respuesta propondría una acercamiento retrospectivo. Al cabo, en
ausencia de “objeto” parece que aquí es posible imaginar una arquitectura que
al mismo tiempo sea solidaria de las imágenes irrefutables de esta obra.
Entonces, voy hacia
atrás. La última vez que aparecieron los manuscritos de El Loco fue en la exposición que se realizó en el Espacio Portales
en abril de 1985. Esto me lo contó un día Pedro Querejazu, quien asistió a esa
muestra organizada por el historiador Ronald Roa, este último seguramente motivado
por el archivo de Arturo Borda que ese mismo año le entregó Esperanza Álvarez.
Sin embargo, los manuscritos de El Loco
allí expuestos no están en dicho fondo documental o al menos en lo que hasta
ahora se conoce del mismo. Aquello que sí encontramos, siguiendo la misma lógica
descentrada de El Loco, son tramas
epistolares y documentos que periféricamente entretejen, más que un recorrido,
lo imborrable de sus huellas.
Voy a mencionar, entonces,
una carta que considero reveladora y que sin duda obliga a replantear la estructura que se podría imaginar fue la
que pensó Borda. La carta, cuya primera página desconocemos, no fue escrita
por Arturo Borda sino por su hermano Héctor. Por su contenido parcial entendemos
que se trata de un documento que formaliza la entrega de “los originales” de El Loco a una “distinguida señora”, con
una sucinta descripción de los mismos y la respectiva solicitud de devolución
oficial a través del Consejo Municipal de Cultura. Se trata, por lo tanto, del documento
que Héctor Borda escribió en 1966 para el convenio de publicación de los mil
ejemplares de El Loco y que gracias a
una entrevista podemos inferir fue enviado a la “distinguida señora” Teresa
Gisbert.
En la entrevista (que
la revista Ciencia y Cultura publicó
en julio del 2001 durante la investigación de Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia), Alba Paz
Soldán (una de las tres interlocutoras) preguntaba a Gisbert si Héctor Borda
fue quien le entregó los manuscritos de El
Loco, a lo que la historiadora respondió: “Nos dio [los manuscritos] a
nosotros cuando estuvimos en mi casa, entonces, mi marido trabajaba en la
Alcaldía con Alcira Cardona y Jacobo Liberman, los entusiasmó para publicar El Loco y tenía que ser rápido, o sea que
se juntó sin mayor análisis, como verán en la Introducción, y se entregó, o sea
que es algo que hay que ordenar”.
Mientras los
esposos Mesa entregaban todo “sin mayor análisis” y con la certeza de que “algo
hay que ordenar”, la Srta. Alcira Cardona Torrico gestionaba y el Secretario de
Actas del Consejo Municipal de Cultura, el Sr. Guido Orías Luna, transcribía.
Lo extraño es que ni en la Introducción que invita a releer Gisbert, ni en las
solapas que escribió Cardona, ni en ninguna otra parte, se hace referencia a la
segunda página de la carta de Héctor Borda, en la cual y por única vez, leemos
en detalles desconcertantes, que esta obra nunca estuvo dividida en tres tomos,
que el volumen sexto está extraviado “pero se acompaña una síntesis”, que
existen catorce libros (más uno), distribuidos en nueve volúmenes, que “El
triunfo del arte” es el último y que existen libros cuyos “subtítulos están
borrados o no los ha puesto”, entre otras fascinantes y demoledoras
revelaciones…
Y aquí apenas comienza esta historia.
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