El mercado de Marianne
Una bella crónica porteña que el destacado académico y biógrafo boliviano envió para LetraSiete.
Hugo
Rodas Morales
¿Qué será Buenos Aires?
Lo ulterior, lo ajeno, lo lateral,
el barrio que no es tuyo ni mío,
lo que ignoramos y queremos.
J.L. Borges. Buenos Aires
El
precio de desplazarse en toda ciudad, Marianne, tan variable y contingente como
el clima de las emociones que imaginamos gobernar. Taxi de 520 pesos argentinos
“por oferta”, a la mitad un paso más allá de las puertas corredizas de Ezeiza y
casi 70 veces menos subiendo al colectivo de la Ruta 8 hacia Plaza de Mayo,
centro de Buenos Aires y de sentimientos guardados: plaza a la que volvieron
-sigue Borges- “después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y
felices”, heterónimos por tanto de Roque Sáenz Peña, enlistado voluntariamente
en la alianza boliviano-peruana, durante la guerra del Pacífico. En sus gradas,
atardecidas de sol y custodiadas por cóndores, se sentó alguna vez un hermano
mío para descansar de la sombra sin contorno.
Este
día en cambio, todavía sin saberlo, era claro de ti Marianne. Dejé que me
absorbiera el abrir y cerrarse de puertas del colectivo, ese telón público e
intermitente, con nietos colgados a una abuela joven ya agotada, y mujeres
precisas con ese “mirá, yo lo sé” de la inocultable belleza de las argentinas,
en cuyo entorno de hombres de mirada quieta me acomodé. Hasta que llegó, a mi
izquierda, claro, desde una esquina de la avenida Gral. Paz, el aviso escueto y
colgado de una pared de color indefinido: “Api con empanadas”.
Un
aviso, Marianne. Un adelanto de Ud. que ya entonces esperaba sin esperar, al
final de un cuarto piso accesible por sólidas puertas de metal y vidrio en la
Roque Sáenz Peña. Allí leí, no bien saliera del ascensor: “Bocannera, clase en
aula B”. Anuncio en mayúsculas para quien quiera leer la dura historia del
extremo sur en el extremo norte, de tierra del fuego argentina en México, de la
primera edición de Hablemos de los que
mueren. “No puede ser, pero es” pensaba, apuntando la tarea de confirmarlo
después. “Ahora hay que estar cinco minutos antes”. Y entonces entró (salió)
Ud. Marianne y nos saludamos y todo fue transcurriendo como si todavía la
realidad habitara un solo plano, o estar contento fuera natural y la utopía el
diástole ahora sensible de nuestra cotidiana desatención con el destino.
Entre
eso y lo que es el Buenos Aires de Borges se conjugaban sentencias incestuosas:
Es una esquina
de la calle Perú…
Es, en la
deshabitada noche, cierta esquina del Once…
Es la otra
calle, la que no pisé nunca…
Es lo que se ha
perdido y lo que será
Solo
Ud. sabe, Marianne, de estos otros salmos apócrifos:
Es una cita
adelantada por la luna
es una puerta
con mensaje en letras blancas…
Es un lugar
sentido y sin número, visto en Corrientes
es un paseo sin
por qué
Y
es el precio de desplazarse, como he dicho. La tarjeta universal Sube para dos
asientos libres al fondo, la charla anudada sin cansancio que me iba
devolviendo casi en secreto, a las cercanías referidas de la Gral. Paz y cerca
la Av. Rivadavia. Allí me veo todavía, siguiendo los pasos veloces de su
silueta, adivinando que la cintura es un
junco, Marianne, diciéndole al ver la primera papalisa en sacos, que cuando
reconozca caras bolivianas habremos llegado, que “el api con empanadas” no
debía estar lejos.
Solo
hasta que Ud., Marianne, articulara la hora atrasada de los alimentos, reparé
en mi lento reloj mexicano. Así entramos a un restaurante peruano, ni el
primero ni el último pero sí otro, como aquella otra extraña calle, en La Paz,
hace tantos años, cuando Ud. era una niña que no sabía ni de allá ni de esta
“zona andina porteña”. Esta, que dijo le encantaría recorrer, despertando mi
interés por ver dónde se detendría, qué desearían alcanzar sus manos, qué
camino se abriría su paso, si yo entraba en alguno de esos pasos…
Y,
para hablar de lo que prometiéramos unas semanas antes, del capitalismo extenso
que no cuenta a tantos y entre esos tantos no cuenta con nosotros, ¿no fue
curioso, Marianne, que el azar urda escenas sentimentales no inferiores a
aquellas virginales de la juventud en las que era disculpable creer? quiero
decirla que se fue dibujando cuando nos sentáramos cerca de aquel otro, que
compartiendo api y empanadas con su novia argentina, solo para expresar su
contento se acercó a decirme que había advertido que yo también, que Ud.
también.
¿No
era tan gracioso, tanto como para no perder el hilo preguntándose si era
cierto? Solo una ansiedad me cambiaba la respiración: ¿qué sentía Ud.,
Marianne, además de no parecer disgustada por esos azares? ¿Quizá solamente lo
agradable de pellizcar una empanada que va encima de otra, en un plato escaso
para que se explayen las dos?
Por
mi parte, cedo a un optimismo que no conocía y espigo las palabras para
alcanzar aquella silenciosa luna interior que es ahora, íntimamente, el
recuerdo de su mercado andino, Marianne.
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